Por Roberto Bolaño
Después los paracaidistas se pusieron a
hablar de cine, al que eran muy aficionados, al igual que la secretaria, y le
preguntaron a Archimboldi en qué frente había estado y en qué arma servido, a
lo que Archimboldi contestó que en el este, siempre en el este, y en la infantería
hipomóvil, aunque en los últimos años no había visto un mulo o un caballo ni
por casualidad. Los paracaidistas, por el contrario, habían combatido siempre
en el oeste, en Italia, Francia y alguno en Creta, y tenían ese aire
cosmopolita de los veteranos del frente del oeste, un aire de jugadores de
ruleta, de trasnochadores, de catadores de buenos vinos, de gente que entraba
en los burdeles y saludaba a las putas por su nombre, un aire que se
contraponía al que solían exhibir los veteranos del frente del este, que más
bien parecían muertos vivientes, zombis, habitantes de cementerios, soldados
sin ojos y sin bocas, pero con penes, pensó Archimboldi, porque el pene, el
deseo sexual, lamentablemente es lo último que el hombre pierde, cuando debería
ser lo primero, pero no, el ser humano sigue follando, follando o follándose,
que viene a ser lo mismo, hasta el último suspiro, como el soldado que quedó
atrapado bajo un montón de cadáveres y allí, bajo los cadáveres y la nieve, se
construyó con su pala reglamentaria una cuevita, y para pasar el tiempo se
metía mano a sí mismo, cada vez con mayor atrevimiento, pues una vez
desaparecidos el susto y la sorpresa de los primeros instantes, ya sólo
quedaban el miedo a la muerte y el aburrimiento, y para matar el aburrimiento
empezó a masturbarse, primero con timidez, como si estuviera en el proceso de
seducción de una jardinerita o de una pastorcita, luego cada vez con mayor
decisión, hasta que consiguió forzarse a su entera satisfacción, y así estuvo
quince días, encerrado en su cuevita de cadáveres y nieve, racionando la comida
y dando rienda suelta a sus deseos, los cuales no lo debilitan, al contrario,
parecían retroalimentarse, como si el soldado en cuestión se bebiera su propio
semen o como si tras volverse loco hubiera encontrado la salida olvidada hacia
una nueva cordura, hasta que las tropas alemanas
contraatacaron y lo encontraron, y aquí había un dato curioso, pensó
Archimboldi, pues uno de los soldados que lo libró del montón de cadáveres
malolientes y de la nieve que se había ido acumulando, dijo que el tipo en
cuestión olía a algo extraño es decir no olía a suciedad ni a mierda ni a
orines, tampoco olía bien, un olor
fuerte, si acaso, pero bueno, como a
perfume barato, perfume húngaro o perfume de gitanos, con un ligero aroma a
yogur, tal vez, con un ligero aroma a raíces, tal vez, pero lo que predominaba
no era, ciertamente, el olor a yogur o a raíces sino otra cosa, una cosa que
sorprendió a todos los que estaban allí, sacando a paladas los cadáveres para
enviarlos tras las líneas o darles cristiana sepultura, un olor que apartaba las aguas, como hizo Moisés en
el Mar Rojo, para que el soldado en cuestión, que apenas podía tenerse de pie,
pudiera pasar, ¿pero pasar adónde?, cualquiera lo sabía, a retaguardia, a un
manicomio en la patria, seguramente.
Fuente: Bolaño, R. (2004), 2666, Anagrama, Barcelona.
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