30/1/20

Matar al padre

El restaurante no es viejo, pero habría que esconder esos cables que cuelgan y echarle otra mano de pintura a las paredes. En realidad no sé si hace falta remozar el local, porque los clientes son casi siempre ancianos que comen a solas, con la mirada fija en el plato. Ya todo les da igual, no parece importarles la mayor o menor elegancia del comedor. Comen, pagan y se van. Sus hijos y los hijos de sus hijos a menudo se mudaron a barrios más chics de la ciudad o al extranjero. Los dueños del restaurante, en cambio, son veinteañeros que de a poco se han acostumbrado al letargo de sus clientes. El restaurante les rinde apenas lo justo para no pasar de la pobreza a la miseria. Una tarde de café el chico me contó su vida. Desde que salió de Las Aldeas ha tenido que dedicar la mayoría de sus horas a diversos oficios para sobrevivir. Las Aldeas es su forma de referirse a la fundación que lo crió, luego de que su padre lo depositara allí junto a su hermano cuando tenían menos de cuatro años. En Las Aldeas los niños duermen, comen y educan hasta los quince años.
–Algunos compañeros de Las Aldeas ahora viven del robo. Otros compran y venden droga. Pero algunos resultamos buenos para los negocios…
–Un día nos visitaron un grupo de psicólogos. La doctora que me atendió me preguntó si todavía odiaba a mi padre por lo que me había hecho. Yo le dije que nunca lo había odiado. Él me dio la vida, que es lo más importante, le dije.
Todo lo contaba con una sonrisa de dientes alineados estampada en el rostro, y yo no podía oírlo sin dejar de contrastar su experiencia con la mía. Mi papá me financió la vida entera y gracias a su ayuda he podido vivir sin apenas trabajar. Me distancié de él, como tantos, durante la adolescencia, pero no tardé en reconciliarme y ahora llevamos una relación amable, aunque no intimamos. Solo hemos tenido un par de desencuentros graves. La última vez me enfurecí cuando aseguró que las empleadas domésticas que cocinan no pueden tener vacaciones porque todos los días hay que comer. Le dije que nunca en su perra vida ha pensado en los más pobres mientras lo zarandeaba con toda mi fuerza y le arrojaba el agua de su vaso al rostro. Pasé una semana enfadado con él y conmigo mismo, pero él me dio una lección perdonándome sin necesidad de usar las palabras te perdono.
El autor más leído de la secta solía tener un talante pesimista que casi todos habíamos interiorizado fácilmente porque a la mayoría la vida nos resultaba, en el fondo, molesta. Había escrito que los padres no quieren que sus hijos sean felices sino exitosos; que la gente tiene hijos básicamente por dos motivos, porque no saben cómo evitarlos o porque creen que los hijos mejorarán su vida; que nunca había entendido por qué a la gente le parece mejor existir que no existir. Solo testimonios como el del chico del restaurante nos ponían a dudar de las pocas certezas que habíamos acumulado a lo largo de la dolorosa experiencia de vivir.

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