El restaurante no es viejo, pero habría
que esconder esos cables que cuelgan y echarle otra mano de pintura a las
paredes. En realidad no sé si hace falta remozar el local, porque los clientes son
casi siempre ancianos que comen a solas, con la mirada fija en el plato. Ya
todo les da igual, no parece importarles la mayor o menor elegancia del
comedor. Comen, pagan y se van. Sus hijos y los hijos de sus hijos a menudo se
mudaron a barrios más chics de la ciudad o al extranjero. Los dueños del
restaurante, en cambio, son veinteañeros que de a poco se han acostumbrado al
letargo de sus clientes. El restaurante les rinde apenas lo justo para no pasar
de la pobreza a la miseria. Una tarde de café el chico me contó su vida. Desde
que salió de Las Aldeas ha tenido que dedicar la mayoría de sus horas a diversos
oficios para sobrevivir. Las Aldeas
es su forma de referirse a la fundación que lo crió, luego de que su padre lo
depositara allí junto a su hermano cuando tenían menos de cuatro años. En Las Aldeas
los niños duermen, comen y educan hasta los quince años.
–Algunos compañeros de Las
Aldeas ahora viven del robo. Otros compran y venden droga. Pero algunos
resultamos buenos para los negocios…
–Un día nos visitaron un
grupo de psicólogos. La doctora que me atendió me preguntó si todavía odiaba a
mi padre por lo que me había hecho. Yo le dije que nunca lo había odiado. Él me
dio la vida, que es lo más importante, le dije.
Todo lo contaba con una
sonrisa de dientes alineados estampada en el rostro, y yo no podía oírlo sin dejar
de contrastar su experiencia con la mía. Mi papá me financió la vida entera y
gracias a su ayuda he podido vivir sin apenas trabajar. Me distancié de él, como tantos, durante la adolescencia, pero
no tardé en reconciliarme y ahora llevamos una relación amable, aunque no intimamos.
Solo hemos tenido un par de desencuentros graves. La última vez me enfurecí cuando
aseguró que las empleadas domésticas que cocinan no pueden tener vacaciones porque
todos los días hay que comer. Le dije que nunca en su perra vida ha pensado en
los más pobres mientras lo zarandeaba con toda mi fuerza y le arrojaba el agua de
su vaso al rostro. Pasé una semana enfadado con él y conmigo mismo, pero él me
dio una lección perdonándome sin necesidad de usar las palabras te perdono.
El autor más leído de la
secta solía tener un talante pesimista que casi todos habíamos interiorizado fácilmente
porque a la mayoría la vida nos resultaba, en el fondo, molesta. Había escrito
que los padres no quieren que sus hijos sean felices sino exitosos; que la
gente tiene hijos básicamente por dos motivos, porque no saben cómo evitarlos o
porque creen que los hijos mejorarán su vida; que nunca había entendido por qué
a la gente le parece mejor existir que no existir. Solo testimonios como el del
chico del restaurante nos ponían a dudar de las pocas certezas que habíamos
acumulado a lo largo de la dolorosa experiencia de vivir.
No hay comentarios:
Publicar un comentario