20/2/19

Un fantasma caído por accidente desde otro planeta

Por Bertrand Russell
Salí de la cárcel en septiembre de 1918, cuando ya era evidente que la guerra finalizaba. Durante las últimas semanas, al igual que la mayoría de la gente, deposité mis esperanzas en Woodrow Wilson. El final de la guerra fue tan rápido y dramático que nadie tuvo tiempo de adaptar sus sentimientos a la nueva situación. La mañana del 11 de noviembre me enteré, pocas horas antes de que fuese del dominio público, que el Armisticio era inminente. Salí a la calle y se lo dije a un soldado belga, que me contestó: «Tiens, c'est chic!» Fui al estanco y se lo dije a la mujer que me servía. «Me alegra oírlo –dijo–, así ahora podremos librarnos de los alemanes internados.» A las once, cuando se anunció el Armisticio, yo me encontraba en Tottenham Court Road. En dos minutos todo el mundo que estaba en las tiendas y oficinas salió a la calle. Requisaron los autobuses y los obligaron a ir donde querían. Vi cómo un hombre y una mujer que se cruzaban en medio de la calle, totalmente extraños, se besaban al pasar.
Ya entrada la noche me quedé solo en las calles observando el humor de la muchedumbre, tal como había hecho un agosto cuatro años atrás. La multitud seguía siendo frívola, no había aprendido nada de este período de horror excepto aferrar un poco de placer con mayor desenfreno que antes. Me sentí extrañamente solitario en medio del regocijo general, como un fantasma caído por accidente desde otro planeta. Es verdad que yo también me alegraba, pero no sentía nada en común entre mi alegría y la de la muchedumbre. Toda mi vida he deseado sentir esa unión con una gran masa de seres humanos que experimentan los integrantes de multitudes entusiastas. A menudo, este deseo ha sido tan fuerte que me ha llevado a la decepción personal. Me he imaginado sucesivamente como liberal, socialista y pacifista, pero, en el sentido más profundo, jamás he sido nada de esto: siempre el intelecto escéptico, cuando más deseaba su silencio, me ha susurrado la duda, me ha arrancado del fácil entusiasmo de los otros y me ha transportado a una soledad desoladora. Durante la guerra, mientras trabajaba con cuáqueros, no-resistentes, socialistas, mientras estaba dispuesto a aceptar la impopularidad y la incomodidad propias de compartir opiniones impopulares, les decía a los cuáqueros que en mi opinión muchas guerras a lo largo de la historia se justificaban, y a los socialistas que le tenía terror a la tiranía del Estado. Me miraban con recelo, y aunque continuaban aceptando mi ayuda sentían que yo no era uno de ellos. Detrás de todas las actividades o placeres que he sentido desde mi primera juventud, siempre ha estado al acecho el dolor de la soledad. He escapado de él casi por completo en los momentos del amor, pero incluso entonces, pensándolo bien, me doy cuenta de que esta huida ha sido en parte una ilusión. No he conocido mujer alguna para quien la llamada del intelecto haya sido tan absoluta como lo es para mí, y cuando intervenía el intelecto, descubría que faltaba la comprensión y el cariño que busco en el amor. Aquello que Spinoza llama «el amor intelectual a Dios» ha sido para mí el mejor motivo para vivir, aunque no he tenido siquiera el dios vagamente abstracto –que Spinoza se permitía– a quien dedicar mi amor intelectual. He amado a un fantasma, y al hacerlo mi ser más profundo se ha vuelto espectral. Por lo tanto lo he ido enterrando más y más hondo, bajo capas de jovialidad, afecto y alegría de vivir. Pero mis sentimientos más profundos han permanecido siempre solitarios y no han encontrado compañía en las cosas humanas. El mar, las estrellas, el viento nocturno en parajes desolados, significan más para mí que los seres humanos que más quiero, y soy consciente de que para mí, en el fondo, el afecto humano es un intento de escapar de la vana búsqueda de Dios.
Fuente: Russell, B. (1975), Autobiografía, Edhasa, Barcelona.

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