4/11/08

Diez mil actos de bondad

Por Stephen Jay Gould
La evolución ha construido el árbol de la vida. Sin embargo, casi en cualquier momento y para cualquier especie el cambio no está ocurriendo, sino que predomina la estasis. Por lo tanto, si nos preguntamos cuál es la naturaleza normal de las especies, la única respuesta posible es: la estabilidad. Pero el cambio, deliciosamente raro, ha erigido el árbol de la vida y configurado la historia a gran escala. Y ahora llegamos al quid de la cuestión: la propiedad que define a una especie, su estado normal, su naturaleza, su apariencia en casi todo momento es contraria al proceso que da origen a la historia (y a las nuevas especies). Si intentáramos explicar la naturaleza de las especies a partir del proceso que construye la historia de la vida, nuestros resultados apuntarían exactamente hacia lo opuesto de la realidad, dado que son los acontecimientos extremadamente insólitos (pero con consecuencias de gran alcance) los que determinan el curso de la historia.
El mismo patrón podría aplicarse a la naturaleza humana y a los acontecimientos que configuran nuestra historia. Al presuponer que los rasgos de conducta que intervengan en los acontecimientos forjadores de la historia tienen que definir también las propiedades ordinarias de la naturaleza humana, hemos cometido un grave error. Así pues, ¿no debemos relacionar las causas de nuestra historia, como reza el falso argumento, con la naturaleza de nuestro ser?
Pero si mi analogía es válida, la verdad podría hallarse justamente en la afirmación inversa. Si las conductas infrecuentes son las que construyen la historia, nuestra naturaleza habitual debe definirse a través de nuestras acciones generales en el mundo cotidiano, acciones en las que estamos sumergidos casi todo el tiempo pero que no determinan la suerte de las naciones. Las causas de la historia pueden ser opuestas a las fuerzas ordinarias que dominan en casi todos los momentos, exactamente del mismo modo que los procesos que construyen el árbol de la vida son invisibles e inactivos en el seno de las especies estables durante casi todo el tiempo.
La historia está hecha de guerra, de codicia, de ansias de poder, de odio y de xenofobia (y de algunos otros móviles, algo más dignos de admiración, diseminados aquí y allá). En consecuencia, a menudo asumimos que tales rasgos, obviamente humanos, definen nuestra naturaleza esencial. ¿Cuántas veces hemos oído que el «hombre» es, por naturaleza, agresivo, egoísta y codicioso?
Pero tales afirmaciones no tienen sentido para mí; no de un modo estrictamente empírico, aunque tal vez lo tengan como declaraciones sobre deseos o preferencias morales. ¿Qué es lo que vemos un día cualquiera en las calles o en los hogares de cualquier ciudad norteamericana o incluso en el metro de Nueva York? Vemos millares de pequeños e insignificantes actos de amabilidad y consideración. Nos apartamos para ceder el paso a alguien, sonreímos a un niño, mantenemos charlas intrascendentes con un conocido o incluso con un extraño. En casi todos los momentos, en la mayor parte de los días, en la mayor parte de los sitios, ¿qué es lo que puede verse de nuestro lado oscuro? ¿Tal vez un padre dando un cachete a su hijo, o un adolescente sobre un monopatín cerrando el paso a una ancianita? Veamos, no soy Pollyanna en su torre de marfil, y crecí en las calles de Nueva York. Comprendo lo ingrata y peligrosa que puede ser la vida en las grandes ciudades. Únicamente intento sentar una cuestión estadística.
Nada resulta más ajeno y antipático a la mente humana que pensar correctamente acerca de las probabilidades. Muchos de nosotros tenemos la impresión de que la vida cotidiana está constituida por una serie interminable de molestias, de que el 50 por 100 o más de los encuentros humanos resultan tensos o agresivos. Pero pensemos en ello con seriedad por un momento. Semejante nivel de agresividad no podría soportarse. Si la mitad de las veces en que nos abrimos a otro ser humano, éste nos recibiera con un puñetazo en la nariz, la sociedad caería de inmediato en la anarquía.
No, casi todos los encuentros con otra persona son como mínimo neutros, y en general lo suficientemente placenteros. Homo sapiens es una especie de notoria afabilidad. Los etólogos consideran que otros animales son relativamente pacíficos cuando presencian uno o dos encuentros agresivos tras observar a un organismo durante, digamos, decenas de horas. Pero pensemos en los millones de horas que podríamos contabilizar para la mayoría de la gente en la mayor parte de sus días sin advertir mayor signo de hostilidad que un dedo anular levantado de vez en cuando, quizá una vez a la semana.
¿Por qué, pues, la mayoría de nosotros tiene la sensación de que la gente es agresiva, y de que lo es por esencia? La respuesta, creo, radica en la asimetría de los efectos (el aspecto verdaderamente trágico de la existencia humana). Por desgracia, un incidente violento puede anular el efecto de diez mil actos de generosidad, y la confusión de los efectos con la frecuencia nos hace olvidar fácilmente el predominio de la bondad sobre la violencia. Una paliza motivada por cuestiones raciales puede dar al traste con años de paciente educación en el respeto y la tolerancia en una escuela o una comunidad. Un asesinato puede convertir una ciudad amistosa y confiada en un nido de temor, con la gente encerrada bajo llave, recelosa de cualquiera y con miedo a salir de noche. La generosidad es extremadamente delicada, extremadamente fácil de eliminar; y la violencia es tan poderosa…
Esta abrumadora y trágica asimetría entre la bondad y la violencia se magnifica de modo extraordinario cuando consideramos las causas de la historia en su gran escala. Un incendio en la biblioteca de Alejandría puede devastar toda la sabiduría acumulada de la Antigüedad. Un pretendido insulto o un acto demente de asesinato pueden desbaratar décadas de paciente diplomacia, de intercambios culturales, de misiones humanitarias, de correspondencia amistosa (pequeños actos de bondad que implican a millones de ciudadanos), y llevar a dos naciones a una guerra que nadie desea, pero que mata a millones de personas y altera de forma irrevocable el curso de la historia.
Sí, admito plenamente que el lado oscuro de las posibilidades humanas configura la mayor parte de nuestra historia. Pero esta aciaga realidad no implica necesariamente que los rasgos de conducta del lado tenebroso definan la esencia de la naturaleza humana. Al contrario: por analogía con el enfrentamiento entre lo ordinario y lo creador de la historia, yo aduciría que la realidad de las interacciones humanas en casi cualquier momento de nuestras vidas diarias discurre en dirección contraria, y debe hacerlo en toda sociedad estable, a los acontecimientos raros y disruptivos que construyen la historia. Si uno quiere entender la naturaleza humana, definida como nuestras tendencias habituales en situaciones ordinarias, sólo hay que descubrir los rasgos que determinan la historia, y después identificar la naturaleza humana con los rasgos opuestos, que son fuente de estabilidad: las conductas predecibles de no agresión que rigen durante el 99,9 por 100 de nuestras vidas. La verdadera tragedia de la existencia humana no es que seamos malos por naturaleza, sino que una cruel asimetría estructural otorga a los infrecuentes acontecimientos dictados por la maldad el poder de configurar nuestra historia.
Un argumento inmediato contra mi tesis es el que sostiene que he confundido una potencialidad social de comunidades esencialmente democráticas con una tendencia humana más general. Esta visión alternativa podría corroborar mis afirmaciones sobre el hecho de que la estabilidad impera en casi todo momento, y de que son los acontecimientos muy infrecuentes los que conforman la historia. Pero quizá tal estabilidad sea reflejo de conductas bondadosas tan sólo en sociedades relativamente libres y democráticas. Quizá en la mayoría de culturas se haya alcanzado la estabilidad por medio de las mismas fuerzas «oscuras» que forjan la historia en el momento en que se desequilibran: miedo, agresión, terror y dominio del rico sobre el pobre, del hombre sobre la mujer, del adulto sobre el niño, y del armado sobre el indefenso. Admito que las fuerzas oscuras a menudo han mantenido los equilibrios, pero sigo afirmando con convicción que no tenemos en cuenta los diez mil actos no agresivos de cada día que eclipsan toda manifestación abierta de fuerza, incluso en sociedades estructuradas bajo relaciones de dominio, e incluso cuando la no agresividad impera únicamente porque la gente sabe cuál es su sitio y no acostumbra a desafiar el orden establecido. Basar la estabilidad cotidiana en algo distinto de nuestra propia bondad natural requeriría una estructura social pervertida, dedicada explícitamente a quebrar el alma humana (el modelo de Auschwitz, si se quiere). No afirmo, dicho sea de paso, que los seres humanos sean ni buenos ni agresivos por necesidad biológica innata. Es evidente que tanto la generosidad como la violencia laten en el interior de nuestra naturaleza porque, sin ninguna duda, las perpetuamos a ambas. Sólo formulo una declaración estructural: que la estabilidad social domina casi en todo momento, y debe estar basada en una frecuencia netamente superior (aunque trágicamente ignorada) de actos bondadosos; y que la bondad, por lo tanto, es nuestra respuesta habitual y predilecta en la inmensa mayoría de las ocasiones.
Por favor, no interprete el lector este ensayo como una iniciativa pretensiosa inscrita en la estúpida tradición, ¿me atreveré a decirlo?, de apología académica liberal de la crueldad humana, y tampoco como una tentativa insulsa y traída por los pelos de hacer parecer buenos a los seres humanos en este mundo colmado de aflicción. Éste no es un ensayo sobre el optimismo; en un ensayo sobre la tragedia. Si pensara que los seres humanos son malos por naturaleza, simplemente lo diría, qué diablos. Tenemos lo que nos merecemos, o lo que la evolución nos ha legado. Pero el núcleo de la naturaleza humana arraiga en diez mil actos cotidianos de bondad que definen nuestro día a día. ¿Puede haber algo más trágico que la paradoja estructural de que este Everest de bondad esté colocado boca abajo sobre su cumbre puntiaguda, y de que pueda ser derribado con tanta facilidad por esporádicos acontecimientos contrarios a nuestra naturaleza cotidiana, y de que sean estos acontecimientos los que forjen nuestra historia? En un sentido profundo, no tenemos lo que nos merecemos.
La solución a nuestra desgracias no estriba en superar nuestra «naturaleza», sino en romper la «gran asimetría» y permitir que nuestras tendencias ordinarias asuman el control de nuestra vidas. Ahora bien, ¿cómo podemos tomar lo cotidiano y sentarlo en el asiento del conductor de la historia?
Fuente: Gould, S. J. (2006), Ocho cerditos, Crítica, Barcelona.

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