30/9/21

Mil madres Teresas

Por Jesús Mosterín

El planeta Tierra pura y simplemente no puede sostener a un número ilimitado de seres humanos. En cualquier caso, el número máximo solo se alcanzaría en condiciones de extrema miseria. Pero el objetivo civilizado no es que haya la mayor cantidad posible de gente (no importa cómo vivan), sino más bien que la gente viva lo mejor posible (no importa cuántos sean). El objetivo no es alcanzar el máximo, sino alcanzar el óptimo de la población. Y ese óptimo ya hace tiempo que lo hemos superado.

En los países más desarrollados (Estados Unidos, Canadá, Europa, Rusia, Japón, Corea del Sur, Australia, Singapur) la bomba de población ha sido desactivada. Los problemas que se plantean a sus 1.100 millones de habitantes parece que tienen solución. Lo malo es que ellos solo constituyen un sector de la humanidad. Otro sexto largo de la población mundial vive en China, donde en las últimas dos décadas se ha frenado la explosión demográfica mediante la implementación de la política del hijo único. Los otros cuatro sextos de la humanidad siguen multiplicándose desaforadamente. La explosión demográfica de África, Latinoamérica y Asia meridional –el crecimiento de la población por encima de la reposición de las muertes– añade 80 millones de bocas hambrientas suplementarias al año, unas 220.000 al día. Y los recursos escasos que habrían de concentrarse en pocos infantes, a fin de proporcionarles la alimentación y la educación adecuadas, se dispersan entre cada vez más criaturas cada vez más miserables.

Desde la época de los sumerios (hace cinco mil años) hasta el siglo XVIII, el progreso técnico se traducía directamente en incremento demográfico a niveles de miseria constante. Para la inmensa mayoría de la gente, a pesar de todos los descubrimientos e invenciones, el nivel de vida no subía; solo los números de la población aumentaban. Actualmente esta situación ha cambiado en Europa, Norteamérica y los países del Pacífico (como Japón y Australia), que, juntos, representan un sexto de la humanidad. Esta parte privilegiada del mundo ha alcanzado el equilibrio demográfico, en ella la población ya no crece, y, por lo tanto, el progreso tecnológico se traduce en una elevación constante del nivel de vida (a pesar de las obvias excepciones). Pero gran parte del mundo subdesarrollado fuera de China, que incluye dos tercios de los seres humanos, sigue anclado en la miseria provocada por la galopante expansión demográfica.

La explosión demográfica es la principal causa de la miseria y el hambre en el mundo, así como del creciente deterioro ecológico del planeta, además de estar detrás de diversas guerras civiles (como la de la superpoblada Ruanda). La familia que podría alimentar y educar bien a un hijo o dos distribuye sus escasos recursos entre diez, con lo que todos pasan hambre, o son abandonados a la mendicidad y la delincuencia. Las ciudades que podrían albergar humanamente a un número limitado de habitantes se convierten en hormigueros invivibles, pasto de las infecciones, el caos urbanístico y el aire irrespirable, rodeados de inmensos arrabales chabolistas sin desagües ni servicios, en los que se hacinan millones de miserables sin trabajo, sin salud y sin esperanza. Los bosques, marismas y montañas que podrían continuar albergando la riqueza y diversidad bilógica del planeta son talados, quemados y roturados por masas famélicas e inconscientes. El volcán demográfico en constante erupción vomita constantemente nuevos millones de hambrientos y desesperados que van de un lado a otro, buscando su suerte en la destrucción de las últimas selvas tropicales o en el hacinamiento de las nuevas favelas.

La relación de la superpoblación con la miseria humana ya era el tema central del primer demógrafo, Malthus. En 1968, Paul Ehrlich publicó The population bomb [La bomba de población], en que advertía claramente de la amenaza demográfica. En los años 1970, la «revolución verde», con semillas mejoradas de arroz, trigo y maíz, produjo un incremento considerable del rendimiento agrícola, lo que hizo disminuir la preocupación por la superpoblación, aunque ya en 1970 el padre mismo de la revolución verde, Norman Borlaug, al recibir el premio Nobel, insistió en que el problema de fondo de la pobreza era la explosión demográfica y que había que aprovechar el respiro de la revolución verde para detenerla. Una vez muerto Mao y acabado el período de locuras colectivas por él inspirado, China introdujo su política del hijo único e inició la liberalización de su economía, medidas que condujeron a su impresionante despegue económico y a la mejora sustancial del nivel de alimentación y educación de los niños. Los presidentes demócratas americanos, como John F. Kennedy, Lyndon B. Johnson, Jimmy Carter y Bill Clinton, eran conscientes del problema de la superpoblación y promovían la planificación familiar en el mundo. Sin embargo, Ronald Reagan, ignorante, despreocupado de los problemas globales y dependiente políticamente del voto de los fundamentalistas cristianos del sur profundo de Estados Unidos, torpedeó la Conferencia Internacional sobre Población celebrada en México en 1984 y, en alianza con el Vaticano y las dictaduras islámicas, se opuso frontalmente a todos los esfuerzos de las Naciones Unidas para promover la planificación familiar como la más eficaz medida de lucha contra la pobreza. La oposición del Vaticano y del presidente de Estados Unidos han logrado que hoy día el tema del crecimiento demográfico se haya convertido en tabú en ciertos círculos, como señala Colin Butler.

La explosión demográfica se produce sobre todo en los países pobres, cuyas mujeres carecen de la información, la libertad y los medios para evitar los embarazos o abortar. La primera vez que estuve en Ciudad de México me hospedé en cada de unos amigos, donde una mujer venía a limpiar varios días a la semana. Por su cara ajada y sus movimientos cansinos yo estimaba que debía tener una edad avanzada. Cuál no sería mi sorpresa cuando, hablando con ella, me enteré de que solo tenía veintiséis años y que ya tenía seis hijos. Un par de veces había intentado usar algún medio anticonceptivo legal, y otra había considerado un aborto ilegal, pero lo único que había conseguido en cada caso fue una paliza de su marido, un desempleado borrachín y temeroso de que se dudase de su hombría, si su mujer no quedaba de nuevo embarazada.

Los expertos aconsejan a los gobiernos de esos países poner en marcha políticas vigorosas de control de la natalidad como requisito indispensable, aunque no suficiente, para escapar del círculo infernal del hambre y la degradación del medio. Muchos de esos gobiernos seguirían tales consejos si no fuera por la presión en contra que ejerce el fanatismo religioso, y en especial la Iglesia católica. En 1968, cuando la explosión demográfica era ya alarmante, el papa Pablo VI condenó la planificación familiar, la anticoncepción y el aborto en su encíclica Humanae vitae. Su sucesor, el papa Wojtyla, Juan Pablo II (1920-2005), se convirtió en vendedor ambulante de la irracionalidad demográfica, viajando incansablemente por los países más pobres y necesitados de planificación familiar y empleando a fondo su influencia para evitar que remediasen su problema. En los países avanzados, los católicos se han limitado a ignorar la postura de su Iglesia. Los índices de natalidad de los católicos son semejantes a la de los no católicos. Y precisamente Italia y España se encuentran ahora entre los países con menor tasa de fecundidad (el número medio de hijos por mujer), a un nivel de 1,3 infantes, bastante menos de la tasa de reposición, que es del 2,1.

La influencia de la Iglesia católica ha hecho que en toda Latinoamérica el aborto siga prohibido, y que los organismos internacionales sean incapaces de adoptar una política racional de contención de la explosión demográfica. La morbosa obsesión de Juan Pablo II lo llevó a beatificar a Gianna Beretta, una fanática antiabortista cuyo único mérito fue morir por negarse a una operación de útero que le habría salvado la vida, pues estaba embarazada y pensaba que la vida del feto es más valiosa que la de la madre. Una opinión así es un insulto a las mujeres y a la inteligencia, y más digna de lástima que de admiración. Ya vimos que en la Conferencia Mundial sobre la Población y el Desarrollo, celebrada en México en 1984, el Gobierno de Reagan se alineó con el Vaticano en contra del derecho al aborto y de todo freno a la explosión demográfica. En la siguiente Conferencia, celebrada en 1994 en El Cairo, la Iglesia ya no pudo contar con el apoyo de Estados Unidos, cuyo presidente Clinton estaba a favor de la planificación familiar y del aborto legal (a pesar de las llamadas telefónicas personales de Wojtyla, apremiándole a mantener la postura de Reagan), aunque, tras la elección de George W. Bush como nuevo presidente, el Vaticano volvió a tener un aliado en este asunto. El Fondo de Población de Naciones Unidas tuvo que acusar formalmente a la Iglesia católica de ejercer una influencia negativa que compromete el equilibrio demográfico mundial. El Consejo Pontificio para la Familia replicó acusando a la ONU de practicar el «imperialismo anticonceptivo».

En líneas generales, cuanto más deprisa crece la población, mayor es la pobreza y la conflictividad. Zonas como la Franja de Gaza, Níger, Angola, Somalia, Ruanda y Afganistán se encuentran entre las de tasa de fecundidad más alta del mundo. El mayor crecimiento demográfico se da en el África subsahariana (con excepción de Sudáfrica), que bate también todos los récords de miseria del planeta y es un desastre total y sin paliativos (de nuevo con excepción de Sudáfrica). La población crece imparablemente, a pesar de las constantes guerras civiles que la asolan, de la desertización antropógena y de la trágica propagación del sida. Como ya vimos, más de cien millones de mujeres africanas han sido mutiladas en sus genitales. Así, privadas de todo placer sexual y convertidas en meras máquinas de parir, viven condenadas a una cadena ininterrumpida de embarazados y partos no deseados, sumidas en la miseria y amenazadas o infectadas por el sida.

Ante esta situación espeluznante, en sus viajes a África, el papa Wojtyla se dedicó a despotricar contra la única posibilidad de salir de ella. El Sínodo de la Iglesia Católica sobre África, convocado por Wojtyla y celebrado en el Vaticano en 1994, invitó a los jefes de Estado africanos a boicotear el documento final de la Conferencia de El Cairo sobre la Población, pues la ONU «quiere imponer [...] la liberalización del aborto, la promoción de un estilo de vida sin referencias morales y la destrucción de la familia». Y el Consejo Pontificio para la Familia exhortó a los fieles a defender a la mujer de «las campañas antinatalistas lesivas para su salud y dignidad». Realmente, hacen falta dosis considerables de obnubilación ideológica para considerar que la liberación de la mujer africana de su degradante condición de máquina de parir es lesiva para su salud y dignidad, y destructiva de la familia.

Desde el papa Pablo VI, la doctrina de la Iglesia católica ha sostenido la tesis contradictoria de que la reducción artificial de la natalidad (mediante la planificación familiar, los anticonceptivos y el aborto) es antinatural y debe prohibirse, mientras que la reducción artificial de la mortalidad (mediante la higiene, las vacunas y los antibióticos) es natural y debe autorizarse. Obviamente, tan cultural y no natural es la una como la otra.

El planeta tiene ya unos seis mil quinientos millones de habitantes, muchos más de los que puede aguantar de un modo sostenible y con un nivel de vida aceptable. Pero en muchos países pobres, en vez de reducirse, la población sigue explotando como una bomba y hundiéndolos cada vez más en la miseria. En 2050 la semidesértica Nigeria tendrá más habitantes que toda Europa occidental. La paupérrima África tendrá bastantes más habitantes que Norteamérica, Europa, Rusia, Japón, Corea y Australia juntos. De hecho, la población africana, que todavía en 1900 representaba el 8,1 por 100 de la población mundial, pasó a representar el 12,9 por 100 en 2000 y constituirá el 20 por 100 en 2050. La India sobrepasará ampliamente a China, que siempre había sido más populosa, y alcanzará los 1.630 millones de habitantes. Ya hace bastantes años, Bertrand Russell no entendía el ideal de convertir la mayor cantidad posible de masa terrestre en carne humana. Es un ideal difícil de compartir, excepto para el Vaticano y los fundamentalistas cristianos e islámicos, que confían en la providencia divina y desprecian la racionalidad humana.

Algunos misioneros cristianos ayudan abnegadamente a los desharrapados a los que tratan de convertir, pero el Papa les impide darles lo que más necesitan, la planificación familiar. Las prohibiciones papales y la obsesiva presión de la Iglesia contra todo intento de control demográfico y de liberación de las mujeres del yugo de los embarazos no deseados causan más miseria de la que mil madres Teresas podrían nunca aliviar.

Fuente: Mosterín, J. (2006), La naturaleza humana, Espasa Calpe, Madrid.

23/9/21

Los jóvenes olvidados

Por Roberto Bolaño

En gran medida todo lo que he escrito es una carta de amor o de despedida a mi propia generación, los que nacimos en la década del cincuenta y los que escogimos en un momento dado el ejercicio de la milicia, en este caso sería más correcto decir la militancia, y entregamos lo poco que teníamos, lo mucho que teníamos, que era nuestra juventud, a una causa que creímos la más generosa de las causas del mundo y que en cierta forma lo era, pero que en la realidad no lo era. De más está decir que luchamos a brazo partido, pero tuvimos jefes corruptos, líderes cobardes, un aparato de propaganda que era peor que una leprosería, luchamos por partidos que de haber vencido nos habrían enviado de inmediato a un campo de trabajos forzados, luchamos y pusimos toda nuestra generosidad en un ideal que hacía más de cincuenta años que estaba muerto, y algunos lo sabíamos, y cómo no lo íbamos a saber si habíamos leído a Trotski o éramos trotskistas, pero igual lo hicimos, porque fuimos estúpidos y generosos, como son los jóvenes, que todo lo entregan y no piden nada a cambio, y ahora de esos jóvenes ya no queda nada, los que no murieron en Bolivia, murieron en Argentina o en Perú, y los que sobrevivieron se fueron a morir a Chile o a México, y a los que no mataron allí los mataron después en Nicaragua, en Colombia, en El Salvador. Toda Latinoamérica está sembrada con los huesos de estos jóvenes olvidados.

Fuente: Bolaño, R. (2004), Entre paréntesis, Anagrama, Barcelona.

16/9/21

Segunda fundación de Bolivia

Por Eduardo Galeano

Enero

26

En el día de hoy del año 2009, el plebiscito popular dijo sí a la nueva Constitución propuesta por el presidente Evo Morales.

Hasta este día, los indios no eran hijos de Bolivia: eran nada más que su mano de obra.

En 1825, la primera Constitución otorgó la ciudadanía al tres o cuatro por ciento de la población. Los demás, indios, mujeres, pobres, analfabetos, no fueron invitados a la fiesta.

Para muchos periodistas extranjeros, Bolivia es un país ingobernable, incomprensible, intratable, inviable. Se equivocan de in: deberían confesar que Bolivia es, para ellos, un país invisible. Y eso nada tiene de raro, porque hasta el día de hoy, también Bolivia había sido un país ciego de sí.

Fuente: Galeano, E. (2012), Los hijos de los días, Siglo Veintiuno, Buenos Aires.

9/9/21

Stalin versus los judíos

Por Jesús Mosterín

Stalin era profundamente antisemita y ordenó más asesinatos de judíos que nadie (excepto Hitler), incluyendo el del propio Trotski, llevado a cabo en México en 1940. Cada dos por tres, Stalin lanzaba tremendas purgas de cientos de miles de imaginarios enemigos, de intelectuales, de campesinos e incluso de miembros de su propio Partido Comunista. El porcentaje de los judíos purgados (es decir, asesinados) siempre era desproporcionadamente alto. En 1953, cuando todavía quedaban unos dos millones de judíos en Rusia, Stalin estaba preparando una «solución final» de la cuestión judía que consistiría en la deportación masiva de todos los judíos a Siberia, como ya había hecho con otros grupos étnicos, lo que sin duda habría causado la muerte de la mayoría de los implicados, dadas las condiciones en que se efectuaban dichas deportaciones. En 1953 los nueve médicos de Stalin (seis de los cuales eran judíos) fueron absurdamente acusados de tratar de envenenarle. Estaba previsto que este juicio apañado fuera el preludio de la deportación de los judíos, que ya estaba preparada, pero la imprevista muerte de Stalin, sin necesidad de envenenamiento alguno, puso fin a todo el proyecto.

Fuente: Mosterín, J. (2006), Los judíos, Alianza Editorial, Madrid.

2/9/21

11 de septiembre

Por Noam Chomsky

Para saber realmente cómo fue [el golpe de Estado chileno], comparémoslo con nuestro 11 de septiembre e imaginémoslo a la misma escala que el que tuvo lugar en Chile en 1973 con nuestra decisiva colaboración. Para que la analogía sea adecuada, hay que utilizar cantidades equivalentes, es decir, ajustadas al número de habitantes, ya que la población estadounidense es mucho más numerosa. De acuerdo con esto, imaginemos que, el 11 de septiembre de 2001, Al Qaeda hubiese volado la Casa Blanca, asesinado al presidente, llevado a cabo un golpe de Estado, matado entre cincuenta y cien mil personas, torturado a setecientas mil, establecido un centro terrorista en Washington que instigara o apoyara golpes de Estado parecidos en todo el continente americano y cometido asesinatos y magnicidios en todo el mundo para eliminar a quienes no fuesen de su agrado. Imaginémonos que hubiesen traído un grupo de economistas–llamémoslo los Chicos de Kandahar–que hicieran pedazos la economía, gozaran de gran prestigio y luego regresaran a sus países a recoger premios Nobel. Supongamos que hubiese ocurrido eso. ¿Habría cambiado el mundo? Todos dicen que nuestro 11 de septiembre cambió el mundo. Pero lo que acabo de contar no es hipotético. Es lo que ocurrió el 11 de septiembre de 1973.

Chomsky, N. (2007), Lo que decimos, se hace, Península, Barcelona.