19/8/21

El derecho a abortar es más importante que el derecho a votar

Por Jesús Mosterín

Los dramones y folletines del pasado están llenos de historias lacrimosas de mujeres cuyas vidas quedaban destrozadas por un embarazo inoportuno. Por desgracia, los casos de la vida real no eran menos trágicos que los ficticios. Situaciones de este tipo se han acabado en casi todos los países civilizados.

Toda precaución puede fallar. El cómputo de Ogino puede fallar, los anticonceptivos pueden fallar, uno puede equivocarse de fecha o tener un lapsus de memoria. A veces el embarazo imprevisto será una sorpresa agradable e incluso maravillosa, o al menos soportable. Pero habrá circunstancias en que representará partir por la mitad la vida de una mujer, o arruinar su carrera profesional, o lo que sea. Solo a la mujer interesada le es dado juzgar esas circunstancias, y no a la caterva arrogante de políticos, prelados, jueces, médicos y burócratas empeñados en decidir por ella. El aborto es un trauma. Ninguna mujer lo practicaría por gusto o a la ligera. Pero la procreación y la maternidad son algo demasiado importante como para dejarlo al albur de un error o un descuido o una violación. El aborto, como el divorcio o los bomberos, se inventó para cuando las cosas fallan.

La única razón para prohibir el aborto es el tabú impuesto por el fundamentalismo religioso. Ninguna otra razón moral, filosófica ni política avala tal precepto. Donde la Iglesia católica (o el fundamentalismo islámico, o el evangélico) no es prepotente y dominante, el aborto está permitido.

El sofisma básico consiste en decir que abortar es matar a un humán, cometer un homicidio, y, puesto que todas las personas civilizadas estamos contra el asesinato, tenemos que estar también contra el derecho al aborto, que sería un derecho al homicidio. El aborto está permitido y liberalizado en Estados Unidos y en Rusia, en Francia y en Holanda, en Gran Bretaña y en Italia, en China y en la India, en Austria y en Japón, en Suecia y Singapur, y en tantos otros países, en todos los cuales el homicidio está terminantemente prohibido y gravemente penado. ¿Será verdad que todos ellos caen en la flagrante contradicción de prohibir y permitir al mismo tiempo el homicidio, como pretenden los agitadores religiosos, o será más bien que el aborto no tiene nada que ver con el homicidio, como es obvio?

Una bellota no es un roble. Los cerdos de Jabugo se alimentan de bellotas, no de robles. Y un cajón de bellotas no constituye un robledo. Un roble es un árbol, mientras que una bellota no es un árbol, sino solo una semilla. Por eso la prohibición de talar los robles de un determinado bosque no implica la prohibición de recoger sus bellotas. Sin embargo, es obvio que hay una íntima relación entre el roble y la bellota. El roble actual se originó a partir de una cierta bellota, del mismo modo que esa bellota se formó a partir de un cierto zigoto (óvulo fecundado por un grano de polen en el interior de una flor de otro roble). Entre el zigoto, la bellota y el roble hay una continuidad genealógica celular: la bellota y el roble se han formado mediante sucesivas divisiones celulares (por mitosis) a partir del mismo zigoto. Ese linaje celular es un organismo. Ese zigoto, esa bellota y ese roble constituyen distintas etapas de un mismo organismo. Una bellota no es un roble, pero es una etapa inicial de un organismo que (en circunstancias favorables) podría alcanzar otra etapa distinta en la que sí sería un roble. Es lo que Aristóteles expresaba diciendo que la bellota no es un roble de verdad, un roble en acto, pero que encierra en sí la potencialidad de llegar a convertirse en un roble y es, por lo tanto, un roble en potencia.

Una oruga no es una mariposa. Una oruga se arrastra por el suelo, come hojas, carece de alas, no se parece nada a una mariposa ni tiene las propiedades típicas de estas. Incluso hay a quien le encantan las mariposas, pero le dan asco las orugas. Sin embargo, una oruga es una mariposa en potencia. Huevo, oruga, pupa y mariposa son estadios distintos del mismo organismo, etapas sucesivas y diferentes de un mismo linaje celular.

Cuando el espermatozoide de un hombre penetra en el óvulo maduro de una mujer y los núcleos haploides de ambos gametos se funden para formar un nuevo núcleo diploide, se forma un zigoto que (en circunstancias favorables) puede convertirse en el inicio de un linaje celular humano, de un organismo que en sus diversas etapas puede ser mórula, blástula, embrión, feto y, finalmente, un humán en acto, hombre o mujer. Aunque estadios de un mismo organismo, un zigoto no es una blástula, y un embrión no es un humán. Un embrión es un conglomerado celular del tamaño y peso de un renacuajo o una bellota, que vive en un medio líquido y es incapaz por sí mismo de ingerir alimentos, respirar o excretar (no digamos ya de sentir o pensar), por lo que solo pervive como parásito interno de su madre, a través de cuyo sistema sanguíneo come, respira y excreta. Desde luego este parásito encierra la portentosa potencialidad de desarrollarse durante meses hasta convertirse en un hombre o mujer. Es un milagro maravilloso y la mujer en cuyo seno se produzca este milagro puede sentirse realizada, orgullosa y satisfecha. Pero, en definitiva, es a ella a quien corresponde decidir si es el momento oportuno para realizar milagros en su vientre.

El niño es un anciano en potencia, pero un niño no es un anciano ni tiene derecho a la jubilación. Un hombre vivo es un cadáver en potencia, mas un hombre vivo no es un cadáver. Enterrar a un hombre vivo es algo muy distinto y de muy diversa gravedad que enterrar a un cadáver. Una oruga es una mariposa en potencia, pero no es una mariposa actual. Una bellota es un roble en potencia, pero no es un roble de verdad. A los vegetarianos, a los que les está prohibido comer carne, les está permitido comer huevos, porque los huevos no son gallinas, aunque tengan la potencialidad de llegar a serlo. Un embrión no es un hombre, y por lo tanto eliminar un embrión no es matar a un hombre. El aborto no es un asesinato. Y el uso de células madre en la investigación, tampoco.

Otro sofisma que emplean los agitadores religiosos consiste en decir que, si los padres de Beethoven hubieran abortado, no habría habido Quinta Sinfonía, por lo que, si somos aficionados a la música, tenemos que estar contra el derecho al aborto. E incluso si no lo somos, pues si nuestros padres hubieran abortado el embrión de que nosotros surgimos, ahora no existiríamos. Pero si los padres de Beethoven y los nuestros hubieran sido castos, tampoco habría Quinta Sinfonía y tampoco existiríamos nosotros. Si esto es un argumento para prohibir el aborto, también lo es para prohibir la castidad. Pero tanta prohibición supongo que resultaría excesiva incluso para la Iglesia católica. Una de sus múltiples contradicciones estriba en que impone un natalismo salvaje a los demás, mientras a sus propios sacerdotes y monjas les prohíbe cualquier atisbo de natalidad, exigiéndoles un celibato y una castidad implacables.

En el juego de la vida la jugada culminante es la reproducción. Solo quien se reproduce logra transmitir sus genes. Muchas parejas anhelan tener infantes, muchas mujeres desean quedar embarazadas y esperan con inquietud e inmensa ilusión el nacimiento de la criatura. Es difícil exagerar la importancia del momento y del evento, la alegría profunda que puede producir y su contribución absolutamente crucial a la preservación de la naturaleza humana, del género humano y de la sociedad humana. El infante querido y deseado será normalmente bien alimentado y educado, colmado de cariño y estimulación; su cerebro se formará sin más limitaciones que las impuestas por la lotería genética que le haya tocado. Por desgracia, gran parte del mundo está lleno de madres forzadas con sus vidas rotas y de niños no deseados, abandonados a la mendicidad y la delincuencia, famélicos, con los cerebros malformados por la carencia alimentaria y la falta de cariño y estímulo, carne de cañón de guerrillas crueles y sometidos a todo tipo de explotaciones prematuras. El derecho a abortar es para muchas mujeres aún más importante que el derecho a votar en las elecciones generales, y ha de serles reconocido por todos los que están a favor de la libertad y del respeto a la persona (aunque sea mujer), incluso por aquellos que personalmente jamás abortarían.

Fuente: Mosterín, J. (2006), La naturaleza humana, Espasa Calpe, Madrid.

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