Por Eduardo Galeano
Jugó, venció, meó, perdió. El análisis
delató efedrina y Maradona acabó de mala manera su Mundial del 94. La efedrina,
que no se considera droga estimulante en el deporte profesional de los Estados
Unidos y de muchos otros países, está prohibida en las competencias
internacionales.
La imagen tomada de https://bit.ly/2JAHAWM
Hubo estupor y escándalo.
Los truenos de la condenación moral dejaron sordo al mundo entero, pero mal que
bien se hicieron oír algunas vocea de apoyo al ídolo caído. Y no sólo en su
dolorida y atónita Argentina, sino en lugares tan lejanos como Bangladesh,
donde una manifestación numerosa rugió en las calles repudiando a la FIFA y
exigiendo el retorno del expulsado. Al fin y al cabo, juzgarlo era fácil, y era
fácil condenarlo, pero no resultaba tan fácil olvidar que Maradona venía
cometiendo desde hacia años el pecado de ser el mejor, el delito de denunciar a
viva voz las cosas que el poder manda callar y el crimen de jugar con la zurda,
lo cual, en el Pequeño Larousse Ilustrado, significa «con la izquierda» y también significa «al contrario de como se
debe hacer».
Diego Armando Maradona
nunca había usado estimulantes, en vísperas de los partidos, para multiplicarse
el cuerpo. Es verdad que había estado metido en la cocaína, pero se dopaba en
las fiestas tristes, para olvidar o ser olvidado, cuando ya estaba acorralado
por la gloria y no podía vivir sin la fama que no lo dejaba vivir. Jugaba mejor
que nadie a pesar de la cocaína, y no por ella.
Él estaba agobiado por el
peso de su propio personaje. Tenía problemas en la columna vertebral, desde el
lejano día en que la multitud había gritado su nombre por primera vez. Maradona
llevaba una carga llamada Maradona, que le hacía crujir la espalda. El cuerpo
como metáfora: le dolían las piernas, no podía dormir sin pastillas. No había
demorado en darse cuenta de que era insoportable la responsabilidad de trabajar
de dios en los estadios, pero desde el principio supo que era imposible dejar
de hacerlo. «Necesito que me necesiten», confesó, cuando ya llevaba muchos años
con el halo en la cabeza, sometido a la tiranía del rendimiento sobrehumano,
empachado de cortisona y analgésicos y ovaciones, acosado por las exigencias de
sus devotos y por el odio de sus ofendidos.
El placer de derribar
ídolos es directamente proporcional a la necesidad de tenerlos. En España,
cuando Goicoechea le pegó de atrás y sin la pelota y lo dejó fuera de las
canchas por varios meses, no faltaron fanáticos que llevaron en andas al
culpable de este homicidio premeditado, y en todo el mundo sobraron gentes
dispuestas a celebrar la caída del arrogante sudaca intruso en las cumbres, el
nuevo rico ése que se había fugado del hambre y se daba el lujo de la
insolencia y la fanfarronería.
Después, en Nápoles,
Maradona fue santa Maradona y san Gennaro se convirtió en san Gennarmando. En
las calles se vendían imágenes de la divinidad de pantalón corto, iluminada por
la corona de la Virgen o envuelta en el manto sagrado del santo que sangra cada
seis meses, y también se vendían ataúdes de los clubes del norte de Italia y
botellitas con lágrimas de Silvio Berlusconi. Los niños y los perros lucían
pelucas de Maradona. Había una pelota bajo el pie de la estatua del Dante y el
tritón de la fuente vestía la camisa azul del club Nápoles. Hacía más de medio
siglo que el equipo de la ciudad no ganaba un campeonato, ciudad condenada a
las furias del Vesubio y a la derrota eterna en los campos de fútbol, y gracias
a Maradona el sur oscuro había logrado, por fin, humillar al norte blanco que
lo despreciaba. Copa tras copa, en los estadios italianos y europeos, el club
Nápoles vencía, y cada gol era una profanación del orden establecido y una
revancha contra la historia. En Milán odiaban al culpable de esta afrenta de
los pobres salidos de su lugar, lo llamaban jamón con rulos. Y no sólo en Milán: en el Mundial del 90, la
mayoría del público castigaba a Maradona con furiosas silbatinas cada vez que
tocaba la pelota, y la derrota argentina ante Alemania fue celebrada como una
victoria italiana.
Cuando Maradona dijo que
quería irse de Nápoles, hubo quienes le echaron por la ventana muñecos de cera
atravesados de alfileres. Prisionero de la ciudad que lo adoraba y de la camorra, la mafia dueña de la ciudad, él
ya estaba jugando a contracorazón, a contrapié; y entonces, estalló el
escándalo de la cocaína. Maradona se convirtió súbitamente en Maracoca, un
delincuente que se había hecho pasas por héroe.
Más tarde, en Buenos
Aires, la televisión transmitió el segundo ajuste de cuentas: detención en vivo
y en directo, como si fuera un partido, para deleite de quienes disfrutaron el
espectáculo del rey desnudo que la policía se llevaba preso.
«Es un enfermo», dijeron.
Dijeron: «Está acabado». El mesías convocado para redimir la maldición
histórica de los italianos del sur había sido, también, el vengador de la
derrota argentina en la guerra de las Malvinas, mediante un gol tramposo y otro
gol fabuloso, que dejó a los ingleses girando como trompos durante algunos años;
pero a la hora de la caída, el Pide de Oro no fue más que un farsante
pichicatero y putañero. Maradona había traicionado a los niños y había
deshonrado al deporte. Lo dieron por muerto.
Pero el cadáver se
levantó de un brinco. Cumplida la penitencia de la cocaína, Maradona fue el
bombero de la selección argentina, que estaba quemando sus últimas
posibilidades de llegar al Mundial 94. Gracias a Maradona, llegó. Y en el
Mundial, Maradona estaba siendo otra vez, como en los viejos tiempos, el mejor
de todos, cuando estalló el escándalo de la efedrina.
La máquina del poder se
la tenía jurada. Él le cantaba las cuarenta, eso tiene su precio, el precio se
cobra al contado y sin descuentos. Y el propio Maradona regaló la
justificación, por su tendencia suicida a servirse en bandeja de boca de sus
muchos enemigos y esa irresponsabilidad infantil que lo empuja a precipitarse
en cuanta trampa se abre a su camino.
Los mismos periodistas
que lo acosan por los micrófonos, le reprochan su arrogancia y sus rabietas, y
lo acusan de hablar demasiado. No les falta razón; pero no es eso lo que no
pueden perdonarle: en realidad, los les gusta lo que a veces dice. Este petizo
respondón y calentón tiene la costumbre de lanzar golpes hacia arriba. En el 86
y en el 94, en México y en Estados Unidos, denunció a la omnipotente dictadura
de la televisión, que estaba obligando a los jugadores a deslomarse a mediodía,
achicharrándose al sol, y en mil y una ocasiones más, todo a lo largo de su
accidentada carrera, Maradona ha dicho cosas que han sacudido el avispero. Él
no ha sido el único jugador desobediente, pero ha sido su voz la que ha dado
resonancia universal a las preguntas más insoportables: ¿Por qué no rigen en el
fútbol las normas universales del derecho laboral? Si es normal que cualquier
artista conozca las utilidades del show que
ofrece, ¿por qué los jugadores no pueden conocer las cuentas secretas de la
opulenta multinacional del fútbol? Havelange calla, ocupado en otros
menesteres, y Joseph Blatter, burócrata de la FIFA que jamás ha pateado una
pelota pero anda en limusinas de ocho metros y con chofer negro, se limita a
comentar:
-El
último astro argentino fue Di Stéfano.
Cuando Maradona fue, por
fin, expulsado del Mundial del 94, las canchas de fútbol perdieron a su rebelde
más clamoroso. Y también perdieron a un jugador fantástico. Maradona es
incontrolable cuando habla, pero mucho más cuando juega: no hay quien pueda
prever las diabluras de este inventor de sorpresas, que jamás se repite y que
disfruta desconcertando a las computadoras. No es un jugador veloz, torito
corto de piernas, pero lleva la pelota cosida al pie y tiene ojos en todo el
cuerpo. Sus arte malabares encienden la cancha. Él puede resolver un partido
disparando un tiro fulminante de espaldas al arco o sirviendo un pase
imposible, a lo lejos, cuando está cercado por miles de piernas enemigas; no
hay quien lo pare cuando se lanza a gambetear rivales.
En el frígido fútbol de
fin de siglo, que exige ganar y prohíbe gozar, este hombre es uno de los pocos
que demuestra que la fantasía puede también ser eficaz.
Fuente: Galeano, E. (1995), El fútbol a sol y sombra, Siglo
Veintiuno, México, D.F.