Por Jesús Mosterín
La democracia ateniense era un sistema
totalmente machista. Las mujeres no pintaban nada y –excepto las más pobres– se
pasaban la vida encerradas en un cuarto especial de la casa –el gineceo–
cardando la lana, tejiendo, cocinando y cuidando a los infantes. Ellas sí
trabajaban, pues vestían y alimentaban a toda la población, pero estaban
completamente aisladas de la vida social y política. Los hombres –al menos los
ciudadanos– se pasaban el día en la calle, en el ágora, en la asamblea. Las
mujeres se pasaban el día en casa sin ver a nadie. Incluso si el marido
invitaba a sus amigos a comer en casa, la mujer –que cocinaba para ellos– no se
dejaba ver, manteniéndose escondida en el gineceo. Si los hombres necesitaban
compañía femenina, alquilaban los servicios de hetairas profesionales, que
tocaban la flauta y bailaban para ellos, pero a nadie se le ocurría que la
mujer de la casa pudiese participar de la fiesta. Incluso a nivel afectivo y
sexual, se consideraba que el amor realmente romántico e interesante era el
amor homosexual que los hombres adultos sentían por los efebos, no el amor a
las mujeres. Y mientras los niños recibían una cuidada educación y desde los
siete años salían de casa para acudir a las clases de gramáticos, citaristas y
maestros gimnásticos y aprender la lectura, la escritura, la música, la
gimnasia, etc., las niñas ni salían ni aprendían nada, permaneciendo en el
gineceo del hogar paterno hasta el momento de su boda, en que se les cortaba el
pelo y pasaban al gineceo del marido. Las mujeres fueron, sin duda, la clase
más discriminada de Atenas. Los metecos e incluso muchos esclavos vivían mejor
que ellas, al menos con más libertad de movimientos y más variedad de
experiencias.
Fuente: Mosterín, J. (2006), La Hélade, Alianza
Editorial, Madrid.
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