Por Stephen Jay Gould
En la base de toda ética ambiental suelen
yacer dos argumentos relacionados:
1. Vivimos en un mundo frágil, sometido en
la actualidad a la ruina y desorganización permanentes a causa de la
intervención humana.
2. Los seres humanos deben aprender a
actuar como responsables administradores de su planeta amenazado.
Estos puntos de vista,
aunque cargados de buenas intenciones, están basados en el viejo pecado de la
soberbia y la autoestima exagerada. Somos una especie entre millones,
administradores de nada. ¿Bajo qué justificación podríamos nosotros, aparecidos
hace apenas un microsegundo geológico, responsabilizarnos de los asuntos de un
mundo de 4.500 millones de años de edad, de un mundo rebosante de vida que ha
estado evolucionando y diversificándose durante al menos tres cuartas partes de
este inmenso período de tiempo? La naturaleza no está ahí para nosotros, no
tenía ni idea de que íbamos a llegar, y no le importamos un comino. Omar
Khayyam tenía razón en todo, salvo en su estrecha visión de la Tierra como
destartalada, cuando compuso su brillante comparación de nuestro mundo con un
hotel oriental:
Por
el destartalado caravasar que es este mundo,
cuyas
únicas puertas son la noche y el día,
¡qué
de altivos sultanes fastuosos y opulentos
pasaran
un instante y luego ser marcharan!
Esta concluyente
declaración de impotencia daría lugar a réplica si nosotros, pese a nuestra
tardía aparición, poseyéramos algún poder sobre el futuro del planeta. Sin
embargo, y pese a la falsa percepción popular sobre nuestro poderío, no es así.
A la escala de tiempo geológica que rige nuestro planeta, carecemos
virtualmente de cualquier influencia sobre la Tierra. Todos los megatones
almacenados en nuestros arsenales nucleares no alcanzan ni una diezmilésima
parte de la potencia liberada por el asteroide de 10 km de diámetro que,
supuestamente, desencadenó la extinción en masa del Cretácico. Y sin embargo,
la Tierra sobrevivió a esta colosal conmoción, que, con la aniquilación de los
dinosaurios, allanó el camino para la evolución de los grandes mamíferos, entre
ellos los seres humanos. Nos asusta el caldeamiento global y, sin embargo,
incluso el modelo teórico más extremado prevé un planeta bastante más frío que
muchas épocas felices y prósperas del pasado prehumano. Podemos, con toda
seguridad, destruirnos a nosotros mismos, y llevarnos por delante a muchas
otras especies; pero a duras penas haríamos mella en la diversidad bacteriana,
y sin duda tampoco eliminaríamos a los muchos millones de especies de insectos
y ácaros. A escalas de tiempo geológicas, nuestro planeta sabrá cuidar de sí
mismo, y dejará que los milenios borren el rastro de cualquier exceso que
hayamos cometido.
La gente que no comprende
el principio fundamental de las escalas adecuadas mal interpreta a menudo el
razonamiento anterior, y lo considera un llamamiento a despreocuparnos del
deterioro ambiental, del mismo modo que Copeland ha sostenido, equivocadamente,
que no hay necesidad de inquietarse por las extinciones. Pero yo esgrimo la
misma idea en sentido contrario. No suponemos ninguna amenaza a escala
geológica, pero tal vastedad de tiempo tampoco nos afecta. Nuestros intereses
legítimamente provincianos se centran en nuestra propia vida, en la felicidad y
prosperidad de nuestros hijos, en el sufrimiento de nuestros semejantes. El planeta
va a recuperarse de un holocausto nuclear, pero miles de millones de nosotros
morirán o quedarán tullidos, y nuestras culturas perecerán. La Tierra
prosperará si los casquetes polares se funden bajo un invernadero global, pero
la mayoría de nuestras mayores ciudades, construidas al nivel del mar como
puertos y embarcaderos, quedarán inundadas, y la alteración de las pautas
agrícolas desembocará en el desarraigo de poblaciones enteras.
Tenemos la obligación de
afrontar un desagradable hecho histórico. El movimiento conservacionista nació
en gran medida como un intento de las élites más ricas e influyentes por
preservar la vida salvaje como coto de asueto y contemplación para los
patricios (contra la imagen, por así decirlo, de hordas de inmigrantes domingueros
vagando por el bosque con sus cestas de pícnic). Nunca nos hemos librado por
entero de este legado, en el que el ecologismo es considerado algo opuesto a
las necesidades humanas más inmediatas, especialmente respecto a los pobres y
desheredados. Pero el Tercer Mundo se desarrolla, y en él se encuentra la mayor
parte de los prístinos hábitats cuya preservación anhelamos. Los movimientos
ecologistas no podrían triunfar hasta que convenzan a la gente que la limpieza
del aíre y del agua, la energía solar, el reciclaje y la reforestación son las
soluciones óptimas (realmente lo son) de las necesidades humanas a escalas
humanas (no las de algún futuro planetario de inalcanzable lejanía).
Tengo una modesta
sugerencia que hacer en relación con una ética ambiental apropiada,
fundamentada, como la totalidad de este ensayo, en el tema de una pertinente
escala humana frente a la majestad, aunque irrelevante majestad, del tiempo
geológico (jamás me he sentido atraído por el imperativo categórico kantiano
relativo a la búsqueda de una ética, ni por las leyes morales absolutas e
incondicionales, ajenas a toda motivación o finalidad ulterior). El mundo es
demasiado complejo y caótico para este tipo de actitudes asépticas (y Dios nos
ayude si adoptamos el principio equivocado y luchamos, matamos y devastamos
provistos de nuestra inconmovible certidumbre). Prefiero los más imprecisos «imperativos
hipotéticos», que invocan el deseo, la negociación y la reciprocidad. De entre
todos estos preceptos «menores», aunque en su conjunto más amplios y profundos,
hay uno que destaca por su presencia repetida e independiente en todas las
culturas, una tras otra, formulado con distintas palabras pero con la misma
idea básica expresada en él. Supongo que nuestras diversas sociedades se
encaminan inconscientemente hacia este principio por la sencilla razón de que
la estabilidad estructural (y la elemental decencia necesaria para cualquier
vida llevadera) exigen una máxima de este tipo. Los cristianos llaman a este
precepto la «regla áurea»; Platón, Hillel y Confucio conocieron idéntica máxima
bajo otros nombres. No puedo pensar en ningún principio mejor que se base en el
egoísmo ilustrado: si todos nosotros tratáramos a los demás como deseamos ser
tratados, la decencia y la estabilidad tendrían que prevalecer.
Sugiero que establezcamos
un pacto de este tenor con nuestro planeta. La Tierra tiene todas las cartas, y
detenta un inmenso poder sobre nosotros, de forma que tal convenio, que
necesitamos desesperadamente, sería una bendición para nosotros y un alivio
para ella, pese a que, en su propia escala de tiempo, no le hace ninguna falta.
Haríamos mejor en firmar los documentos mientras todavía esté dispuesta a
llegar a un acuerdo. Si la tratamos bien, nos soportará durante un tiempo más.
Si le arañamos la piel, sangrará, nos echará a patadas, se pondrá un vendaje y
seguirá ocupándose de sus propios asuntos a su propia escala. El pobre Richard nos
dijo que «la necesidad nunca fue buena consejera para hacer tratos ventajosos»,
pero la Tierra es más generosa que los agentes humanos en el «arte de pactar».
Ella se mantendrá fiel a sí misma; ahora, nosotros debemos hacer otro tanto.
Fuente: Gould, S. J. (1993), Ocho cerditos, Crítica, Barcelona.
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