17/12/20

Los locos y los dictadores

Por Bertrand Russell

Por egoísmo, el hombre se ha hecho gregario, pero instintivamente ha continuado siendo, en gran medida, solitario; de aquí la necesidad de la religión y de la moral para reforzar el interés propio. Mas la costumbre de renunciar a las satisfacciones presentes por amor a las conveniencias futuras es pesado, y cuando las pasiones están excitadas, las limitaciones prudentes de la conducta social se hacen difíciles de soportar. Quienes en tales épocas se desprenden de ellos, adquieren una energía nueva y un sentimiento de fuerza por la terminación del conflicto interior y, aunque al final pueden llegar a un desastre, gozan mientras tanto de un sentimiento de exaltación divina que, aunque conocido de los grandes místicos, no puede ser experimentado nunca por una virtud meramente pedestre. La parte solitaria de su naturaleza se reafirma, pero si el intelecto sobrevive la reafirmación se cubre con el ropaje del mito. El místico se hace uno con Dios y en la contemplación del infinito se siente dispensado del deber respecto a su prójimo. El rebelde anárquico lo hace aún mejor: se siente, no uno con Dios, sino Dios. La verdad y el deber, que representan nuestra sujeción a la materia y a nuestros prójimos, no existen ya para el hombre que se ha convertido en Dios; para los otros la verdad es lo que él afirma, el deber es lo que él ordena. Si todos pudiéramos vivir solitarios y sin trabajar, todos podríamos gozar este éxtasis de independencia; como no podemos, sus delicias sólo están al alcance de los locos y de los dictadores.

Fuente: Russell, B. (1946), Historia de la filosofía occidental, Espasa, Madrid.


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