Por Stephen Jay Gould
La evolución ha construido el árbol de la
vida. Sin embargo, casi en cualquier momento y para cualquier especie el cambio
no está ocurriendo, sino que predomina la estasis. Por lo tanto, si nos
preguntamos cuál es la naturaleza normal de las especies, la única respuesta
posible es: la estabilidad. Pero el cambio, deliciosamente raro, ha erigido el
árbol de la vida y configurado la historia a gran escala. Y ahora llegamos al
quid de la cuestión: la propiedad que define a una especie, su estado normal,
su naturaleza, su apariencia en casi todo momento es contraria al proceso que
da origen a la historia (y a las nuevas especies). Si intentáramos explicar la
naturaleza de las especies a partir del proceso que construye la historia de la
vida, nuestros resultados apuntarían exactamente hacia lo opuesto de la
realidad, dado que son los acontecimientos extremadamente insólitos (pero con
consecuencias de gran alcance) los que determinan el curso de la historia.
El mismo patrón podría
aplicarse a la naturaleza humana y a los acontecimientos que configuran nuestra
historia. Al presuponer que los rasgos de conducta que intervengan en los
acontecimientos forjadores de la historia tienen que definir también las
propiedades ordinarias de la naturaleza humana, hemos cometido un grave error.
Así pues, ¿no debemos relacionar las causas de nuestra historia, como reza el
falso argumento, con la naturaleza de nuestro ser?
Pero si mi analogía es
válida, la verdad podría hallarse justamente en la afirmación inversa. Si las
conductas infrecuentes son las que construyen la historia, nuestra naturaleza
habitual debe definirse a través de nuestras acciones generales en el mundo
cotidiano, acciones en las que estamos sumergidos casi todo el tiempo pero que
no determinan la suerte de las naciones. Las causas de la historia pueden ser
opuestas a las fuerzas ordinarias que dominan en casi todos los momentos,
exactamente del mismo modo que los procesos que construyen el árbol de la vida
son invisibles e inactivos en el seno de las especies estables durante casi
todo el tiempo.
La historia está hecha de
guerra, de codicia, de ansias de poder, de odio y de xenofobia (y de algunos
otros móviles, algo más dignos de admiración, diseminados aquí y allá). En
consecuencia, a menudo asumimos que tales rasgos, obviamente humanos, definen
nuestra naturaleza esencial. ¿Cuántas veces hemos oído que el «hombre» es, por
naturaleza, agresivo, egoísta y codicioso?
Pero tales afirmaciones
no tienen sentido para mí; no de un modo estrictamente empírico, aunque tal vez
lo tengan como declaraciones sobre deseos o preferencias morales. ¿Qué es lo
que vemos un día cualquiera en las calles o en los hogares de cualquier ciudad
norteamericana o incluso en el metro de Nueva York? Vemos millares de pequeños
e insignificantes actos de amabilidad y consideración. Nos apartamos para ceder
el paso a alguien, sonreímos a un niño, mantenemos charlas intrascendentes con
un conocido o incluso con un extraño. En casi todos los momentos, en la mayor
parte de los días, en la mayor parte de los sitios, ¿qué es lo que puede verse
de nuestro lado oscuro? ¿Tal vez un padre dando un cachete a su hijo, o un
adolescente sobre un monopatín cerrando el paso a una ancianita? Veamos, no soy
Pollyanna en su torre de marfil, y crecí en las calles de Nueva York. Comprendo
lo ingrata y peligrosa que puede ser la vida en las grandes ciudades.
Únicamente intento sentar una cuestión estadística.
Nada resulta más ajeno y
antipático a la mente humana que pensar correctamente acerca de las
probabilidades. Muchos de nosotros tenemos la impresión de que la vida
cotidiana está constituida por una serie interminable de molestias, de que el 50
por 100 o más de los encuentros humanos resultan tensos o agresivos. Pero
pensemos en ello con seriedad por un momento. Semejante nivel de agresividad no
podría soportarse. Si la mitad de las veces en que nos abrimos a otro ser
humano, éste nos recibiera con un puñetazo en la nariz, la sociedad caería de
inmediato en la anarquía.
No, casi todos los
encuentros con otra persona son como mínimo neutros, y en general lo
suficientemente placenteros. Homo
sapiens es una especie de notoria afabilidad. Los etólogos consideran
que otros animales son relativamente pacíficos cuando presencian uno o dos
encuentros agresivos tras observar a un organismo durante, digamos, decenas de
horas. Pero pensemos en los millones de horas que podríamos contabilizar para
la mayoría de la gente en la mayor parte de sus días sin advertir mayor signo
de hostilidad que un dedo anular levantado de vez en cuando, quizá una vez a la
semana.
¿Por qué, pues, la
mayoría de nosotros tiene la sensación de que la gente es agresiva, y de que lo
es por esencia? La respuesta, creo, radica en la asimetría de los efectos (el
aspecto verdaderamente trágico de la existencia humana). Por desgracia, un
incidente violento puede anular el efecto de diez mil actos de generosidad, y
la confusión de los efectos con la frecuencia nos hace olvidar fácilmente el
predominio de la bondad sobre la violencia. Una paliza motivada por cuestiones
raciales puede dar al traste con años de paciente educación en el respeto y la
tolerancia en una escuela o una comunidad. Un asesinato puede convertir una
ciudad amistosa y confiada en un nido de temor, con la gente encerrada bajo
llave, recelosa de cualquiera y con miedo a salir de noche. La generosidad es
extremadamente delicada, extremadamente fácil de eliminar; y la violencia es
tan poderosa…
Esta abrumadora y trágica
asimetría entre la bondad y la violencia se magnifica de modo extraordinario
cuando consideramos las causas de la historia en su gran escala. Un incendio en
la biblioteca de Alejandría puede devastar toda la sabiduría acumulada de la
Antigüedad. Un pretendido insulto o un acto demente de asesinato pueden
desbaratar décadas de paciente diplomacia, de intercambios culturales, de
misiones humanitarias, de correspondencia amistosa (pequeños actos de bondad
que implican a millones de ciudadanos), y llevar a dos naciones a una guerra
que nadie desea, pero que mata a millones de personas y altera de forma irrevocable
el curso de la historia.
Sí, admito plenamente que
el lado oscuro de las posibilidades humanas configura la mayor parte de nuestra
historia. Pero esta aciaga realidad no implica necesariamente que los rasgos de
conducta del lado tenebroso definan la esencia de la naturaleza humana. Al
contrario: por analogía con el enfrentamiento entre lo ordinario y lo creador
de la historia, yo aduciría que la realidad de las interacciones humanas en
casi cualquier momento de nuestras vidas diarias discurre en dirección
contraria, y debe hacerlo en toda sociedad estable, a los acontecimientos raros
y disruptivos que construyen la historia. Si uno quiere entender la naturaleza
humana, definida como nuestras tendencias habituales en situaciones ordinarias,
sólo hay que descubrir los rasgos que determinan la historia, y después
identificar la naturaleza humana con los rasgos opuestos, que son fuente de
estabilidad: las conductas predecibles de no agresión que rigen durante el 99,9
por 100 de nuestras vidas. La verdadera tragedia de la existencia humana no es
que seamos malos por naturaleza, sino que una cruel asimetría estructural
otorga a los infrecuentes acontecimientos dictados por la maldad el poder de
configurar nuestra historia.
Un argumento inmediato
contra mi tesis es el que sostiene que he confundido una potencialidad social
de comunidades esencialmente democráticas con una tendencia humana más general.
Esta visión alternativa podría corroborar mis afirmaciones sobre el hecho de
que la estabilidad impera en casi todo momento, y de que son los
acontecimientos muy infrecuentes los que conforman la historia. Pero quizá tal
estabilidad sea reflejo de conductas bondadosas tan sólo en sociedades
relativamente libres y democráticas. Quizá en la mayoría de culturas se haya
alcanzado la estabilidad por medio de las mismas fuerzas «oscuras» que forjan
la historia en el momento en que se desequilibran: miedo, agresión, terror y
dominio del rico sobre el pobre, del hombre sobre la mujer, del adulto sobre el
niño, y del armado sobre el indefenso. Admito que las fuerzas oscuras a menudo
han mantenido los equilibrios, pero sigo afirmando con convicción que no
tenemos en cuenta los diez mil actos no agresivos de cada día que eclipsan toda
manifestación abierta de fuerza, incluso en sociedades estructuradas bajo
relaciones de dominio, e incluso cuando la no agresividad impera únicamente
porque la gente sabe cuál es su sitio y no acostumbra a desafiar el orden
establecido. Basar la estabilidad cotidiana en algo distinto de nuestra propia
bondad natural requeriría una estructura social pervertida, dedicada
explícitamente a quebrar el alma humana (el modelo de Auschwitz, si se quiere).
No afirmo, dicho sea de paso, que los seres humanos sean ni buenos ni agresivos
por necesidad biológica innata. Es evidente que tanto la generosidad como la
violencia laten en el interior de nuestra naturaleza porque, sin ninguna duda,
las perpetuamos a ambas. Sólo formulo una declaración estructural: que la
estabilidad social domina casi en todo momento, y debe estar basada en una
frecuencia netamente superior (aunque trágicamente ignorada) de actos bondadosos;
y que la bondad, por lo tanto, es nuestra respuesta habitual y predilecta en la
inmensa mayoría de las ocasiones.
Por favor, no interprete
el lector este ensayo como una iniciativa pretensiosa inscrita en la estúpida
tradición, ¿me atreveré a decirlo?, de apología académica liberal de la
crueldad humana, y tampoco como una tentativa insulsa y traída por los pelos de
hacer parecer buenos a los seres humanos en este mundo colmado de aflicción.
Éste no es un ensayo sobre el optimismo; en un ensayo sobre la tragedia. Si
pensara que los seres humanos son malos por naturaleza, simplemente lo diría,
qué diablos. Tenemos lo que nos merecemos, o lo que la evolución nos ha legado.
Pero el núcleo de la naturaleza humana arraiga en diez mil actos cotidianos de
bondad que definen nuestro día a día. ¿Puede haber algo más trágico que la
paradoja estructural de que este Everest de bondad esté colocado boca abajo
sobre su cumbre puntiaguda, y de que pueda ser derribado con tanta facilidad
por esporádicos acontecimientos contrarios a nuestra naturaleza cotidiana, y de
que sean estos acontecimientos los que forjen nuestra historia? En un sentido
profundo, no tenemos lo que nos merecemos.
La solución a nuestra
desgracias no estriba en superar nuestra «naturaleza», sino en romper la «gran
asimetría» y permitir que nuestras tendencias ordinarias asuman el control de
nuestra vidas. Ahora bien, ¿cómo podemos tomar lo cotidiano y sentarlo en el asiento
del conductor de la historia?
Fuente: Gould, S. J. (2006), Ocho cerditos, Crítica, Barcelona.
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