Por Antoine de Saint-Exupéry
El cuarto planeta era el del hombre de
negocios. El hombre estaba tan ocupado que ni siquiera levantó la cabeza cuando
llegó el principito.
-Buenos días –le dijo
éste–. Su cigarrillo está apagado.
-Tres y dos son cinco.
Cinco y siete, doce. Doce y tres, quince. Buenos días. Quince y siete,
veintidós. Veintidós y seis, veintiocho. No tengo tiempo para volver a
encenderlo. Veintiséis y cinco, treinta y uno. ¡Uf! Da un total, pues, de
quinientos un millones seiscientos veintidós mil setecientos treinta y uno.
-¿Quinientos millones de
qué?
-¡Eh! ¿Estás siempre ahí?
Quinientos un millones de… Ya no sé… ¡Tengo tanto trabajo! Yo soy serio, no me
divierto con tonterías. Dos y cinco, siete…
-¿Quinientos millones de
qué? –repitió el principito, que nunca en su vida había renunciado a una
pregunta, una vez que la había formulado.
El hombre de negocios
levantó la cabeza:
-En los cincuenta y
cuatro años que habito este planeta, sólo ha sido molestado tres veces. La
primera fue hace veintidós años por un abejorro que cayó Dios sabe de dónde.
Produjo un ruido espantoso y cometí cuatro errores en una suma. La segunda fue
hace once años por un ataque de reumatismo. Me hace falta ejercicio. No tengo
tiempo para moverme. Yo soy serio. La tercera vez… ¡Hela aquí! Decía, pues,
quinientos un millones…
-¿Millones de qué?
El hombre de negocios
comprendió que no había esperanza de paz.
-Millones de esas cositas
que se ven a veces en el cielo.
-¿Moscas?
-Pero no, cositas que
brillan.
-¿Abejas?
-¡Pero no! Cositas
doradas que hacen desvariar a los holgazanes. ¡Pero yo soy serio! No tengo
tiempo para desvariar.
-¡Ah! ¿Estrellas?
-Eso es. Estrellas.
-¿Y qué haces tú con
quinientos millones de estrellas?
-Quinientos un millones
seiscientos veintidós mil setecientos treinta y uno. Yo soy serio, soy preciso.
-¿Y qué haces con esas
estrellas?
-¿Qué hago?
-Sí.
-Nada. Las poseo.
-¿Posees las estrellas?
-Sí.
-Pero he visto un rey
que…
-Los reyes no poseen,
“reinan”. Es muy diferente.
-¿Y para qué te sirve
poseer las estrellas?
-Me sirve para ser rico.
-¿Y para qué te sirve ser
rico?
-Para comprar otras
estrellas, si alguien las encuentra.
Éste, se dijo a sí mismo
el principito, razona un poco como el ebrio. Sin embargo, siguió preguntando:
-¿Cómo se puede poseer
estrellas?
-¿De quién son? –replicó,
hosco, el hombre de negocios.
-No sé. De nadie.
-Entonces, son mías, pues
soy el primero en haberlo pensado.
-¿Es suficiente?
-Seguramente.
Cuando encuentras un diamante que no es de nadie, es tuyo. Cuando encuentras
una isla que no es de nadie, es tuya. Cuando eres el primero en tener una idea,
la haces patentar: es tuya. Yo poseo las estrellas porque jamás, nadie antes
que yo, soñó con poseerlas.
-Es verdad –dijo el
principito–. ¿Y qué haces tú con las estrellas?
-Las administro. Las
cuento y las recuento –dijo el hombre de negocios–. Es difícil. ¡Pero soy un
hombre serio!
El principito todavía no
estaba satisfecho.
-Yo, si poseso un
pañuelo, puedo ponerlo alrededor de mi cuello y llevármelo. Yo, si poseo una
flor, puedo cortarla y llevármela. ¡Pero tú no puedes cortar las estrellas!
-No, pero puedo
depositarlas en el banco.
-¿Qué quiere decir eso?
-Quiere decir que escribo
en un papelito la cantidad de mis estrellas. Y después, cierro el papelito bajo
llave en un cajón.
-¿Es todo?
-Es suficiente.
Es divertido, pensó el
principito. Es bastante poético. Pero no es muy serio.
El principito tenía sobre
las cosas serias ideas muy diferentes de las ideas de las personas mayores.
-Yo –dijo aún– poseo una
flor que riego todos los días. Poseo tres volcanes que deshollino todas las
semanas. Pues deshollino también el que está extinguido. No se sabe nunca. Es
útil para mis volcanes y es útil para mi flor que yo los posea. Pero tú no eres
útil a las estrellas…
El hombre de negocios
abrió la boca pero no encontró respuesta y el principito se fue.
Decididamente las
personas mayores son bien extraordinarias, se dijo a sí mismo durante el viaje.
Fuente: Saint-Exupéry, A. (1974), El principito, Ultramar Editores,
Madrid.
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