Por Ramiro Díez
Irina Draskova tiene más de setenta años
y su pelo blanco recuerda a las nieves siberianas, aunque su acento es
suramericano. En la puerta de la librería, por la Calle Corrientes, la
ancianita me tomó del brazo y me habló al oído con su deliciosa cadencia.
Con su pinta de
aristócrata, y su vestido tan decoroso, era claro que no quería una moneda,
asunto nada extraño en los malos tiempos que corrían. Entonces me contó esta
historia:
“Un grupo de ateos y
masones secuestraron al Presidente de nuestra República y a todos sus
ministros”, me dijo Irina, en tono bajo y misterioso.
Sonreí, incrédulo y
divertido, porque no había ninguna noticia al respecto, pero Irina me documentó
su historia:
“Mirá…”, y me llevó de la
mano hasta una banca cercana. Allí, sentados, escudriñó todos los rincones,
hasta cerciorarse de que nadie nos seguía o nos escuchaba. “Mirá” –repitió–, y
después de buscar en su bolso, me enseñó un viejo recorte de periódico:
“Acá están las promesas
del Presidente. Y acá está lo que dijeron los ministros el día que se
posesionaron, y una o dos semanas después. ¿Ves? ¡Son buena gente, tipos como
vos y yo, honestos, gente de laburo!”.
¿Y eso que tiene que ver
con el secuestro?, le pregunté.
Irina sacó de su bolso
–ahora de algo que parecía un bolsillo secreto– otro recorte de periódico, más
nuevo.
“¿Ves que no han cumplido
las promesas? –me dijo–. Mirá lo que han hecho: todo lo contrario. ¿Ves este
recorte? Leélo para que te des cuenta de cómo insultaba a estos fulanos del
otro partido. Y acá está, al poco tiempo, abrazado con los mismos fulanos a los
que antes atacaba. Y esto no sé si lo podás captar, porque sólo lo podemos ver
las mujeres, que somos más observadoras… mirá la nariz y la sonrisa del
Presidente… aquí está de frente, y en esta foto está de perfil: Se parece,
¿verdad?, pero no es el mismo. Está un poco más gordo, tiene como algo de medio
idiota, pero bien disimulado porque se parece mucho al original. En resumen, el
verdadero Presidente está secuestrado y este que ahora gobierna es un impostor.
Con razón es tan hijueputa…”.
Irina me estaba
convenciendo. Aunque era una historia difícil de creer, eso podría explicar
muchas noticias de todos los días.
“Ahora dame un dólar,
para juntar plata y pagar el rescate”, me dijo Irina.
Me quedé mirándola,
agradecido, y le di un beso y un billete de diez. Aunque la historia valía más.
Fuente: Díez, R. (2004), Páginas con Cierto Sentido, Impresores
MYL, Quito.
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