Por Arturo Pérez-Reverte
Si cuando me toque decir “Hasta luego
Lucas” no consigo organizarlo a mi aire, si el mar no colabora espontáneamente
en el asunto, o el Alzheimer no permite que me acuerde de dónde está el gatillo
de la pistola, y por mi mala estrella termino en un hospital… háganme un favor.
No es lo mismo acortar la vida que acortar la agonía, así que no me fastidien.
Tampoco vengan a darme la murga con gorigoris, velitas encendidas y pazguatos
arrodillados en la acera con los brazos en cruz bajo pancartas proclamando que
mi vida es sagrada. Mi vida –lo dice el propietario titular– no es más sagrada
que la de mi perro labrador o la de los millones de seres humanos que, como el
resto de los animales y las plantas, han pasado por este mundo cochambroso a lo
largo de los siglos y la historia, y seguirán pasando. A ver quién puñetas se
han creído que somos. Por eso, el médico que, con mi consentimiento o el de los
míos, decida aliviarme el trayecto ahorrándome sufrimiento inútil, nunca será
un asesino, sino un amigo. Mi último amigo. Que otros hagan lo que quieran con
sus vidas, pero a mi permítanme no perder la compostura. Déjenme morir
tranquilo
Fuente: La cita procede de Sánchez Ron, J.
M. (2006), Diccionario de la ciencia,
Crítica, Barcelona.
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