4/6/20

Bienestar y felicidad

Por Jesús Mosterín
Cada especie animal tiene su tipo de bienestar, lo que Aristóteles llamaba su bien. Este bienestar depende de condiciones objetivas (sus intereses) que determinan su supervivencia, su salud, su ausencia de dolor y el despliegue de sus capacidades y actividades características. El bienestar del humán estriba también en la satisfacción de una serie de intereses característicos: supervivencia, seguridad, salud, libertad, dinero, tranquilidad, compañía, conversación, amistad, amor, sexo, información, contemplación intelectual, contacto con la naturaleza, actividad artística, ausencia de dolor, de miedo, de ansiedad y de depresión. En definitiva, el bienestar es aquello que todos –en la medida en que no estemos alienados– deseamos, la base común de la buena vida que todos perseguimos, con independencia de los fines más originales o personales que cada uno de nosotros también tenga.
El placer es una sensación especialmente agradable y normalmente de corta duración que acompaña a determinadas vivencias y experiencias. Cuando el placer es intenso, llena completamente nuestra conciencia, y, mientras dura, nos produce una gran satisfacción. Las vivencias que producen placer varían según los individuos. Lo que al uno le produce placer al otro le repugna. Y no todos experimentan los placeres con la misma intensidad.
¿Qué relación hay entre bienestar y placer? El bienestar es más universal y objetivo, el placer es más idiosincrásico y subjetivo. En definitiva, el bienestar es una situación en la que se dan una compleja serie de condiciones objetivas físicas y sociales; el placer consiste en la excitación electroquímica de determinadas zonas del cerebro. El bienestar es un estado permanente o al menos de larga duración; el placer es una experiencia momentánea. El bienestar incluye esencialmente la posibilidad real de buscar y encontrar placer, pero no el placer mismo. Podemos vivir bien, podemos vivir en bienestar, sin experimentar placeres. A la inversa, podemos experimentar placeres muy intensos, aun viviendo en la miseria, aun viviendo mal. El placer es la sal de la vida. El bienestar es el plato de resistencia. El bienestar sin placer es bienestar soso e insípido, pero bienestar al fin y al cabo. Y el placer sin bienestar no alimenta, pero encandila.
El campo del placer es un asunto privado de los individuos. El bienestar, por el contrario, es el tema y el fin central de toda política racional. Los factores del bienestar son objetivos, en gran parte sociales e iguales o similares para todos. La finalidad de la acción política (colectiva) no es el engorde y la gloria de algún animal metafísico, como la patria, ni la realización sobre la Tierra de los ideales o profecías de alguna doctrina, ni el cumplimiento de abstractos principios morales o jurídicos. La finalidad de la acción política racional es conseguir el máximo bienestar para todos los afectados. Este es el rasero por el que el agente racional sopesa y juzga todos los programas, instituciones y sistemas políticos y económicos.
Podemos disfrutar de bienestar y placeres. Esto garantiza que no somos desgraciados; pero no garantiza en modo alguno que seamos felices. Podemos nadar en la abundancia, estar sanos, gozar de placeres hasta la saciedad y, sin embargo, sentir un vacío y una sequedad interiores, una sensación de hastío y de desgana, constatar que nuestra vida carece de sentido, que no hemos sabido encauzarla.
Nuestros fines se dividen en dos clases: los interesados y los desinteresados. El bienestar consiste en la satisfacción de nuestros fines interesados. Pero el bienestar puede ir acompañado de la ausencia de fines desinteresados o de su frustración. En ese caso vivimos bien, pero no somos felices. Un padre o una madre no son felices si sus infantes son desgraciados, aunque ellos vivan bien, pues han incluido el bienestar de sus infantes entre sus propios fines (desinteresados). Un amante de la naturaleza no es feliz si los bosques que lo rodean son talados o degradados, si los animales silvestres que él ama son cazados o exterminados, aunque mantenga un adecuado nivel de bienestar, pues ha incluido la salvación de esas parcelas de naturaleza entre sus propios fines (desinteresados). El grado en que un investigador o un artista consigan la felicidad depende a veces de que logren o no descubrir o crear lo que pretenden, aun en el caso de que ello no afecte para nada a su bienestar.
Si bien puede haber bienestar sin felicidad, no puede haber felicidad sin bienestar. Como ya señalaba Aristóteles, los que dicen que el humán bueno puede ser feliz incluso padeciendo tortura o infortunio no saben lo que dicen. El concepto (de origen religioso) de una felicidad ajena al bienestar juega un papel ideológico, en la acepción peyorativa marxiana de esa palabra, como consuelo ilusorio por la desgraciada situación real y como alienación que impide tomar conciencia de esa situación y superarla.
Si estamos enfermos, no somos felices. Si tenemos frío o hambre crónicas, no somos felices. Atemorizados o perseguidos, no somos felices. Si vivimos en continuo agobio, zozobra o depresión, no somos felices. Si permanecemos alejados de la naturaleza, del arte y del placer, no somos felices. Si vivimos mal, no somos felices. Podemos alegrarnos de que les vaya bien a los humanes que amamos, de que se acabe con el exterminio de los cachalotes, de probar un nuevo teorema. Si a pesar de ello nos va mal y nos vemos presos, pobres y enfermos, no somos felices. En resumen, sin bienestar no somos felices.
De todos modos, el bienestar no basta para que seamos felices, aunque lo sazonemos de placeres. ¿Qué más hace falta? Hace falta dar un sentido a nuestra vida, marcarle fines (en parte desinteresados) y tener éxito en su consecución. Somos felices si vivimos bien y además nuestra vida está orientada hacia fines y vemos que poco a poco los vamos consiguiendo. La felicidad es igual a bienestar + consecución de nuestros fines últimos. Como ya sabía Aristóteles, la felicidad consiste en vivir bien y actuar con sentido y éxito. Como ya hemos señalado, actualmente se tiende a distinguir dos componentes principales en la felicidad: un componente hedonista, de placer y bienestar, y un componente de satisfacción íntima por la consecución de nuestras metas más importantes. El estudiante que no logra acabar los estudios que se había propuesto cursar no es feliz, aunque viva confortablemente. Y los placeres no apagan la frustración que nos produce el fracasar en nuestro empeño más importante.
Vivir en bienestar, gozar de los placeres terrenales, dar un sentido a nuestra vida marcándole metas capaces de hacernos vibrar y de tensar nuestras energías, esforzarnos en su consecución y observar que vamos teniendo éxito en la empresa: he ahí la felicidad. En la medida en que lo hayamos logrado, habremos sido felices. La felicidad es lo mejor a que el humán puede aspirar, y todos oscuramente aspiramos a ella. Si somos racionales, tratamos de conseguirla de un modo consciente y eficaz. La racionalidad es el método para maximizar nuestra consecución de la felicidad.
La felicidad que alcancemos no depende solo de lo racionales que seamos, de nuestro mérito, nuestra inteligencia o nuestra acción. En gran parte depende también de la suerte que tengamos, del destino. Según que seamos más o menos guapos o feos, fuertes o débiles, equilibrados o depresivos, de familia o país rico o pobre, la consecución de la felicidad será más o menos fácil para nosotros. Además, el día menos pensado un accidente imprevisible siega la vida de nuestros allegados y nos sume en la soledad, o nos deja ciegos o tullidos, menguando cruelmente nuestras posibilidades de felicidad.
Es absurdo negar el destino o rasgarse las vestiduras ante sus golpes ciegos. Al destino y a la muerte solo cabe mirarlos cara a cara y aceptarlos, como aceptamos la presencia de las montañas y el carecer de plumas. Pero el destino no solo golpea. También ofrece a veces oportunidades inesperadas de bienestar, place o deleitosa contemplación. Si las dejamos pasar, nuestra felicidad saldrá disminuida. Por eso el agente racional está siempre alerta y despierto, dispuesto a echar mano con energía y decisión de las oportunidades que el destino le depare. Entre la muerte y el destino nos queda siempre un cierto margen de maniobra y libertad. Sobre ese estrecho margen construimos el frágil edificio de nuestra felicidad posible.
Entre la algarabía de los brujos, los agitadores y los mercaderes, que pretenden hacernos olvidar nuestros propios intereses y embarcarnos en batallas que no son las nuestras, y el majestuoso caos de un universo indiferente, que constantemente nos recuerda la futilidad de nuestras metas, avanzamos. Avanzamos sin mirar atrás, siguiendo el rumo que nosotros mismo nos hemos marcado, y a la espera de caer en la inevitable emboscada que la muerte nos ha tendido, escrutamos el camino y gozamos con fruición desengañada de los frutos que crecen a su vera. Y así hacemos del camino hacia la muerte una fiesta y una exploración.
Fuente: Mosterín, J. (1978), Lo mejor posible, Alianza Editorial, Madrid.

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