Por Ramiro Díez
Sucedió
hace algunos días en una ciudad latinoamericana de cuyo nombre no puedo
acordarme: dos grafiteros fueron sorprendidos in-fraganti por la policía,
cuando sobre los muros ensayaban frases juguetonas, con vuelos de poesía y
libertad.
La
detención fue rutinaria y hasta con algunos gestos amables. Los muchachos
fueron llevados a un oscuro centro de detención y allí sirvieron como
conejillos de indias a un grupo de anónimos alumnos, que se preparaban para
distintas tareas, entre ellas, combatir la insurgencia.
Allí
fueron encapuchados, y –la verdad, solo la verdad–, al principio solo
medianamente golpeados, como una liturgia llevada a cabo sin mucho interés,
aunque los interrogatorios sí fueron rudos e incluían severas amenazas:
-¿Nombre
verdadero?
-Ya…
ya le dije cómo me llamo, mire mis papeles…
-¿Nombre
de combate?
-¿Quéééééé?
-¿Qué
países ha visitado en los últimos tres años?
-¿Quéééééé?
-¿Qué
amigos extranjeros conoce?
-A
Paola, que es chilena, y a Galo, que es ecuatoriano…
-¿Quién
le financia los aerosoles?
-¿Quéééééé?
-¿Qué
significa esa figura rara con la que firma el grafiti?
-Es
un reloj con una serpiente… es una joda…
-¿Es
un signo árabe?
-¿Quéééééé?
Los
agentes se turnaban en el interrogatorio, y en el papel que asumían: al
violento lo reemplazaba el policía gentil y comprensivo, que les ofrecía café y
cigarros, y una reducción de penas si confesaban y delataban a quienes tenían
que delatar.
Y
luego volvía el violento. Y enseguida regresaba el que, con vocación de monja,
por alguna razón extraña se había metido a los cuerpos secretos.
Vacilantes,
incomunicados, chapaleando en medio de sus orines y en una total confusión, con
la voluntad y la autoestima quebradas, cuando pensaban que ya no existía
ninguna luz, en un momento, afuera de la celda, los detenidos escucharon los
murmullos de sus torturadores:
-¡Ya
viene el capitán Velasco! repetían con frecuencia y con voz de terror.
-Que
no sepa lo de los detenidos porque mi capitán Velasco es especialista en
derechos humanos.
Y
esas palabras “Derechos Humanos”, sonaron como música para los detenidos.
Entonces
escucharon una voz:
-Todos
firmes y saluden al capitán Velasco.
-¡Buena
noches, mi capitán Velasco!, respondieron los guardias en coro.
-¿Hay
detenidos?, preguntó el recién llegado, el capitán Velasco, el especialista en
derechos humanos. Nadie fue capaz de responder.
-¡Carajo!
Pregunté si hay detenidos, gritó Velasco.
Como
nadie decía nada, los muchachos, desde el fondo de la celda, gritaron:
-¡Acá,
mi capitán, acá estamos maltratados, Capitán Velasco!
El
capitán Velasco pateó la puerta de la celda, encendió la luz, y retiró la
capucha de la cabeza de los detenidos.
-¡Aplíquenle
los derechos humanos a este par de hijueputas!, dijo Velasco, y señaló un
equipo de tortura eléctrica que tenía un letrero escrito con sangre seca que
decía: “Derecho Umanos”, así, sin hache.
Como
nunca confesaron nada, ninguno de los dos grafiteros sobrevivió.
Fuente:
Díez, R. (2004), Páginas con Cierto Sentido, Impresores MYL, Quito.
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