2/6/23

Despertar en Bagdad

Por Ramiro Díez

Era el mes de abril del año 2003 en un Bagdad preparado para recibir la primavera.

A lo lejos, Abdal Ben Rashid escuchó las sirenas de alarma que aullaban sobre Bagdad pero, curiosamente, no tuvo ningún temor.

Hubo otras personas que corrieron a los refugios improvisados, pero Abdal apenas abrió los ojos, un poco extrañado y algo molesto por aquel ulular persistente, se movió un poco en la cama, se tapó la cabeza con la almohada, recogió su cuerpo hasta hacerlo un ovillo, y quiso dormir unos minutos más.

Eran las seis en punto de la mañana.

Un minuto después un brutal estruendo sacudió la casa y todo se convirtió en un infierno de llamas y polvo, de paredes y techos destrozados, de hierros retorcidos y astillados, de cristales rotos que, disparados en todas direcciones, eran como mortífera metralla.

Enseguida hubo otras explosiones, cada una más brutal que la anterior.

Abdal no entendió nada.

Por un instante su cuerpo saltó por los aires, parcialmente protegido por el colchón de la cama y sintió una quemadura y un desgarrón profundo en su pierna derecha. Pero fue solo por un instante. Todo duró apenas medio segundo, porque su pierna derecha, como consecuencia de la explosión, ahora estaba a tres metros de su propio cuerpo.

Aturdido, Abdal no alcanzó a gritar. En ese momento una viga del techo cayó casi al mismo tiempo que su cuerpo, con tanta fortuna que le aplastó lo que le quedaba de pierna y se formó un torniquete accidental que le salvó de morir desangrado.

Enseguida un violento golpe en la cabeza le hizo perder el sentido, y Abdal nunca fue testigo de su propia pesadilla.

Minutos más tarde su cuerpo fue rescatado, agónico, entre los escombros. Tenía laceraciones en todo el cuerpo. Había perdido la pierna derecha, a la altura de la pantorrilla, y algunos dedos de la mano izquierda. El ojo izquierdo estaba perforado por una esquirla metálica. Abdal Ben Rashid, a pesar de todos los esfuerzos que se hicieron por salvar su vida, murió dos horas más tarde.

Y no pudo ver la primavera que llegaba.

Abdal tenía, exactamente, ocho meses de edad.

Fuente: Díez, R. (2004), Páginas con Cierto Sentido, Impresores MYL, Quito. 

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