27/12/18

Iluminación mística

Por Bertrand Russell
Durante la Cuaresma de 1901 [Alys y yo] nos unimos a los Whitehead para alquilar la casa del profesor Maitland en Downing College. El profesor Maitland había tenido que trasladarse a Madeira por motivos de salud. Su ama de llaves nos informó que se había «secado a fuerza de comer tostadas», pero me figuro que no sería éste el diagnóstico médico. La esposa de Whitehead se estaba convirtiendo en una inválida y solía padecer intensos dolores a causa de una dolencia cardíaca. Tanto Whitehead como Alys y yo vivíamos llenos de ansiedad respecto de ella. Whitehead no sólo amaba entrañablemente a su esposa, sino que dependía de ella en gran medida, y parecía dudoso que volviera a realizar una buena labor nunca más si ella moría. Un día llegó Gilbert Murray a Newnham para leer parte de su traducción del Hipólito, entonces inédita. Alys y yo fuimos a escucharle, y me conmovió profundamente la belleza de la poesía. A nuestro regreso hallamos a la esposa de Whitehead presa de un ataque insólitamente severo. Parecía aislada de todo y de todos por muros de dolorosa agonía; el sentido de la soledad de cada alma humana me abrumó repentinamente. Desde mi matrimonio, mi vida emocional había sido sosegada y superficial. Había olvidado todos los problemas más profundos y me había contentado con una inteligencia ligera y superficial. De pronto, la tierra parecía hundirse bajo mis pies, y me hallé en una esfera completamente distinta. En el curso de cinco minutos cruzaron por mi cerebro reflexiones como las siguientes: la soledad del alma humana es insoportable; nada puede penetrarla, excepto esa excelsa intensidad de la suerte de amor que han predicado los maestros religiosos; todo lo que no brote de este motivo es pernicioso o, por lo menos, inútil; se concluye de ello que la guerra es un error, que la educación de un internado es abominable, que el uso de la fuerza debe ser desaprobado y que en las relaciones humanas debe penetrarse hasta el meollo de la soledad de cada persona y dirigirse a él. El hijo menor de los Whitehead, de tres años de edad, estaba en la habitación. No me había fijado antes en él, ni él en mí. Había que impedir que turbase a su madre en medio de sus paroxismos de dolor. Le tomé de la mano para llevármelo. Se vino conmigo de buena gana, se sentía a gusto conmigo. Desde aquel día hasta su muerte, ocurrida durante la guerra en 1918, fuimos íntimos amigos.
 Imagen tomada de https://en.wikipedia.org/wiki/Bertrand_Russell#/media/File:Bust_Of_Bertrand_Russell-Red_Lion_Square-London.jpg
Al término de aquellos cinco minutos me había convertido en una persona completamente diferente. Durante algún tiempo me poseyó una especie de iluminación mística. Tenía la impresión de conocer los pensamientos más íntimos de todo aquel con quien me encontraba en la calle, y, aunque sin duda se trataba de una ilusión, me sentía realmente en más estrecho contacto que antes con todos mis amigos y muchos de mis conocidos. Habiendo sido imperialista, en aquellos cinco minutos me convertí en probóer y pacifista. Habiéndome preocupado durante años exclusivamente la exactitud y el análisis, me sentí rebosante de sentimientos semimísticos respecto de la belleza, profundamente interesado por los niños y con un deseo casi tan hondo como el de Buda de hallar alguna filosofía que hiciese soportable la vida humana. Me poseía una extraña agitación, que contenía un agudo dolor, pero también cierto elemento de triunfo, en virtud del hecho de que podía dominar el dolor y hacer de ello, según pensaba, una puerta de acceso a la sabiduría. La penetración mística que me imaginaba poseer se ha desvaído grandemente, y el hábito de análisis se ha reafirmado. Pero algo de lo que creí ver en aquel momento ha permanecido siempre conmigo, determinando mi actitud durante la primera guerra mundial, mi interés por los niños, mi indiferencia por las desdichas de menos monta y cierto tono emocional en todas mis relaciones humanas.
Fuente: Russell, B. (1975), Autobiografía, Edhasa, Barcelona.

20/12/18

Fidel

Por Eduardo Galeano
Imagen tomada de https://es.wikipedia.org/wiki/Fidel_Castro#/media/File:Fidel_Castro_-_MATS_Terminal_Washington_1959.jpg
Sus enemigos dicen que fue rey sin corona y que confundía la unidad con la unanimidad.
Y en eso sus enemigos tienen razón.
Sus enemigos dicen que si Napoleón hubiera tenido un diario como el «Granma», ningún francés se habría enterado del desastre de Waterloo.
Y en eso sus enemigos tienen razón.
Sus enemigos dicen que ejerció el poder hablando mucho y escuchando poco, porque estaba más acostumbrado a los ecos que a las voces.
Y en eso sus enemigos tienen razón.
Pero sus enemigos no dicen que no fue por posar para la Historia que puso el pecho a las balas cuando vino la invasión,
que enfrentó a los huracanes de igual a igual, de huracán a huracán,
que sobrevivió a seiscientos treinta y siete atentados,
que su contagiosa energía fue decisiva para convertir una colonia en patria
y que no fue por hechizo de Mandinga ni por milagro de Dios que esa nueva patria pudo sobrevivir a diez presidentes de los Estados Unidos, que tenían puesta la servilleta para almorzarla con cuchillo y tenedor.
Y sus enemigos no dicen que Cuba es un raro país que no compite en la Copa Mundial del Felpudo.
Y no dicen que esta revolución, crecida en el castigo, es lo que pudo ser y no lo que quiso ser. Ni dicen que en gran medida el muro entre el deseo y la realidad fue haciéndose más alto y más ancho gracias al bloqueo imperial, que ahogó el desarrollo de una democracia a la cubana, obligó a la militarización de la sociedad y otorgó a la burocracia, que para cada solución tiene un problema, las coartadas que necesita para justificarse y perpetuarse.
Y no dicen que a pesar de todos los pesares, a pesar de las agresiones de afuera y de las arbitrariedades de adentro, esta isla sufrida pero porfiadamente alegre ha generado la sociedad latinoamericana menos injusta.
Y sus enemigos no dicen que esa hazaña fue obra del sacrificio de su pueblo, pero también fue obra de la tozuda voluntad y el anticuado sentido del honor de este caballero que siempre se batió por los perdedores, como aquel famoso colega suyo de los campos de Castilla.
Fuente: Galeano, E. (2008), Espejos, Siglo XXI, Buenos Aires.

13/12/18

Los judíos son la sal de la Tierra

Por Jesús Mosterín
El nacionalismo y la dispersión cosmopolita constituyen los dos modelos paradigmáticos y extremos de posible organización de los grupos étnicos a escala planetaria. Ambos han sido inventados y ensayados por los judíos. Considerado como una teoría del orden político mundial, el nacionalismo postula el establecimiento de una correspondencia biunívoca entre etnias y territorios. Cada etnia o nación debe tener un territorio bien delimitado sobre el que edificar su propio Estado nacional. Y cada territorio del planeta debe estar asignado a una etnia determinada, como solar de su cultura y escenario de su destino.
Imagen tomada de https://es.wikipedia.org/wiki/Jes%C3%BAs_Moster%C3%ADn#/media/File:Jes%C3%BAs_Moster%C3%ADn_(October_2008).jpg
Los judíos fueron los inventores del nacionalismo avant la lettre. ... Superaron el trauma del exilio en Babilonia, interpretándolo como castigo de Yahvé (elevado de su rango previo de dios local al de dios universal), y concibiéndose a sí mismos como pueblo elegido por Yahvé: «Seréis entre todos los pueblos mi propiedad particular; porque mía es toda la tierra, mas vosotros constituiréis para mí un reino de sacerdotes y una nación santa».
El pueblo de Israel había concluido un pacto con Yahvé: ellos le obedecerían incondicionalmente, se cortarían el prepucio y no aceptarían ningún otro dios. Yahvé, a cambio, no prometió a los judíos el cielo ni la inmortalidad, sino sólo la tierra, la tierra prometida, el país de Canaán (una tierra pedregosa, sin agua y sin petróleo; de haberlos querido bien, les habría prometido Francia o Iraq, o al menos Uganda, pero no la polvorienta Palestina). Con ello quedaba claro qué había que hacer y dónde había que hacerlo. Acabado el exilio, el líder judío Ezrá estableció en Jerusalén una teocracia nacionalista y siguió una política de homogenización cultural forzosa. Prohibió (dos milenios y medios antes de Hitler) los matrimonios mixtos entre judíos y no judíos, y trató por todos los medios de aislar a los judíos de los demás pueblos. El nacionalismo trata de convertir cada país en un gueto. El primer gueto judío lo crearon Ezrá y Nehemías en Palestina. El último gueto judío lo ha creado el Estado de Israel, con muralla incluida.
En la época helenística las querellas entre judíos nacionalistas y cosmopolitas acabaron provocando la intervención de la monarquía seléucida y la rebelión de Matatías y su hijo Judas Macabeo. Al frente de una guerrilla integrista, los macabeos derrotaron a los judíos helenizantes y a las tropas seléucidas, lo que finalmente condujo a la independencia de Israel bajo el reino de los Hasmoneos, que impusieron los valores y las prácticas de la ortodoxia judaica no sólo a los propios judíos, sino también a los idumeos y galileos, obligados a adoptar su religión.
El Imperio Romano, respetuoso de las creencias y costumbres de todas las etnias, había establecido la paz, la comunicación y el orden en todo el Mediterráneo, pero, … los zelotes o fanáticos judíos, que se negaban a permitir otros cultos que el de Yahvé en la tierra de Canaán y atizaban la violencia intercomunal, se rebelaron contra Roma en un sangriento y absurdo levantamiento, que acabó en el 70, cuando Tito entró en Jerusalén y arrasó el segundo templo, que ya nunca más sería reconstruido. El fanatismo nacionalista no decayó, avivado por las visiones apocalípticas de los espíritus calenturientos, que anunciaban la inminente llegada del mesías. En 130 el emperador Adriano prohibió la castración, la mutilación y la circuncisión, como prácticas bárbaras, lo cual provocó poco después la nueva y suicida rebelión del presunto mesías Bar Kojbá, aplastada decisivamente por Roma, que incluso borró del mapa el nombre de Judea, llamada ahora Syria Palestina, y convirtió a Jerusalén en una colonia romana vedada a los judíos.
A través de la historia se observa una indudable ambigüedad de los judíos respecto a la tierra prometida. Ningún otro pueblo ha mantenido un apego tan profundo, emocional y continuo durante tanto tiempo hacia un territorio determinado como los judíos hacia el país de Canaán. Pero ningún otro pueblo ha manifestado una tendencia tan persistente a emigrar y establecer comunidades lejos de su patria. Ya en la época helenística y romana sólo una minoría de judíos vivía en Israel. Las comunidades judías se extendían por todo el Mediterráneo y el Oriente Medio, siendo la más populosa, rica y culta la de Alejandría. Durante la Edad Media los judíos vivían dispersos por todo el mundo cristiano e islámico, alcanzando en España su máximo esplendor. En los períodos de paz y tolerancia, las comunidades judías florecían. Pero repetidas olas de antisemitismo, atizadas por el fanatismo cristiano, la envidia y el odio irracional, provocaron incontables matanzas, extorsiones y expulsiones.
A principios de la Edad Moderna los judíos fueron expulsados de España y encerrados en guetos en Italia, además de seguir sometidos a todo tipo de discriminaciones y humillaciones. La Ilustración cuestionó este estado de cosas, y a partir de Napoleón se inició en todas partes la emancipación de los judíos. De ser una diáspora oprimida y encerrada en guetos, los judíos pasaron a constituir una diáspora floreciente, el fermento intelectual y la levadura económica de los países más avanzados. Además, su dispersión cosmopolita y las relaciones de confianza y parentesco que mantenían con los judíos de otros países les conferían una indudable ventaja a la hora de desarrollar el comercio internacional. Estaban mejor preparados que nadie para aprovechar la globalización económica y cultural que acabaría llegando con el progreso de las comunicaciones.
La pugna secular entre judaísmo universalista y ortodoxia nacionalista parecía decantarse a favor del primero en el siglo XIX y principios del XX. En condiciones de libertad y tolerancia, la diáspora era la situación ideal, y nadie echaba en falta la árida y pedregosa tierra prometida. La diáspora cosmopolita es la situación natural de cualquier grupo étnico en un mundo libre y bien comunicado. Los chinos de la diáspora viven mucho mejor que los que se han quedado en China. Y su caso, como el de los judíos, muestra que la diáspora es compatible con la preservación de una cultura nacional sobre bases no territoriales. La vitalidad de los Estados Unidos tiene mucho que ver con su condición de país de diásporas diversas.
Sólo el aislamiento impuesto por una pared adiabática impide que el calor se difunda. Sólo los compartimentos estancos impiden que los diversos líquidos se entremezclen. Y sólo el aislamiento, la distancia, las murallas materiales, las barreras convencionales, las fronteras cerradas, las aduanas y las policías impiden que todas las etnias se desparramen por todos los países, como el aceite una vez salido de la botella. Algo parecido al segundo principio de la termodinámica apunta hacia una mayor mezcla y pluralismo por todo el planeta, siempre que aumente la facilidad de comunicación y transporte. A la larga, en la aldea global las fronteras no pueden por menos de desaparecer. Los humanes son animales, no plantas; tienen patas, no raíces. Si no se les ata, se dispersan, siguiendo los caminos de la oportunidad, el interés y la curiosidad. El futuro es de las diásporas. Y de ese futuro los judíos han sido los adelantados. De ese ensayo general todos podemos aprender.
La diáspora acabó trágicamente en varios lugares. Los pogromos de Rusia y Europa Oriental, junto con la ola romántica nacionalista, hicieron surgir el sionismo. La Shoá, el holocausto de los judíos centroeuropeos a manos de los nazis, les dio el impulso definitivo. Por desgracia para todos, las circunstancias históricas impidieron a los judíos tomar el atajo histórico de pasar de ser una diáspora perseguida a ser una diáspora libre y próspera, vanguardia, levadura y anuncio de un mundo por venir. Tuvieron que pasar por el aro de ser un pueblo vulgar, como los demás, con su Estado nacional y todo. Y por ello tuvieron que pagar un precio.
Para los judíos que vivían en peligro o postración en los países de la diáspora oprimida, el Estado de Israel ha sido una tabla de salvación, como mostró, por ejemplo, el caso de los felachas de Etiopía. Pero para los que vivían en la diáspora próspera y liberal (en América, Francia, Inglaterra, etc.) la emigración a Israel ha representado un sacrificio personal y una gran renuncia. Los israelitas tienen una vida dura. Trabajan mucho, ganan relativamente poco, pagan enormes impuestos (el 50% de impuesto sobre la renta, de promedio), han de hacer un servicio militar obligatorio muy largo (tres años los hombres; dos las mujeres), viven peligrosamente e incluso tienen mala conciencia respecto a los palestinos. En los kibbutzim (la única implementación exitosa del comunismo que ha habido en el mundo) labran un suelo ingrato con una austeridad y entrega más admirables que envidiables. En general, es muchísimo más cómodo ser judío en Boston que en Tel Aviv.
Con la creación del Estado de Israel se han cumplido las promesas de Yahvé, y se han realizado milagros como el cultivo del desierto o la resurrección de la lengua hebrea. Nadie puede negar a los judíos el derecho a tener su propio Estado nacional, como los demás. Pero, aun dejando de lado el problema palestino, no es obvio que esa vulgaridad sea lo mejor que los judíos puedan ofrecer al mundo, o a sí mismos. Son la sal de la Tierra, pero concentrar toda la sal en el mismo sitio estropea cualquier plato.
Fuente: Mosterín, J. (2006), Los judíos, Alianza editorial, Madrid.

3/12/18

Lo que aprendí leyendo a Chomsky

Leyendo a Noam Chomsky aprendí que a Estados Unidos le da pavor la posibilidad de que se desarrollen los países dominados, y que ese miedo explica su campaña de terror contra países como Cuba o Vietnam. Que la Guerra Fría no fue tanto un enfrentamiento entre dos imperios, sino un mecanismo a través del cual los imperios controlaban a sus satélites. Que la Unión Soviética no fue socialista, porque socialismo significa que sean los trabajadores quienes tomen las decisiones importantes con respecto a su trabajo. Que «liberalismo» y «capitalismo» no son sinónimos, porque el liberalismo clásico, en esencia, se opone al individualismo posesivo. Que el anarquismo y el Estado del bienestar no se excluyen entre sí, porque el desarrollo industrial del Estado puede ser el paso previo para una futura reconstrucción social radical. Leyendo a Chomsky aprendí también que los intelectuales no son ángeles, sino individuos que a menudo trabajan justificando los crímenes de los poderosos, y que suele ser la clase más culta la que consume sus ficciones. Que lo que llamamos democracia en realidad debería llamarse plutocracia, porque el 70 por 100 más pobre de la población no tiene influencia política. Y que, a pesar de todo, los ciudadanos podemos juntarnos y organizarnos en busca de alternativas, porque «nadie sabe lo bastante para predecir lo que la voluntad humana puede lograr».

2/12/18

El niño gordo del patio

Por Noam Chomsky
D.B. [David Barsamian]: Tuvo usted experiencias muy aleccionadoras con su hermano David de las que todavía habla hoy en día. En concreto una, cuando usted se cortó la mano y le echó las culpas a él.

Eso no fue más que una pelea entre críos.

D.B.: ¿Y la historia del niño gordo del patio?

Sí; me influyó hasta cierto punto. Recuerdo cuando tenía seis años; estaba en primero. Había, como siempre, un niño gordo del que se reía todo el mundo. Recuerdo que en ese patio, él estaba a la entrada de clase y un grupo de niños se estaban burlando de él. Uno de ellos llamó a su hermano mayor de tercero, un niño corpulento, y todos pensamos que le iba a dar una paliza. Me acuerdo que me puse a su lado pensando que alguien debería echarle una mano; y me pasé allí un rato hasta que me entró miedo y salí corriendo. Es una sensación que me ha marcado: hay que estar del lado del débil. El sentimiento de vergüenza no se me pasó. Debería haberme quedado con él. Creo que todo el mundo debe tener experiencias de este tipo, que te marcan y condicionan el color de las opciones que tomarás en el futuro.
Fuente: Chomsky, N. (1993), Crónicas de la discrepancia, Visor, Madrid.