Por Eduardo Galeano
Imagen tomada de https://bit.ly/3dfsvEj
En la primavera de 1979, el arzobispo de
El Salvador, Óscar Arnulfo Romero, viajó al Vaticano. Pidió, rogó, mendigó una
audiencia con el papa Juan Pablo II:
–Espere su turno.
–No se sabe.
–Vuelva mañana.
Por fin, poniéndose en la
fila de los fieles que esperaban la bendición, uno más entre todos, Romero
sorprendió a Su Santidad y pudo robarle unos minutos.
Intentó entregarle un
voluminoso informe, fotos, testimonios, pero el Papa se lo devolvió:
–¡Yo no tengo tiempo
para leer tanta cosa!
Y Romero balbuceó que
miles de salvadoreños habían sido torturados y asesinados por el poder militar,
entre ellos muchos católicos y cinco sacerdotes, y que ayer nomás, en vísperas
de esta audiencia, el ejército había acribillado a veinticinco ante las puertas
de la catedral.
El jefe de la Iglesia lo
paró en seco:
–¡No exagere, señor
arzobispo!
Poco más duró el
encuentro.
El heredero de san Pedro
exigió, mandó, ordenó:
–¡Ustedes deben
entenderse con el gobierno! ¡Un buen cristiano no crea problemas a la
autoridad! ¡La Iglesia quiere paz y armonía!
Diez meses después, el
arzobispo Romero cayó fulminado en una parroquia de San Salvador. La bala lo
volteó en plena misa, cuando estaba alzando la hostia.
Desde Roma, el Sumo
Pontífice condenó el crimen.
Se olvidó de condenar a
los criminales.
Años después, en el
parque Cuscatlán, un muro infinitamente largo recuerda a las víctimas civiles
de la guerra. Son miles y miles de nombres grabados, en blanco, sobre mármol
negro. El nombre del arzobispo Romero es el único que está gastadito.
Gastadito por los dedos
de la gente.
Fuente: Galeano, E. (2008), Espejos,
Siglo XXI, Buenos Aires.
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