La secta nos proporcionaba el dinero
necesario para las misiones, pero de los gastos cotidianos nos encargábamos
nosotros mismos. Buscábamos trabajos más bien simples, que nos exigieran poco y
nos ocuparan solo unas horas. No necesitábamos mucho dinero para mantener el
estilo frugal que distinguía a todos los miembros de la secta. A veces hasta teníamos
la suerte de encontrar en el ambiente laboral un buen candidato para integrarla.
Eso fue lo que me pasó con Johnny. Mi trabajo era buscar inquilinos para una
casa rentera del centro de Quito. Johnny me había enviado un mensaje al
teléfono preguntándome si aún estaba disponible la habitación. Le contesté que sí.
Me contó que era de Cuenca y abogado, y que le había salido un trabajo de
alrededor de un año en Quito. No tenía ningún problema con el precio. Me
pareció un tipo serio. El siguiente lunes Johnny llegó al encuentro que
acordamos en la casa, vestido de traje y con la camisa bien planchada, un tanto
asustado por el espectáculo de unos malandros que se peleaban en la esquina. Le
tranquilicé diciéndole que en los años que llevaba trabajando allí a ningún
inquilino le había pasado nada. No le dije que hace unos meses habían asesinado
a una señora en la misma esquina. Confió en mí y me dio el dinero. Le di las
llaves y me despedí deseándole lo mejor. El domingo le pregunté por mensaje si
se sentía cómodo en la casa. Solo entonces me fijé en la frase que encabezaba
su perfil en el chat, «la igualdad no es un sueño, es un derecho», y empecé a
creer que podía llegar a ser parte de la secta.
La casa estaba a unos setecientos
metros de la plaza central de Quito. Aunque había sido remodelada
recientemente, conservaba los rasgos de las casas coloniales: gruesas paredes
de adobe, un patio central con columnas de madera, techo de tejas. Cuando me
hice cargo de la casa, Luis vivía al fondo, atravesando el patio. Sobre él, en
el segundo piso, vivía Aracely con sus dos hijos pequeños. Y sobre ella, Renato
y su esposa. Frente a Luis, del otro lado del patio, vivía Félix, el hermano de
Renato. Sobre él había dos departamentos desocupados más pequeños que arrendé a
Alex y Adriana y a Roberto. Al lado derecho del patio, pasando el departamento
de Félix pero antes del de Luis, estaba la habitación que Johnny ocupó.
Los requisitos para
pertenecer a la secta eran diversos y se equilibraban entre sí. Buscábamos a
gente con una notable consciencia social, pero también a gente que estuviera
dispuesta a sacrificar a unos individuos por otros, a matar a un canalla si hacía
falta. Uno de los rasgos más difíciles de encontrar era la capacidad de ser violentos
cuando las circunstancias lo requiriesen, sin sobrepasarse. Las misiones a
menudo eran violentas, pero intentábamos que todo acto violento quedara justificado.
La violencia gratuita podía costarle al infractor la expulsión de la secta. Yo
nunca he podido controlar del todo la ira y temía ese castigo. Nunca entendí el
respeto a reglas no escritas de los que se caen a golpazos sin herirse. En la
escuela jamás me peleé, pero me excitaban las broncas de los compañeros y
quería ver sangre. ¿Por qué no se fajaban hasta matar o morir? ¿Por qué, por
ejemplo, no se reventaban el globo ocular de una pedrada o se rasgaban las
venas más visibles? Tal vez mi sed de sangre tenga una base fisiológica, un
problema de neurotransmisores mal distribuidos, muy poca serotonina en una región
o mucha en otra.
No encontré la manera de
saber si Johnny sería capaz de aplicar la violencia justa. Me contestaba los
mensajes con una cordialidad casi excesiva, que detenía la charla en vez de incentivarla.
Sondeé a los otros inquilinos y descubrí que Johnny no los conocía. Renato, Félix
y Luis ni lo habían visto. Johnny se iba tempranito y llegaba al caer de la
tarde. Ellos trabajaban por la noche. Renato era mesero en un hotel, Félix era
guardia de seguridad y Luis se prostituía. Aracely sí que lo había visto y me
dijo bromeando que le gustaba para papá de sus hijos, pero no lo había tratado.
Fue un mendigo de la calle el que al fin me dio una pista. Me agarró del brazo
al salir de la casa y al volverme me enfrentó con ojos inyectados de sangre. Mire
los papeles que acumula en la mesa del cuarto, me dijo. Muchas gracias, le
contesté, sin atreverme a preguntarle cómo sabía que buscaba a Johnny. Volví al
día siguiente con la llave de la habitación. El propietario me había dado las
llaves de casi todas las puertas de la casa. Entré con el nudo de ansiedad en
la garganta. Aparte de un insistente olor a húmedo, todo estaba en orden. En la
mesa encontré cartas de amor dirigidas a su esposa y a otras mujeres, escritas
con la misma cordialidad excesiva de sus mensajes en el chat. No quise saber
más. Al parecer Johnny aprovechaba su estadía en Quito para verse con múltiples
amigas mientras su esposa lo extrañaba en Cuenca. En la secta no nos molestaba la
promiscuidad, pero sí la doble vida. Buscábamos a gente honesta capaz de decir
la verdad también en el plano más íntimo. En la próxima reunión de la secta
informaría que Johnny resultó ser un mal candidato. De ahora en adelante solo
le contestaría con un gracias el mensaje que me enviaba el primer día de cada
mes, avisándome que acababa de depositar del arriendo, muchas gracias por todo,
que tenga un buen día.
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