Por Bertrand Russell
Si bien no imaginaba algo siquiera
parecido al desastre total que fue la guerra, sí había barruntado mucho más que
la mayoría de la gente. La perspectiva me horrorizaba, pero lo que me
horrorizaba aún más era comprobar cómo la expectativa de una matanza deleitaba
a algo así como el noventa por ciento de la población. Tuve que reconsiderar mi
opinión sobre la naturaleza humana. Aunque por aquella época desconocía
totalmente el psicoanálisis, llegué por mi cuenta a tener una idea de las
pasiones humanas que no diferían en mucho de la opinión de los psicoanalistas.
Llegué a estas conclusiones en mi afán de comprender el sentimiento popular
respecto de la guerra. Hasta ese momento siempre había creído que era algo
normal que los padres amaran a sus hijos, pero la guerra me persuadió de que
ese sentimiento es una rara excepción. Había creído que a la mayoría de la
gente le gustaba el dinero por encima de casi todo, pero descubrí que la
destrucción les gustaba todavía más. Había creído que con frecuencia los
intelectuales amaban la verdad, pero también aquí comprobé que ni el diez por
ciento de ellos prefieren la verdad a la popularidad. Gilbert Murray, que había
sido un buen amigo mío desde 1902, había estado a favor de los bóers cuando yo
no lo estaba, por lo que naturalmente me imaginé que estaría nuevamente del
lado de la paz. Sin embargo, incluso él se puso a escribir sobre la perversidad
de los alemanes y las virtudes sobrenaturales de sir Edward Grey. Me invadió
una ternura desesperada hacia los jóvenes que iban a ser sacrificados, y un
odio hacia todos los gobernantes de Europa. Durante algunas semanas sentí que
si me llegaba a encontrar con Asquith o con Grey no sería capaz de evitar
asesinarlos. Sin embargo, poco a poco estos sentimientos personales fueron
desapareciendo, barridos por la magnitud de la tragedia y por la constatación
de una fuerza popular que los gobernantes no hacen más que desatar.
Fuente: Russell, B. (2010), Autobiografía, Edhasa, Barcelona.
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