Por Jorge Enrique Adoum
El
galope se oía en la esquina de Miseria Velásquez y en seguida el grito “Ahí
vienen los Esdrújulos” que llenaba de pavor al barrio. Los vecinos se
desgañitaban dando la alarma y de zaguán en zaguán se cerraban las puertas,
reforzándolas por dentro con trancas, porque las bisagras y las aldabas pobres
estaban hechas para la vida de todos los día. Las viejas decían
“Santodiosantofuertesantoinmortal” y se persignaban, los hombres decían
“Unagranputa” y apretaban los puños, los chicos lloraban temblando, los más
grandes que los habían visto por las rendijas decían que eran igualitos a Buck
Jones y a Tom Mix pero era mentira. Yo los vi una vez entrar a caballo al bar
del IMPERIAL. Alguien corría, se oía el ruido de las suelas contra el
empedrado, luego el ruido del galope y después los disparos, todo como en las
manifestaciones. En el IMPERIAL sonaban vidrios rotos, carcajadas y golpes, y
en seguida se callaba la pianola.
Eran
cinco: Arístides, Germánico, Cleóbulo, Polícrates y Temístocles, “de los Golmés
de España, carajo”. Como eran nombres difíciles y desconocidos en nuestro
Macondo, la gente los identificaba como El Nerón, El Largo, El Bolo, El Pecas y
El Jetas, y ellos mismos aceptaron la nomenclatura local renunciando la
sonoridad romana de sus nombres. En la ciudad sólo los diferenciaban los
policías, porque los Esdrújulos andaban siempre juntos y, como decía el abuelo
de Gálvez, porque nadie tuvo tiempo de mimarles mucho tiempo la cara. Pero el
tuerto empleado de la librería contaba: “Al señor Polícrates sí le conozco bien
y no me he de olvidar. Una noche pasaba por donde estaban farreando y cuando me
vio me llamó: Ve, longo, andá a comprarme cigarrillos, dijo. Fui corriendo a la
esquina y cuando le entregué los Fullblanco me turbé y le dije Aquí tiene,
señor Calígula. Ahí fue cuando de adrede me hundió el ojo con el dedo
diciéndome: Polícrates, para otra vez pendejo.”
Eran
hijos de un general que fue jefe de montonera liberal. La revolución en el
Poder les dejó una hacienda, La Liria, atravesada en cruz por la línea del tren
y el río. Había en ella cerca de cuatro mil indios y dos estaciones del
ferrocarril. Nadie supo nunca cuál era su extensión exacta y la llamaban
simplemente La Provincia. Cuando alguien les preguntaba dónde quedan los
linderos, los Golmés decían “donde nos dé la gana”. A la muerte del general
estaban en distintos cursos del colegio. Sólo Arístides llegó a bachiller y
todos se fueron a vivir en la hacienda. Debe ser aburrido porque se distraían
haciendo prácticas de tiro apuntando al sombrero o al borrego de algún peón que
pasaba y también se dedicaban a lo que llamaban cacería de indias: las tumbaban
en los chaquiñanes o sobre las siembras tirándolas de las trenzas al mismo
tiempo que les ponían la zancadilla. “Se asustan al comienzo, dicen que decía
Cleóbulo, pero después se quedan quietas rascando el suelo, porque son frígidas
estas cojudas.” Pero, para decir la verdad, también cazaban venados y tórtolas.
Pasaban el día a caballo, echaban un rápido vistazo a las siembras o a las
cosechas, bebían el aguardiente que se destilaba en la misma hacienda, del
viernes al lunes y los días de fiesta iban a beber al pueblo. Nerón, el mayor
de los cinco, decía en esa época: “El que está demás es El Jetas: si no fuera
por él seríamos cuatro para repartirnos en partes iguales La Liria tal como la
dividió la naturaleza con el tren y el río. El Jetas, por haber nacido último y
porque es medio pendejo.”
Para
los indios de la hacienda, Patrón Golmés era uno solo, como Dios, que estaba en
todas partes. Tenían que saludar, recibir órdenes y responder con la cabeza
baja, y sólo les conocían las fundas de los revólveres, los foetes, los
estribos y las botas, y eran todos iguales. Acababan de venir informando
cuántos litros dio el ordeño y se encontraban de nuevo en el camino con los
mismos estribos, saludaban santiguándose y haciéndose a un lado, se alejaban
corriendo y no era díficil que al llegar al huasipungo vieran las misma botas,
el mismo látigo (¿por qué le llamarán “acial”?), esperándolos.
“Quién
sabe cuánta gente ha muerto ahí, decía el abuelo. En una fiesta de toros de
pueblo un indio borracho que corría huyendo de un toro entre otros borrachos,
tropezó contra Germánico, tartamudeó pidiendo perdón y siguió corriendo. El
Largo lo volteó de un tiro, delante de todos. Una vez, en una cantina, un amigo
le preguntó: ¿Y no te persigue por la noche el alma del indio? El Largo dizque
se quedó pensando un rato y después preguntó: ¿A cuál de ellos te refieres?”
En
su juventud, cuando estaba con tragos y encendía un cigarrillo, Nerón acercaba
la llama del fósforo a un tapete, un periódico o una cortina gritando “Arde
Roma”, y él mismo ayudaba a apagar el fuego, en medio de sus carcajadas y del
atolondramiento general. Después parece que se cansó pero le quedó gustando la
expresión, porque cuando comenzó a ser Senador la intercalaba en sus discursos:
“Señor Presidente, si no se pone coto a las actividades subversivas de los
bolcheviques, aquí va a arder Roma”, o bien, “Honorables senadores, la sagrada
tarea que tenemos los Padres de la Patria es impedir que aquí arda Roma”. En el
Club afirmaba: “Mientras haya congreso y haya indios, yo he de ser Senador:
esos cojudos se reproducen como cuyes.” Y los enviaba a votar, bajo el control
de mayordomos y capataces, en camiones, a pie o a mula, a la parroquia que
quedaba junto a una de las estaciones del tren. Cada indio llevaba en un
bolsillo o apretada entre los dedos la papeleta “Señor Don Arístides Golmés
para Senador de la República”, doblada como billete ajeno o estampa del Señor
de los Milagros. La papeleta cambió una vez: “Señor Don Temístocles Golmés para
Alcalde de la Ciudad.” Cuando ya se hacía el recuento de votos en la ciudad, al
día siguiente de las elecciones municipales, Arístides envió un telegrama:
AVISEN CUANTOS VOTOS FALTAN PARA MANDARLES. “Yo le hice Alcalde al maricón del
Jetas, dijo esa vez, y así le pagué su parte de La Liria para que no nos siga
jodiendo con sus divisiones para cinco, que es más difícil.”
Western
de pacotilla, sin Hoppalong Cassidy, sin riesgo ni heroísmo, era a la medida
del país y, por eso, con muchos muertos. “No son muertos sino cholos” aclaraba
El Pecas y hasta se lo dijo al Comisario de Policía, uno dado de justo, recién
nombrado el pobre, que no conocía el folklore local y que lo había hecho
comparecer por haber empujado con su caballo a un arriero que cayó sobre los
rieles del ferrocarril. Pero como Nerón era Senador y El Jetas era Alcalde, el
Comisario fue destituido al día siguiente. Los policías harapientos los
respetaban como a sus superiores: hacían detener el tránsito ralo hasta que
pasaran los Esdrújulos, abandonaban su puesto en el cruce de dos calles para ir
a comprarles trago puro o sánduches cuando farreaban en alguna casa cercana.
“Traerás hembras también, cholo.” “Pero, ¿cómo? mi señor Cleobulito.”
“Aplicando el peso de la autoridad pues, cerdoso.”
En
las fiestas de inocentes se disfrazaban de Escapados del Manicomio: se ponían
los zapatos cambiados, calzoncillos largos en lugar de pantalón, bacenillas
como sombreros, pintadas las caras o con carteas de cartón o alambre, pero eran
inconfundibles. Borrachos escogían al azar casas de amigos o de desconocidos,
arrancaban el papel de las paredes, derribaban los armarios, revolvían los
cajones, quebraban los espejos, hurgaban a las cholas debajo del anaco,
orinaban en las ollas de la cocina, derramaban cerveza en las camas, soltaban
en la sala gallinas enloquecidas a las que habían metido velas encendidas en el
ano, pedían trago y luego se iban cantando a otra casa. Eran diez días de
zozobra de Inocentes. La gente respiraba tranquila el 7 de enero, cuando
regresaban a la hacienda “a curarse el chuchaque hasta la próxima”.
El
Bolo, por ganar una apuesta de dos botellas de aguardiente, subió un Viernes
Santo a la torre de la iglesia del pueblo y tocó las campanas muertas. Cuando
se reunió en la plaza la poblada, primero temiendo que fuera el fin del mundo y
luego escandalizada al saber que sólo era un sacrilegio, Cleóbulo escapó por la
sacristía, dio vuelta a la manzana y a pareció por una esquina de la plaza
gritando “Por ahí va, por ahí va, síganlen”. “Todavía han de estar buscando”
agregaba para concluir su relato. El Pecas se metió una vez en un confesionario
y oyó la confesión de su novia “para saber si era virgo”, después de lo cual
fijó la fecha de la boda.
Pese
a sus desplantes de comecuras todos se casaron por la Iglesia. El primero en
hacerlo fue El Jetas. “Yo siempre dije que era pendejo” había comentado
Arístides, quien no tardó en seguir su ejemplo. El matrimonio, que se parece a
la edad, los fue frenando: por algo decían siempre “la carlanca de mi mujer”.
Nerón se quedó con la hacienda y sus hermanos se gastaron en jaranas la
fortuna. Polícrates, cuando amanecía sin un centavo en alguna cantina, se hacía
llevar a su casa en el camión de la basura. Cleóbulo tuvo un depósito de
harinas que atendía su mujer. Germánico, un almacén de cueros que quebró
pronto. Temístocles hasta fue pesquisa. Ya no andaban en montonera, pero los
cinco mantenían un espíritu tribal y eran respetados, influyentes, católicos.
Se establecieron en la ciudad. Arístides repetía: “Lo que es yo, yo vivo con
mis votos”, pero como siempre era Senador o Ministro o Gobernador o Jefe
Supremo del Partido Liberal, le quedaba poco tiempo para ir a la hacienda. El
dueño de la librería decía: “Para él, cada indio es un cero: no vale nada pero
le aumenta la cuenta en el Banco y los votos en las elecciones.” Claro que no
le hacían mucho casom, porque no era más que un comunista envidioso.
En
esa época ya sólo los chicos les teníamos miedo a los Golmés y los mirábamos de
lejos no más, recordando lo que habíamos oído. A quienes conocimos bien fue a
sus hijos, que estaban en la escuela con nosotros: reposados y tontos, parecían
hechos por un semen envejecido o fatigado. Algunos han llegado inclusive a
trabajar. Fabián, el Cretino, era hijo de Arístides. Arístides sigue siendo
Senador o Gobernador de cuando en cuando.
Fuente:
Adoum, J. E. (1976), Entre Marx y una mujer desnuda, Siglo
Veintiuno, México, D.F.
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