Por Tomás Borge
Cuando
el pueblo cubano tomó el poder, los revolucionarios de todo el mundo olfateamos
la magnitud del cambio, el entierro del determinismo geográfico y el parto del
dirigente más atractivo y elocuente de la época contemporánea.
Cuba
se volcó, como ninguna otra experiencia histórica, en la más apasionada y
desmedida solidaridad hacia causas que fuesen o que pareciesen justas. Son
tantos los países y tantos los seres humanos favorecidos por el afecto que, en
las actuales circunstancias de la isla, deberían ser incontables los que están
–o deberían estar– agradecidos.
Cuba
donó petróleo y cuerdas de guitarra; donó sangré para los heridos en los
terremotos y sangre en los campos de batalla de América Latina y África. Cuba
cantó canciones de cuna, boleros, himnos de amor y de pelea en los oídos de los
pueblos, distribuyó metáforas y medicinas incorporándose, sin atrasos, a
cualquier reclamo. Ese estilo lo creó Fidel Castro.
La
eventual desaparición de la Revolución Cubana sería un golpe demoledor para las
esperanzas de nuestros pueblos. También sería desastroso para los gobiernos del
hemisferio, que verían reducidos sus espacios de independencia y soberanía
frente a Estados Unidos; incrementándose, a la vez, el riesgo del retorno de
los militares reaccionarios –en América hay muchos que no lo son- agazapados a
la espera de mejores oportunidades.
Cuba
es un seguro de vida a la independencia creciente de los países
latinoamericanos. En ese contexto, no fue casual que, contra todo pronóstico,
los presidentes iberoamericanos reunidos en julio de 1991 en Guadalajara –sin
la presencia, detrás de las cortinas, de Washington- fuesen respetuosos de Cuba
y exigentes, a la vez, con el derecho a la autodeterminación de nuestros
países.
Al
respecto, he hablado con distintos dirigentes de la región, muchos de ellos
miembros de la Conferencia Permanente de Partidos Políticos de América Latina y
el Caribe (COPPPAL), y la mayoría coinciden en ese punto de vista.
Lo
más hermosos de Cuba ha sido su generosidad y lo más admirable su gallardía.
Estamos
obligados a retribuir, sin demora, al menos un décimo de su ilimitada entrega.
Y creo que donde podemos ser útiles es en la denuncia del inhumano bloqueo
norteamericano. Hay que convencer a la opinión pública internacional y, sobre
todo, a la de Estados Unidos, para que el gobierno de ese país cambie su
política arcaica, irracional y cruel contra Cuba. Es nuestra única forma de ser
decentes.
Habrá
una mañana no demasiado remota en que en los Estados Unidos se anuncie la llegada
de la sensatez y del respeto, en que se concluya el engreimiento atroz, en que
termine su vocación de padrastro y asuma el papel de hermano.
¿Llegará
el instante en que ese país se parezca más a ese otro país, el de los grandes
sectores de norteamericanos que se inscriben en las causas más nobles, en el
respeto y el cariño por otros pueblos?
¿Podrán
reconocer la injusticia de la guerra contra Nicaragua que significó, para todos
los nicaragüenses, ríos caudalosos de sangre? ¿Podrán alguna vez los Estados
Unidos autocriticarse por sus intentos de asesinar a Fidel Castro? ¿Podrán
arrepentirse por haber bombardeado el hogar de Gadhafi? ¿Develarán el misterio
del asesinato de Kennedy?
Estás
preguntas endulzarán el oído del género humano sólo cuando haya desaparecido el
imperialismo.
Fuente:
Borge, T. (1992), Un grano de maíz, Tierra firme, México, D.F.
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