Juanito se sumó a la secta a los cuarenta
años de edad, luego de un periplo vital más bien sinuoso y vertiginoso. Nació en
un hogar rural pobre a las afueras de la capital, no se casó ni tuvo hijos,
soportó estoicamente la temprana muerte de la mujer de su vida, su mamá, y
llegó a liderar la empresa de venta y mantenimiento de impresoras número uno del
país (en realidad la empresa se había diversificado apenas comenzó a crecer, pero
conservó ese eslogan durante años). Un buen día vendió su gran empresa a otra extranjera
todavía mayor y empezó a invertir el dinero ganado en diversas causas justas. Primero
repartió un millón de dólares entre mil pobres, quinientos billetes de veinte
entregados directamente en sus manos. Lo hizo alentado por un párrafo admirable
de Réquiem por el sueño americano, en
el que se asegura que dar dinero a los pobres «estimula la producción, estimula
la inversión, conduce a un aumento de puestos de trabajo, etcétera». (Cuando
Juanito ya era parte de la secta le pregunté cómo sabía que los beneficiarios
eran realmente pobres. Me contestó que a muchos los conocía, y a los
desconocidos los identificaba por el aspecto, por los gustos, por la manera de
hablar y de emplear el tiempo.) Los medios de comunicación empezaron a reseñar
sus obras de caridad y ganó de golpe variopintos admiradores… muchos de los
cuales se evaporaron al enterarse de las otras causas que Juanito apoyaba. Porque
a la vez que repartía dinero entre los más pobres, ayudaba a financiar a grupos
de teatro y antitaurinos, a Médicos Sin Fronteras, Amnistía Internacional y a
la Corte Penal Internacional. No sé por qué mucha gente que admira la caridad
detesta la reforma social. Les gusta que se ayude al débil, pero no lo
suficiente como para que deje de ser débil. Ni por qué admiran la caridad que
se hace en silencio, pero aborrecen la que se publicita, como si halagar al que
regala dinero devaluara los billetes que entrega. Tal vez les molesta reconocer
que la gente que hace el bien es mejor que la que nada hace. Como a Juanito no
le afectaban las críticas ni el número variable de fans, continuó su cruzada hasta
que se le agotó el capital. Cuando lo contactamos, había decidido volver al
anonimato de su primera juventud e incluso barajaba la posibilidad de regresar a
su pueblo natal de gallinas, árboles frutales y cielos estrellados. En la secta
habíamos escuchado con fervor las entrevistas que le hacían en la radio y
pensábamos que sería estupendo tenerlo entre nosotros, pero qué podía significarle
nuestra camaradería a un sujeto realizado y feliz. Solo nos animamos a hacerle
una propuesta cuando le oímos decir que con frecuencia soportaba episodios de intensísima
soledad. No tardó en incorporarse a la
secta y convertirse en uno de los tres jefes.
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16/1/20
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