13/5/21

Los sectarios


Todos los sectarios teníamos que estar solteros y ser más o menos castos, porque se suponía que los castos son disciplinados e inusualmente enérgicos. Pero los jefes no podían apelar a remedios que la historia prueba útiles, como encerrarnos y alejarnos de las tentaciones cual monjas y monjes, u ofrecernos la gracia divina a cambio de la abstinencia. Porque el trabajo estaba allí afuera, en las calles, con la gente, y porque no éramos religiosos. En lugar de castigar el deseo, intentaban maniatarlo con la fuerza de la propaganda y los sanos consejos. Si el deseo nos inundaba, nos recomendaban buscar alivio en la masturbación, que además previene el contacto íntimo con otro cuerpo. Trataban de inculcarnos un sentido de culpa libre de dogmas, pero sustentado en el mito de que el sexo es sucio. Que pensemos, nos pedían, en lo mal que huelen los pies, los sexos, las axilas, el aliento, el mal aliento que persiste a pesar de un minucioso cepillado. Que imaginemos los millones de bacterias que intercambian los amantes, algunas vinculadas a enfermedades graves o a enfermedades silenciosas que se manifiestan años después. Los jefes, por supuesto, eran conscientes de que a pesar de todo más de un sectario se las arreglaba para acostarse con mujeres, sectarios que conseguían novias pasajeras o sectarios que aprovechaban los viajes para frecuentar a mujeres de alquiler. Los jefes no podían prescindir de estos sectarios libidinosos porque a menudo eran los que hacían el trabajo más valioso. Pero la mayoría no parecían echar en falta el contacto sexual, sectarios que hablaban con pasmosa naturalidad de su firme castidad. Yo también cumplía los requisitos, pero el deseo me inundaba casi a diario y a menudo una ansiedad devoradora me estropeaba las noches. No acudía al sexo pagado porque de joven había tenido un par de malas experiencia con mujeres que parecían marionetas gruñonas. Tampoco me animaba a cortejar a ninguna mujer porque siempre me había considerado feo y torpe. Solo fui capaz de asumir una actitud más sana y natural cuando conocí a Ana y dejé de ser casto y soltero. Pero los desencuentros con los jefes comenzaron antes de vulnerar las reglas de la secta, al darme cuenta que los sabios que allí habíamos estudiado seguramente habrían criticado el énfasis de la secta en la castidad. En un libro de uno de los autores más leídos encontré una sentencia que rezaba así: «La naturaleza también es un poco sucia, como la vida y como el amor, y así hemos de aceptarla». En esas contradicciones se gestaron los cismas que en los próximos años habrían de dividir a los sectarios y dispersar las nuevas sectas por medio mundo.

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