Por Jesús
Mosterín
El último de los grandes pensadores jonios
del siglo -VI fue Heráclito de Éfesos (en griego, Heráklitos Efésios). Nació en la ciudad de Éfesos, importante
puerto de la costa oriental del Egeo, en el seno de una familia aristocrática
que decía descender del fundador de la ciudad, por lo que conservaba el
privilegio hereditario de nombrar entre sus miembros al rey de la ciudad, cargo
por lo demás meramente honorífico. Heráclito renunció a ese privilegio,
cediéndoselo a su hermano.
No sabemos casi nada de
la vida de Heráclito, pero debió sufrir graves desengaños y reveses, pues en
los fragmentos que se conservan de su escrito se nos aparece como un hombre
amargado y lleno de desprecio tanto por la masa de sus contemporáneos como por
los sabios que lo precedieron. La mayoría de los humanes son malos e imbéciles.
En particular, sus paisanos de Éfesos debieron ahorcarse todos, al menos los
adultos, dejando la ciudad a los niños. Expulsaron a Hermódoros, porque era el
mejor de entre ellos, pues querían ser todos iguales. Pero un hombre excelente
vale por diez mil vulgares. ¡Qué triste espectáculo el de los hombres,
atontados y sonámbulos, ciegos para lo que tienen delante, incapaces de hablar,
de escuchar y de entender lo que oyen! Y no pensemos que los helenos famosos
por su sabiduría eran mejores. Homero era un falsario y mentiroso que merecía
ser azotado. Hesíodo ni siquiera sabía lo que eran el día y la noche. Los más
recientes, como Pitágoras, Xenofanes y Hecateo, tampoco habían logrado entender
nada, pues el aprender muchas cosas sueltas no proporciona entendimiento
alguno. En realidad, la presunta sabiduría de Pitágoras se reduce a vana
erudición e impostura.
Fuente: Mosterín, J. (2006), La Hélade, Alianza Editorial, Madrid.
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