Mi
tío, nacido en los albores del año 1900, fue un militante de izquierda durante
las primeras décadas de aquel siglo, y seguro que hubiese seguido creando
sindicatos y perdiendo trabajos, y recibiendo palizas de la policía, y pagando
prisión por días y meses, si no lo hubiera derrotado un matrimonio con diez
hijos pobres y toda una familia alrededor que lo miraba como a un proscrito.
El
tío Manuel, así se llamaba, al final se convirtió en un animal doméstico, lleno
de silencios y pequeñas e inofensivas manías, pero supo conservar, a pesar de
los años, cierta altivez de pensamiento y algunos recuerdos monumentales.
Algunos
de esos recuerdos estaban más o menos claros porque a lo mejor eran de reciente
invención aunque otros, sin duda, ya estaban mordisqueados por el tiempo. Pero
entre ellos había uno respaldado por el testimonio incuestionable de una foto
en blanco y negro. Ese era el mejor.
Era
una foto guardada en un escaparate, nunca enseñada a nadie, salvo a algunos
privilegiados, y la mantenía en secreto “para que no la dañe la luz”, decía,
aunque el motivo podía ser una mezcla inconfesable de rabia y de vergüenza.
Allí
tras el cristal, detenidos en el tiempo por ese golpe mágico del flash y por la
rapidez del obturador, había un grupo de hombres jóvenes que, por la moda,
parecían mayores. Abundaban los bigotes y barbas al estilo bolchevique, y
algunos sombreros y trajes oscuros adornaban a aquellos personajes con los
puños en alto.
Había
dos detalles especiales en aquella foto descolorida donde casi todos ya estaban
muertos: un niño de gesto díscolo, de alrededor de diez años, con lentes
oscuros que le daban a su rostro una apariencia inescrutable. Y, además, un
autógrafo casi ilegible en el cual se adivinaban dos palabras: “Camarada” y
“Pinochet”.
Parece,
o mejor, resulta increíble, pero el padre de Augusto Pinochet era un aguerrido
militante de izquierda que recorrió algunos países de Sudamérica, llevando su
mensaje mesiánico. También llevaba como acompañante a su pequeño hijo, al
tierno Augustito, en quien depositaba sus mayores esperanzas revolucionarias.
El
tío Manuel, ya muy viejo, recordaba a “Pinochet, el noble y abnegado camarada
chileno, un hombre que hizo un viaje desde el sur del continente, parando en
cada pueblo, durmiendo en cualquier parte, comiendo aquello que le daban,
dictando conferencias, llenándonos de esperanzas y de alegría por la lucha de
un mundo más digno. El camarada Pinochet era un hombre de virtudes superiores y
recuerdo que nos visitó con su hijo, Augustito… es este, el de gafas oscuras”.
Oscuras
eran las intenciones y oscuras también las gafas con las que aquel niño
apareció muchos años después, el 11 de septiembre de 1973, bombardeando El
Palacio de La Moneda para recordarles a los socialistas de Chile y del resto
del mundo que los votos no eran el camino. Ese niño hizo historia, y no
precisamente por servir a la causa que su padre defendiera y le inculcara con
tanta esperanza y vocación.
Mi
tío tenía un recuerdo de aquel niño, de Augustito, la noche de la despedida,
cuando los visitantes sureños pretendían continuar rumbo al norte, a
Centroamérica: “Les preparamos una cena discreta, pero con mucho calor humano.
Guitarreamos y hasta hubo alguna cueca bailada. Al niño le di un pequeño cofre
de madera que yo mismo había hecho, adornado con los colores de la bandera
chilena, y adentro le puse algunas monedas para sus golosinas. Entonces quise
darle un abrazo de despedida, y ese niño me escupió la cara”.
El
tío Manuel era un santo que no hizo milagros por exceso de modestia, o quizá
porque nunca se imaginó capaz de ellos. Antes de morir me confesó su único
pecado en toda la vida: “Hubiera querido matar a ese tal Augustito”.
Tal
vez alguno no le perdone a mi tío tanta bondad.
Fuente:
Díez, R. (2004), Páginas con Cierto Sentido, Impresores MYL, Quito.