Por Bertrand Russell
Por egoísmo, el hombre se ha hecho
gregario, pero instintivamente ha continuado siendo, en gran medida, solitario;
de aquí la necesidad de la religión y de la moral para reforzar el interés
propio. Mas la costumbre de renunciar a las satisfacciones presentes por amor a
las conveniencias futuras es pesado, y cuando las pasiones están excitadas, las
limitaciones prudentes de la conducta social se hacen difíciles de soportar.
Quienes en tales épocas se desprenden de ellos, adquieren una energía nueva y
un sentimiento de fuerza por la terminación del conflicto interior y, aunque al
final pueden llegar a un desastre, gozan mientras tanto de un sentimiento de
exaltación divina que, aunque conocido de los grandes místicos, no puede ser
experimentado nunca por una virtud meramente pedestre. La parte solitaria de su
naturaleza se reafirma, pero si el intelecto sobrevive la reafirmación se cubre
con el ropaje del mito. El místico se hace uno con Dios y en la contemplación
del infinito se siente dispensado del deber respecto a su prójimo. El rebelde
anárquico lo hace aún mejor: se siente, no uno con Dios, sino Dios. La verdad y
el deber, que representan nuestra sujeción a la materia y a nuestros prójimos,
no existen ya para el hombre que se ha convertido en Dios; para los otros la
verdad es lo que él afirma, el deber es lo que él ordena. Si
todos pudiéramos vivir solitarios y sin trabajar, todos podríamos gozar este
éxtasis de independencia; como no podemos, sus delicias sólo están al alcance
de los locos y de los dictadores.
Fuente: Russell, B. (1946), Historia
de la filosofía occidental, Espasa, Madrid.
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