Por Jesús Mosterín
¿Qué hemos de hacer los humanes actuales,
si queremos comportarnos racionalmente de un modo colectivo? Hemos de cambiar
nuestros modales y valores, no debemos obsesionarnos con los bienes de
propiedad y de consumo, hemos de aprender a sacar más jugo a las fuentes casi
inagotables de goce y de placer que apenas gastan energía y no consumen
materias primas, como las relaciones personales, la amistad, el sexo, la
lectura, Internet, el contacto y comunión con la naturaleza y la contemplación
intelectual. Hemos de promover el progreso de la ciencia como núcleo de la
cultura completamente racionalizada, orientando los desarrollos tecnológicos en
la dirección más relevante para la consecución de nuestros fines. Hemos de
llegar a una sociedad humana global, sin estados soberanos ni ejércitos que los
guarden, pero con una policía y un sistema judicial mundiales. Hemos de llegar
a una economía abierta y estable del reciclaje circular de los materiales y de
la solución a largo plazo del problema energético. Hemos de estabilizar la
población a un nivel óptimo. Hemos de desarrollar una nueva actitud ante la
vida, a la vez racional y sensual, escéptica y comprometida, serena y
completamente racional.
El universo es como es,
sometido a leyes inexorables que solo nos es dado conocer y acatar. El ámbito
del destino (lo que se escapa a nuestras posibilidades de decisión y control)
es mucho mayor que el de la libertad. Pero esta, por limitada que sea, existe y
tiene gran relevancia para la felicidad humana.
Alguien nos puede objetar
que tratamos de trascender lo efímero de nuestra vida individual en una cultura
igualmente efímera; que buscamos una cultura estable y duradera, pero que en
cualquier caso no durará más que la perecedera humanidad. No solo pasan los
individuos, sino también las especies. Algún día lejano nuestro sol, convertido
en gigante rojo, calcinará sus propios planetas, incluido el nuestro. Y en
definitiva, ¿qué? En definitiva, nada. Todo, provisionalmente. Y después de
todo, ¿qué? Después de todo, nada.
Antes de morir, digamos:
Hemos lanzado una mirada lúcida sobre el universo ingente. Nos hemos encarado
con nuestros problemas y no hemos buscando consuelos ilusorios. Hemos gozado de
la vida en la medida en que de nosotros dependía y solo el destino implacable
ha marcado los límites de nuestra felicidad. Hemos aceptado el destino y la
muerte, pero no nos hemos doblegado ante los ídolos. Hemos templado la cultura
de nuestros padres en el fuego de la razón, y hemos fraguado un instrumento
dúctil para la consecución de nuestros fines, fines que son más anchos que
nuestra vida y se desparraman en el tiempo. Este es el sentido que hemos dado a
nuestras vidas sin sentido.
Fuente: Mosterín, J. (1978), Lo mejor posible, Alianza Editorial,
Madrid.
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