30/5/19

Ida y vuelta

Lo primero que veo cuando salgo de casa es un contenedor de basura que huele muy mal. En las noches, pero a veces también a plena tarde, los minadores se introducen en él para sacar todo lo que se pueda reciclar, objetos metálicos, plásticos, papel. Ahora mismo hay uno dentro y lo miro de reojo mientras comienzo a dibujar eles con las cuadras para llegar al bus que me llevará al edificio. La estación de bus queda frente a un burdel, en una cuadra que dentro de ocho horas estará ennegrecida de noche y salpicada del amarillo que proyecta el alumbrado público y del blanco que irradian los focos de los locales comerciales, pero que a esta hora de la mañana parece una cuadra más. Me siento en la penúltima fila, junto a la ventana, e intento concentrarme en la novela de turno. Los protagonistas son Amaro y Amalia. Amalia es bella y niña. Amaro es un cura sin vocación. Desde el comienzo se presiente la futura unión de los cuerpos, pero estoy en la página trescientos y no han pasado de un par de besos. El bus me deja a dos eles de la meta, un edificio de doce pisos con ascensores que solo te permiten ir a un piso u otro. El recepcionista me da la tarjeta correspondiente al piso once. En el ascensor me enfrento con una chica glamurosa que me come con los ojos. La señora que me recibe la factura en el piso once tampoco me deja de mirar y se nota que la pongo nerviosa. No sé qué pensar, siempre me he sentido feo. Salgo del edificio a toda prisa y agarro el bus de regreso que va atiborrado de gente. Logro sentarme pero no me apetece leer a Eça de Queirós ni a nadie. Al salir de la estación veo a una bella ingresando al burdel. En la última ele, frente al contenedor de basura, saludo con la pareja del restaurante. Son jóvenes prematuramente envejecidos. Me cuentan que apenas venden treinta almuerzos diarios y que el dinero solo les alcanza para pagar el arriendo y a la cocinera. Son casi tan pobres como los minadores del contenedor.

22/5/19

El cuento del gallo capón

Por Gabriel García Márquez
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Se reunían a conversar sin tregua, a repetirse durante horas y horas los mismos chistes, a complicar hasta los límites de la exasperación el cuento del gallo capón, que era un juego infinito en que el narrador preguntaba si querían que les contara el cuento del gallo capón, y cuando contestaban que sí, el narrador decía que no les había pedido que dijeran que sí, sino que si querían que les contara el cuento del gallo capón, y cuando contestaban que no, el narrador decía que no les había pedido que dijeran que no, sino que si querían que les contara el cuento del gallo capón, y cuando se quedaban callados el narrador decía que no les había pedido que se quedaran callados, sino que si querían que les contara el cuento del gallo capón, y nadie podía irse, porque el narrador decía que no les había pedido que se fueran, sino que si querían que les contara el cuento del gallo capón, y así sucesivamente, en un círculo vicioso que se prolongaba por noches enteras.
Fuente: García Márquez, G. (1967), Cien años de soledad, Random House Mondadori, Buenos Aires.

15/5/19

Los ojos tapados

Por José Saramago
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Levantó la cabeza hacia las esbeltas columnas, hacia las altas bóvedas, para comprobar la seguridad y la estabilidad de la circulación sanguínea, luego dijo, Ya estoy bien, pero en aquel mismo instante pensó que se había vuelto loca, o que, desaparecido el vértigo, sufría ahora alucinaciones, no podía ser verdad aquello que los ojos le mostraban, aquel hombre clavado en la cruz con una venda blanca cubriéndole los ojos, y, al lado una mujer con el corazón traspasado por siete espadas y con los ojos también tapados por una venda blanca, y no eran sólo este hombre y esta mujer los que así estaban, todas las imágenes de la iglesia tenían los ojos vendados, las esculturas con un paño blanco atado alrededor de la cabeza, y los cuadros con una gruesa pincelada de pintura blanca, y más allá estaba una mujer enseñando a su hija a leer, y las dos tenían los ojos tapados, y un hombre con un libro abierto donde se sentaba un niño pequeño, y los dos tenían los ojos tapados, y un viejo de larga barba, con tres llaves en la mano, y tenía los ojos tapados, y otro hombre con el cuerpo acribillado de flechas, y tenía los ojos tapados, y una mujer con una lámpara encendida, y tenía los ojos tapados, y un hombre con heridas en las manos y en los pies y en el pecho, y tenía los ojos tapados, y otro hombre con un león, y los dos tenían los ojos tapados, y otro hombre con un cordero, y los dos tenían los ojos tapados, y otro hombre con un águila, y los dos tenían los ojos tapados, y otro hombre con una lanza dominando a un hombre caído, con cornamenta el caído y con pies de cabra, y los dos tenían los ojos tapados, y otro hombre con una balanza, y tenía los ojos tapados, y un viejo calvo sosteniendo un lirio blanco, y tenía los ojos tapados, y otro viejo apoyado en una espada desenvainada, y tenía los ojos tapados, y un hombre con dos cuervos, y los tres tenían los ojos tapados, sólo había una mujer que no tenía los ojos tapados porque los llevaba arrancados en una bandeja de plata.
Fuente: Saramago, J. (1995), Ensayo sobre la ceguera, Alfaguara, Buenos Aires.

8/5/19

No estamos terminados

Por Eduardo Galeano
La verdad está en el viaje, no en el puerto. No hay más verdad que la búsqueda de la verdad. ¿Estamos condenados al crimen? Bien sabemos que los bichos humanos andamos muy dedicados a devorar al prójimo y a devastar el planeta, pero también sabemos que nosotros no estaríamos aquí si nuestros remotos abuelos del paleolítico no hubieran sabido adaptarse a la naturaleza de la que formaban parte, y si no hubieran sido capaces de compartir lo que recolectaban y cazaban. Viva donde viva, viva como viva, viva cuando viva, cada persona contiene a muchas personas posibles, y es el sistema de poder, que nada tiene de eterno, quien cada día invita a salir a escena a nuestros habitantes más jodidos, mientras impide que los otros crezcan y les prohíbe aparecer. Aunque estamos mal hechos, no estamos terminados; y es la aventura de cambiar y de cambiarnos la que hace que valga la pena este parpadeo en la historia del universo, este fugaz calorcito entre dos hielos, que nosotros somos.
Fuente: Galeano, E. (1998), Patas arriba, Siglo Veintiuno, Buenos Aires.

1/5/19

La cultura más pacífica y suave de la Antigüedad

Por Jesús Mosterín
Hacia el año -3000 el mundo egeo salió del estancamiento en que había permanecido durante los tres milenios precedentes. Por entonces se domesticó y empezó a cultivarse la viña y el olivo, sobre todo en las laderas pedregosas del sur de Grecia, en las islas Cicladas y en Creta. También por entonces se introdujo la metalurgia del cobre y, poco después, del bronce. La actividad económica se extendió considerablemente y el intercambio entre las diversas islas y poblados se incrementó.
Durante el milenio -III fueron las pequeñas islas Cicladas el foco del progreso en la zona, quizá debido a su estratégica situación, equidistantes de Anatolia, Creta y la Grecia continental. Sus alfareros y artesanos producían y exportaban gran cantidad de vasijas cerámicas y de copas y estatuillas de mármol. Sus comerciantes hacían de intermediarios entre Anatolia y Grecia, y llegaban hasta Italia y Sicilia. Al final del milenio -III, sin embargo, su cultura declinó y acabó siendo absorbida por la pujante cultura protourbana de Creta.
Todas las potencialidades del periodo anterior culminaron en el paso a la civilización protourbana en la gran isla de Creta hacia -2000. Entre -2000 y -1450, aproximadamente, se desarrolló en Creta la llamada cultura minoica. Fueron 550 años de paz y prosperidad, durante los cuales se construyeron enormes palacios en Knosos, Festós, Malia y otros lugares.
Los palacios minoicos eran a la vez residencias señoriales, templos religiosos, centros sociales, sedes de la burocracia centralizada y de la contaduría pública, y depósitos de los excedentes agrícolas y de la producción artesanal. En sus enormes sótanos se almacenaba el aceite, el vino y el trigo, y en ellos trabajaban los artesanos y se realizaba el intercambio comercial. El palacio de Knosos, que era el principal, tenía en sus sótanos depósitos de aceite con una capacidad de 240.000 litros. En el palacio y sus aledaños vivían unas 40.000 personas, organizadas en un sistema de avanzada división del trabajo, constituyendo una genuina cuidad.
Los palacios cretenses constituían eficaces sistemas de redistribución de la producción en una sociedad que todavía carecía de dinero. Además, eran los centros de un activo comercio marítimo que abarcaba todo el Egeo y llegaba hasta Egipto. Precisamente para registrar sus transacciones comerciales, deudas, envíos y trueques, así como para satisfacer las necesidades de la burocracia redistributiva, los cretenses inventaron y usaron dos sistemas de escritura: la llamada escritura jeroglífica cretense y la escritura lineal A. Ninguna de ella ha podido ser descifrada hasta ahora.
La cultura cretense minoica era una cultura en cierto modo feminista y próxima al matriarcado, en contraste con el patriarcado y el machismo posterior de los griegos clásicos. En general, los pueblos pastores, guerreros y nómadas suelen exaltar al macho y al patriarca, mientras que los agricultores antiguos tendían a preciar la fecundidad por encima de todo. Sea esto como fuere, las mujeres parecen haber gozado de una libertad y posición social muy superiores a lo que era habitual en la época e incluso en la Grecia clásica posterior.
En la religión cretense los dioses más importantes son diosas, sobre todo la gran Diosa Madre, diosa de la tierra y de la fecundidad. Las sacerdotisas eran más importantes que los sacerdotes, los cuales se vestían a veces de mujeres cuando oficiaban. Siguiendo la tradición anatolia, la Diosa Madre paría cada año al dios de la vegetación, que luego se convertía en su amante para volver a morir de nuevo. Los cretenses estaban muy preocupados por los terremotos, que más de una vez habían destruido sus palacios. Para evitarlos, se aplacaba a la gran diosa, en su calidad de diosa de la tierra, mediante el juego con los toros, complejo ritual religioso que incluía un espectáculo circense-deportivo, en el que jóvenes atletas saltaban y hacían piruetas encima del toro sin herirlo de ninguna manera (y que no tenía nada que ver con la sangrienta y cutre corrida de toros actual).
Imagen tomada de https://bit.ly/2OtMh3l
Los cretenses vivían bien y en paz. Dominando el mar, habiendo acabado con la piratería, alejados de los grandes imperios hetita, babilonio y egipcio de la época, pensando quizá que el mar que rodea a Creta constituía suficiente defensa, no temían los ataques exteriores. Y llevándose bien unos palacios con otros y unas clases con otras, tampoco parecían temer los ataques interiores. En cualquier caso, sus palacios carecían por completo de fortificaciones y defensas. Los frescos pintados en sus paredes representan mujeres elegantes (amplias faldas, chalecos ceñidos, pechos al aire, complejo peinado) en animada conversación, hombres ágiles de cintura estrecha, ceremonias religiosas, fiestas, juegos y jardines. Nunca se representan armas, ni guerreros, ni muertes, ni batallas. No hubo cultura tan pacífica y suave en toda la Antigüedad.
Hacia el -1450 una tremenda explosión volcánica destruyó por completo la cercana isla de Thera. Al parecer, los efectos de esta explosión fueron fatales para Creta. Probablemente su flota quedó destruida. En cualquier caso, poco después la isla de Creta fue conquistada y sus palacios saqueados por los invasores micénicos.
Fuente: Mosterín, J. (2006), El pensamiento arcaico, Alianza Editorial, Madrid.

24/4/19

La fiesta

Desde fuera yo veía cómo movían las cabezas de izquierda a derecha, de izquierda a derecha, casi al unísono, y veía que al mismo tiempo que las cabezas movían las piernas, dando pequeños pasos en el propio terreno, y a la vez que las cabezas y las piernas movían los traseros y los brazos con una gracia que no sé describir, y a casi todos semejante movimiento les dejaba sin energía para nada más, pero dos o tres alcanzaban todavía a decir te perderás dentro de mis recuerdos por haberme hecho llorar, y había uno que cantaba tan bien que podría haber acompañado a la mismísima Natalia Lafourcade o al resto de intérpretes de esta fiesta que había comenzado con «Made in Japan» de Alphaville, y que había atravesado por los pregones de Héctor Lavoe y por un rocanrol de los Kinks que dice me gustaría volar pero ni siquiera puedo nadar, y aunque la música variaba el baile era siempre lo mismo, mover las cabezas y las piernas y los traseros y los brazos, y si desde fuera todo lucía más bien ridículo, por dentro cundía una magia blanca, la seria diversión del rito muy esperado, una de las tantas caras del goce de vivir.

17/4/19

Ampliar el suelo de la jaula

Por Noam Chomsky
El anarquismo es célebre por oponerse al Estado, al mismo tiempo que aboga por «una administración planificada en interés de la comunidad», en palabras de Rocker; y, aparte de eso, por amplias federaciones de comunidades y lugares de trabajos dotados de autogobierno. En el mundo real actual, los anarquistas centrados en esos objetivos apoyan a menudo al poder del Estado para proteger a las personas, a la sociedad y a la tierra de los estragos de la concentración del capital en manos privadas. Pensemos, por ejemplo, en un respetado periódico anarquista como Freedom, creado como un periódico del socialismo anarquista por los seguidores de Kropotkin en 1886. Al abrir sus páginas, vemos que muchas de ellas están dedicadas a defender esos derechos, a menudo invocando al poder del Estado, como la regulación de la seguridad y la protección sanitaria y medioambiental.
Aquí no hay ninguna contradicción. Las personas viven, sufren y resisten en el mundo real de la sociedad existente, y cualquier persona digna debería ser partidaria de emplear todos los medios a su alcance para salvaguardarlos y beneficiarse de ellos, aun cuando el objetivo a largo plazo sea dejar de lado estos recursos y crear alternativas preferibles. Al tratar estos temas, a veces he tomado prestada una imagen utilizada por el movimiento de trabajadores rurales brasileños. Hablan de ampliar el suelo de la jaula, la jaula de las instituciones coercitivas existentes que pueden ampliarse mediante la lucha popular, como ha sucedido efectivamente a lo largo de muchos años. Y podemos ampliar la imagen y pensar en la jaula de las instituciones del Estado coercitivo como una protección frente a las bestias salvajes que merodean por el exterior, las instituciones capitalistas depredadoras apoyadas por el Estado y entregadas, en principio, a la vil máxima de los amos, el beneficio privado, el poder y la dominación, con el interés de la comunidad y sus miembros como algo secundario en el mejor de los casos, tal vez apreciado de manera retórica, pero descartado en la práctica por principio e incluso por ley.
Fuente: Chomsky, N. (2016), ¿Qué clase de criaturas somos?, Planeta, Barcelona.

10/4/19

Bob Marley

Por Eduardo Galeano
Imagen tomada de https://bit.ly/2IIn2ek
Bob Marley nació en el pobrerío, y grabó sus primeras músicas durmiendo en el suelo del estudio.
Y en pocos años se hizo rico y famoso y durmió en lecho de plumas, abrazado a Miss Mundo, y fue adorado por las multitudes.
Pero nunca olvidó que él no era solamente él.
Por su voz cantaba el sonoro silencio de los tiempos pasados, la fiesta y la furia de los esclavos guerreros que durante dos siglos habían vuelto locos a sus amos en las montañas de Jamaica.
Fuente: Galeano, E. (2012), Los hijos de los días, Siglo Veintiuno, Buenos Aires.

3/4/19

La regeneración moral de los individuos

Por Bertrand Russell
En la vida diaria de la mayoría de hombres y mujeres, el miedo desempeña un papel más importante que la esperanza. La idea de que otros puedan arrebatarles sus posesiones está más presente que la del goce que ellos mismos podrían causar en su existencia o la de aquellos con quienes la comparten.
No es así como debería sentirse la vida.
A aquellos cuyas vidas resultan beneficiosas para sí mismos, para sus amigos o para el mundo les inspira la esperanza y les sustenta la alegría. Imaginan las cosas como podrían ser y llevarse a cabo. En sus relaciones personales, no les provoca ansiedad el temor a perder el afecto o el respeto que reciben, sino que se preocupan de darlo sin buscar nada a cambio y en esto consiste su recompensa. En su trabajo, no les causa envidia la competencia sino que se interesan por sus propios asuntos. Y, en la política, no pierden tiempo ni energía defendiendo los injustos privilegios de la clase o nación a que pertenecen, sino que aspiran en general a un mundo más feliz, menos cruel, con menos conflictos derivados de la codicia y con más seres humanos libres de cualquier opresión que impida su crecimiento.
Una vida regida por este espíritu –que busca crear más que poseer– disfruta de una felicidad elemental que la adversidad no puede sustraer por entero. Ésta es la vida que recomiendan los Evangelios y todos los grandes maestros. Quienes la han hallado, se han liberado de la tiranía del miedo puesto que lo que más valoran en sus vidas no está a merced de ningún poder externo. Si todos los hombres tuvieran el coraje de concebir así la existencia pese a los obstáculos y el desaliento, no habría necesidad, para empezar, de que ninguna reforma política y económica regenerase el mundo. Todos los cambios surgirían automáticamente, sin oponer resistencia, de la regeneración moral de los individuos. No obstante, aunque la doctrina de Cristo ha sido asimilada formalmente por el mundo desde hace muchos siglos, aquellos que la siguen todavía continúan siendo perseguidos como lo fueron en la época de Constantino. La experiencia ha demostrado que muy pocas personas logran ver, más allá de los males aparentes de una vida de paria, la felicidad interior que proviene de la fe y la esperanza creadora. Para superar la tiranía del miedo, no basta con predicar el valor y la indiferencia hacia la adversidad, como cree la mayoría de los hombres, sino que hay que acabar con las causas del miedo, hacer posible una buena vida en todos los sentidos y disminuir el posible daño infligido a quienes no puedan defenderse.
Fuente: Russell, B. (1918), Caminos de libertad, Tecnos, Madrid.

27/3/19

Marco Aurelio

Por Jesús Mosterín
Imagen tomada de https://bit.ly/2H4qFcY
Marco Aurelio predicaba el amor universal, incluso a los que yerran y a los que nos odian. Nosotros no debemos odiar a nadie, ni siquiera a quien trata de matarnos. En definitiva quien hace el mal a otro solo se perjudica a sí mismo, pues es él mismo quien se hace malo. Marco Aurelio, como emperador, procuró proteger a los esclavos, a los huérfanos, a los débiles todos. Fue un juez justo, pero indulgente, un buen administrador y un defensor esforzado de las fronteras del Imperio. Él cumplía con lo que consideraba su deber, sin ilusiones, pero sin desfallecimientos. Y en las noches frías de la desorientación y el desánimo, en la tienda de campaña militar, a la luz de un candil, pergeñaba reflexiones estoicas para sí mismo, para ayudarse a vivir. Él fue el último emperador realmente grande de Roma y el último gran filósofo estoico.
Mosterín, J. (2007), Roma, Alianza Editorial, Madrid.

20/3/19

El más largo viaje jamás realizado

Por Eduardo Galeano
1522
Sevilla
Nadie los creía vivos, pero llegaron anoche. Arrojaron el ancla y dispararon toda su artillería. No desembarcaron en seguida ni se dejaron ver. Al amanecer aparecieron sobre las piedras del muelle. Temblando y en andrajos, entraron en Sevilla con hachones encendidos en las manos. La multitud abrió paso, atónita, a esta procesión de esperpentos encabezada por Juan Sebastián de Elcano. Avanzaban tambaleándose, apoyándose los unos en los otros, de iglesia en iglesia, pagando promesas, siempre perseguidos por el gentío. Iban cantando.
Habían partido hace tres años, río abajo, en cinco naves airosas que tomaron rumbo al oeste. Eran un montón de hombres a la ventura, venidos de todas partes, que se habían dado cita para buscar, juntos, el paso entre los océanos y la fortuna y la gloria. Eran todos fugitivos; se hicieron a la mar huyendo de la pobreza, del amor, de la cárcel o de la horca.
Los sobrevivientes hablan, ahora, de tempestades, crímenes y maravillas. Han visto mares y tierras que no tenían mapa ni nombre; han atravesado seis veces la zona donde el mundo hierve, sin quemarse nunca. Al sur han encontrado nieve azul y en el cielo, cuatro estrellas en cruz. Han visto al sol y a la luna andar al revés y a los peces volar. Han escuchado hablar de mujeres que preña el viento y han conocido unos pájaros negros, parecidos a los cuervos, que se precipitan en las fauces abiertas de las ballenas y les devoran el corazón. En una isla muy remota, cuentan, habitan personitas de medio metro de alto, que tienen orejas que les llegan a los pies. Tan largas son las orejas que cuando se acuestan, una les sirve de colchón y la otra de manta. Y cuentan que cuando los indios de las Molucas vieron llegar a la playa las chalupas desprendidas de las naves, creyeron que las chalupas eran hijitas de las naves, que las naves las parían y les daban de mamar.
Los sobrevivientes cuentan que en el sur del sur, donde se abren las tierras y se abrazan los océanos, los indios encienden altas hogueras, día y noche, para no morirse de frío. Esos son indios tan gigantes que nuestras cabezas, cuentan, apenas si les llegaban a la cintura. Magallanes, el jefe de la expedición, atrapó a dos poniéndoles unos grilletes de hierro como adorno de los tobillos y las muñecas; pero después uno murió de escorbuto y el otro de calor.
Cuentan que no han tenido más remedio que beber agua podrida, tapándose las narices, y que han comido aserrín, cueros y carne de las ratas que venían a disputarles las últimas galletas agusanadas. A los que se morían de hambre los arrojaban por la borda, y como no había piedras para atarles, quedaban los cadáveres flotando sobre las aguas: los europeos, cara al cielo, y los indios boca abajo. Cuando llegaron a las Molucas, un marinero cambió a los indios seis aves por un naipe, el rey de oros, pero no pudo probar bocado de tan hinchadas que tenía las encías.
Ellos han visto llorar a Magallanes. Han visto lágrimas en los ojos del duro navegante portugués Fernando de Magallanes, cuando las naves entraron en el océano jamás atravesado por ningún europeo. Y han sabido de las furias terribles de Magallanes, cuando hizo decapitar y descuartizar a dos capitanes sublevados y abandonó en el desierto a otros alzados. Magallanes es ahora un trofeo de carroña en manos de los indígenas de las Filipinas que le clavaron en la pierna una flecha envenenada.
Imagen tomada de https://bit.ly/2VfJo8E
De los doscientos treinta y siete marineros y soldados que salieron de Sevilla hace tres años, han regresado dieciocho. Llegaron en una sola nave quejumbrosa, que tiene la quilla carcomida y hace agua por los cuatro costados.
Los sobrevivientes. Estos muertos de hambre que acaban de dar la vuelta al mundo por primera vez.
Fuente: Galeano, E. (1982), Memoria del fuego I. Los nacimientos, Siglo XXI, México, D.F.

13/3/19

Tenebrosos e insanos pensamientos agazapados en el fondo

Por Bertrand Russell
De Ann Arbor fui a Chicago, donde me alojé con un eminente ginecólogo y su familia. Este ginecólogo había escrito un libro sobre enfermedades de la mujer, que contenía un frontispicio del útero, a todo color. Me regaló ese libro, pero yo lo encontraba un poco embarazoso y terminé por regalárselo a un médico amigo. En teología, era librepensador, pero en cuanto a la moral era un frígido puritano. Era obviamente hombre de muy intensas pasiones sexuales, y su semblante mostraba los estragos del esfuerzo para dominarse. Su esposa era una vieja encantadora, bastante astuta dentro de sus limitaciones, pero que sometía a prueba a la generación más joven. Tenían cuatro hijas y un hijo, pero a éste, que murió poco después de la guerra, no llegué a conocerle. Una de las hijas fue a Oxford para estudiar griego bajo la dirección de Gilbert Murray, mientras yo vivía en Bagley Wood, y trajo una carta de presentación para Alys y para mí de su profesor de literatura inglesa en Bryan Mawr. Solamente vi a la muchacha unas cuantas veces en Oxford, pero la encontré muy interesante y deseé conocerla mejor. Cuando preparaba mi marcha a Chicago, me escribió para invitarme a alojarme en casa de sus padres. Salió a recibirme a la estación, y en seguida me encontré más a gusto con ella que con ninguna de las personas que había conocido en América. Descubrí que escribía una poesía bastante buena y que su sensibilidad literaria era notable e insólita. Pasé dos noches bajo el techo de sus padres, y la segunda la pasé con ella. Sus tres hermanas montaron la guardia para avisarnos si alguno de sus padres se acercaba. Era una mujer deliciosa, no bella en un sentido convencional, pero apasionada, poética y extraña. Había tenido una pubertad solitaria y desdichada, y parecía que yo podía darle lo que necesitaba. Convinimos en que iría a Inglaterra tan pronto como fuese posible y viviríamos juntos abiertamente. Y quizás nos casaríamos más adelante, si se podía obtener el divorcio. Inmediatamente después de esto, regresé a Inglaterra. En el barco escribía a Ottoline, contándole lo sucedido. Mi carta se cruzó con otra suya, en la que me decía que deseaba que nuestras relaciones, en lo sucesivo, fuesen puramente platónicas. Mis noticias y el hecho de que en América me había curado la piorrea, hicieron que cambiase de opinión. Cuando se lo proponía, Ottoline podía ser aún una amante tan deliciosa que renunciar a ella parecía imposible, pero desde hacía mucho tiempo rara vez se había mostrado en su mejor momento conmigo. Volvía a Inglaterra en junio, y hallé a Ottoline en Londres. Adquirimos la costumbre de ir a pasar el día a Burnham Beeches todos los martes. La última de estas excursiones la efectuamos el mismo día en que Austria declaró la guerra a Serbia. Ottoline estuvo soberanamente encantadora. Entretanto, la muchacha de Chicago había inducido a su padre, ignorante de lo ocurrido, a que la trajese a Europa. Embarcaron el 3 de agosto. Cuando llegaron, yo no podía pensar en nada que no fuese la guerra, y, como había resuelto manifestarme públicamente contra ella, no quería complicar mi situación con un escándalo privado, que habría inutilizado cuanto pudiera decir. Por consiguiente, juzgué imposible llevar a efecto lo que habíamos proyectado. Ella se quedó en Inglaterra y tuvimos relaciones íntimas de vez en cuando, pero el choque de la guerra mató mi pasión por ella y le destrocé el corazón. Finalmente, cayó víctima de una extraña enfermedad, que primero la paralizó y luego la privó de la razón. En su demencia, contó a su padre cuanto había sucedido. La última vez que la vi fue en 1924. A la sazón, la parálisis le impedía andar, pero estaba disfrutando de un intervalo lúcido. Cuando hablé con ella, sin embargo, pude percibir tenebrosos e insanos pensamientos agazapados en el fondo. Tengo entendido que, desde entonces, no tuvo ningún momento de lucidez. Antes que la asaltase la locura, poseía una mente singular y una disposición tan gentil como inusitada. Si no se hubiera interpuesto la guerra, el proyecto que elaboramos en Chicago podría habernos procurado una gran felicidad a ambos. Todavía siento la pesadumbre de aquella tragedia.
Fuente: Russell, B. (1975), Autobiografía, Edhasa, Barcelona.

6/3/19

¿Qué hizo con tu leche calentita?

Por Philip Roth
¿Y yo por qué voy a preocuparme, pues? ¿Por qué soy yo el único que se pasa horas probando condones en el sótano de casa? ¿Por qué soy yo el único que vive en permanente terror de la sífilis? ¿Por qué me voy corriendo a casa, con mi pequeño ojo enrojecido, imaginando que voy a quedarme ciego para siempre, cuando al cabo de media hora Bubbles va a estar de rodilla comiendo pollas? ¡A casa! ¡Con mi mamá! ¡En busca de mi vaso de leche con bizcocho, de mi camita limpia! ¡Oy, la civilización y las contrariedades que nos procura! Babalú, háblame, háblame, cuéntame cómo te lo hizo, cómo fue. Tengo que saberlo, y con todo detalle, con los detalles exactos. ¿Qué me dices de las tetas? ¿Y los pezones? ¿Y los muslos? ¿Qué hace con los muslos, Babalú, te agarra el culo con ellos, como en los libros eróticos, o te aprieta la polla hasta que te entran ganas de aullar, como en mis sueños? ¿Y el pelo de ahí abajo? Dime todo lo que pueda decirse del pelo púbico y de cómo huele, no me importa haberlo oído antes. Y ¿es de veras que se puso de rodillas, no estás puteándome? ¿De veras que se hincó de rodillas en el suelo? ¿Y los dientes, dónde mete los dientes? Y ¿qué hace, lame, aspira, ambas cosas a la vez? Dios del cielo, Babalú, ¿te corriste en su boca? ¡Dios del cielo! Y ¿se lo tragó en seguida, o lo escupió, o se puso como una fiera? ¡Dímelo! ¿Qué hizo con tu leche calentita? ¿La avisaste de que ibas a correrte o le soltaste el cargamento por las buenas, y allá se las apañara? Y ¿quién la metió? ¿Se la metió ella, la metiste tú, o entra sola, absorbida? Y ¿dónde habíais puesto la ropa? ¿En el sofá? ¿En el suelo? ¿Dónde, exactamente? ¡Quiero detalles! ¡Detalles! ¡Auténticos detalles! ¿Y las bragas y el sujetador? ¿Se los quitaste , se los quitó ella? Cuando estaba ahí abajo, mamándotela, ¿llevaba ropa? ¿Y la almohada debajo del culo, le pusiste una almohada debajo del culo, como hay que hacer, según el manual para parejas casadas de mis padres? ¿Qué pasó cuando te corriste en ella? ¿Se corrió ella también? Mandel, aclárame una cosa, tengo que saberlo: ¿se corren ellas también? ¿Echan algo? ¿O no hacen más que soltar gemidos? ¿O qué? ¿Cómo se corre ella? Voy a volverme loco, tengo que saber cómo es.
Fuente: Roth, P. (1969), El mal de Portnoy, Random House Mondadori, Barcelona.

27/2/19

El día de mi independencia

El día no comienza a media noche sino cuando abro los ojos y siento la erección. (El sueño no cuenta porque estar dormido es estar un poco muerto.) A la sensación del pene rozando la sábana solo hay que agregarle una escena de fantasía, una mujer de anuncio por ejemplo, para que el deseo me inunde y me vea obligado a agitar mi sexo hasta desinflarlo. Sobreviene entonces un cansancio bueno que invita al adormilamiento, pero lo cierto es que el día ha comenzado y hay que levantarse a trabajar. El monstruo tampoco descansa y a eso de las dos de la tarde tiene energía suficiente para volver a elevarse y pedirme que lo agite hasta vaciarlo. No es extraño que por la noche deba repetir el procedimiento. Me pregunto hasta cuándo estaré sometido a esta rutina. Me pregunto si la energía de mi monstruo es la del hombre promedio, o mayor, o menor. Si es menor, me pregunto cómo pueden esos hombres mirar a las mujeres a los ojos. Si es mayor, ¿tiene alguna relación con el hecho de tener un gran pene, más largo y más ancho que el de la mayoría? Cuántos años debo esperar para pasar una jornada entera –o una semana o un mes– sin manosearme. Cuánto falta para el día de mi independencia, para que seque mi semilla (a estas alturas sé que no la voy a utilizar). Que seque de una vez y acabe mi ansiedad por los cuerpos curvos y la ropa ceñida, esta avidez que me tiene buceando por sórdidas páginas donde hombres rudos cuentan sus experiencias con mujeres de alquiler.

20/2/19

Un fantasma caído por accidente desde otro planeta

Por Bertrand Russell
Salí de la cárcel en septiembre de 1918, cuando ya era evidente que la guerra finalizaba. Durante las últimas semanas, al igual que la mayoría de la gente, deposité mis esperanzas en Woodrow Wilson. El final de la guerra fue tan rápido y dramático que nadie tuvo tiempo de adaptar sus sentimientos a la nueva situación. La mañana del 11 de noviembre me enteré, pocas horas antes de que fuese del dominio público, que el Armisticio era inminente. Salí a la calle y se lo dije a un soldado belga, que me contestó: «Tiens, c'est chic!» Fui al estanco y se lo dije a la mujer que me servía. «Me alegra oírlo –dijo–, así ahora podremos librarnos de los alemanes internados.» A las once, cuando se anunció el Armisticio, yo me encontraba en Tottenham Court Road. En dos minutos todo el mundo que estaba en las tiendas y oficinas salió a la calle. Requisaron los autobuses y los obligaron a ir donde querían. Vi cómo un hombre y una mujer que se cruzaban en medio de la calle, totalmente extraños, se besaban al pasar.
Ya entrada la noche me quedé solo en las calles observando el humor de la muchedumbre, tal como había hecho un agosto cuatro años atrás. La multitud seguía siendo frívola, no había aprendido nada de este período de horror excepto aferrar un poco de placer con mayor desenfreno que antes. Me sentí extrañamente solitario en medio del regocijo general, como un fantasma caído por accidente desde otro planeta. Es verdad que yo también me alegraba, pero no sentía nada en común entre mi alegría y la de la muchedumbre. Toda mi vida he deseado sentir esa unión con una gran masa de seres humanos que experimentan los integrantes de multitudes entusiastas. A menudo, este deseo ha sido tan fuerte que me ha llevado a la decepción personal. Me he imaginado sucesivamente como liberal, socialista y pacifista, pero, en el sentido más profundo, jamás he sido nada de esto: siempre el intelecto escéptico, cuando más deseaba su silencio, me ha susurrado la duda, me ha arrancado del fácil entusiasmo de los otros y me ha transportado a una soledad desoladora. Durante la guerra, mientras trabajaba con cuáqueros, no-resistentes, socialistas, mientras estaba dispuesto a aceptar la impopularidad y la incomodidad propias de compartir opiniones impopulares, les decía a los cuáqueros que en mi opinión muchas guerras a lo largo de la historia se justificaban, y a los socialistas que le tenía terror a la tiranía del Estado. Me miraban con recelo, y aunque continuaban aceptando mi ayuda sentían que yo no era uno de ellos. Detrás de todas las actividades o placeres que he sentido desde mi primera juventud, siempre ha estado al acecho el dolor de la soledad. He escapado de él casi por completo en los momentos del amor, pero incluso entonces, pensándolo bien, me doy cuenta de que esta huida ha sido en parte una ilusión. No he conocido mujer alguna para quien la llamada del intelecto haya sido tan absoluta como lo es para mí, y cuando intervenía el intelecto, descubría que faltaba la comprensión y el cariño que busco en el amor. Aquello que Spinoza llama «el amor intelectual a Dios» ha sido para mí el mejor motivo para vivir, aunque no he tenido siquiera el dios vagamente abstracto –que Spinoza se permitía– a quien dedicar mi amor intelectual. He amado a un fantasma, y al hacerlo mi ser más profundo se ha vuelto espectral. Por lo tanto lo he ido enterrando más y más hondo, bajo capas de jovialidad, afecto y alegría de vivir. Pero mis sentimientos más profundos han permanecido siempre solitarios y no han encontrado compañía en las cosas humanas. El mar, las estrellas, el viento nocturno en parajes desolados, significan más para mí que los seres humanos que más quiero, y soy consciente de que para mí, en el fondo, el afecto humano es un intento de escapar de la vana búsqueda de Dios.
Fuente: Russell, B. (1975), Autobiografía, Edhasa, Barcelona.

13/2/19

Simón Rodríguez

Por Eduardo Galeano
1851
Latacunga
–En lugar de pensar en medos, en persas, en egipcios, pensemos en los indios. Más cuenta nos tiene entender a un indio que a Ovidio. Emprenda su escuela con indios, señor rector.
Simón Rodríguez ofrece sus consejos al colegio del pueblo de Latacunga, en Ecuador: que una cátedra de lengua quechua sustituya a la de latín y que se enseñe física en lugar de teología. Que el colegio levante una fábrica de loza y otra de vidrio. Que se implanten maestranzas de albañilería, carpintería y herrería.
Imagen tomada de https://bit.ly/2DwJkKq
Por las costas del Pacífico y las montañas de los Andes, de pueblo en pueblo, peregrina don Simón. Él nunca quiso ser árbol, sino viento. Lleva un cuarto de siglo levantando polvo por los caminos de América. Desde que Sucre lo echó de Chuquisaca, ha fundado muchas escuelas y fábricas de velas y ha publicado un par de libros que nadie leyó. Con sus propias manos compuso los libros, letra a letra, porque no hay tipógrafo que pueda con tantas llaves y cuadros sinópticos. Este viejo vagabundo, calvo y feo y barrigón, curtido por los soles, lleva a cuestas un baúl lleno de manuscritos condenados por la absoluta falta de dinero y de lectores. Ropa no carga. No tiene más que la puesta.
Bolívar le decía mi maestro, mi Sócrates. Le decía: Usted ha moldeado mi corazón para lo grande y lo hermoso. La gente aprieta los dientes, por no reírse, cuando el loco Rodríguez lanza sus peroratas sobre el trágico destino de estas tierras hispanoamericanas:
–¡Estamos ciegos! ¡Ciegos!
Casi nadie lo escucha, nadie le cree. Lo tienen por judío, porque va regando hijos por donde pasa y no los bautiza con nombres de santos, sino que los llama Choclo, Zapallo, Zanahoria y otras herejías. Ha cambiado tres veces de apellido y dice que nació en Caracas, pero también dice que nació en Filadelfia y en Sanlúcar de Barrameda. Se rumorea que una de sus escuelas, la de Concepción, en Chile, fue arrasada por un terremoto que Dios envió cuando supo que don Simón enseñaba anatomía paseándose en cueros ante los alumnos.
Cada día está más solo don Simón. El más audaz, el más querible de los pensadores de América, cada día más solo.
A los ochenta años, escribe:
–Yo quise hacer de la tierra un paraíso para todos. La hice un infierno para mí.
Fuente: Galeano, E. (1984), Memoria del fuego 2: Las caras y las máscaras, Siglo Veintiuno, Buenos Aires.

6/2/19

De la Maga para Rocamadour

Por Julio Cortázar
Bebé Rocamadour, bebé bebé. Rocamadour:
Rocamadour, ya sé que es como un espejo. Estás durmiendo o mirándote los pies. Yo aquí sostengo un espejo y creo que sos vos. Pero no lo creo, te escribo porque no sabés leer. Si supieras no te escribiría o te escribiría cosas importantes. Alguna vez tendré que escribirte que te portes bien o que te abrigues. Parece increíble que alguna vez, Rocamadour. Ahora solamente te escribo en el espejo, de vez en cuando tengo que secarme el dedo porque se moja de lágrimas. ¿Por qué, Rocamadour? No estoy triste, tu mamá es una pavota, se me fue al fuego el borsch que había hecho para Horacio; vos sabés quién es Horacio, Rocamadour, el señor que el domingo te llevó el conejito de terciopelo y que se aburría mucho porque vos y yo nos estábamos diciendo tantas cosas y él quería volver a París; entonces te pusiste a llorar y él te mostró como el conejito movía las orejas; en ese momento estaba hermoso, quiero decir Horacio, algún día comprenderás, Rocamadour.
Rocamadour, es idiota llorar así porque el borsch se ha ido al fuego. La pieza está llena de remolacha, Rocamadour, te divertirías si vieras los pedazos de remolacha y la crema, todo tirado por el suelo. Menos mal que cuando venga Horacio ya habré limpiado, pero primero tenía que escribirte, llorar así es tan tonto, las cacerolas se ponen blandas, se ven como halos en los vidrios de la ventana, y ya no se oye cantar a la chica del piso de arriba que canta todo el día Les amants du Havre. Cuando estemos juntos te lo cantaré, verás. Puisque la terre est ronde, mon amour t'en fais pas, mon amour, t'en fais pas... Horacio la silba de noche cuando escribe o dibuja. A ti te gustaría, Rocamadour. A vos te gustaría, Horacio se pone furioso porque me gusta hablar de tú como Perico, pero en el Uruguay es distinto. Perico es el señor que no te llevó nada el otro día pero que hablaba tanto de los niños y la alimentación. Sabe muchas cosas, un día le tendrás mucho respeto, Rocamadour, y serás un tonto si le tienes respeto. Si le tenés, si le tenés respeto, Rocamadour.
Rocamadour, madame Irène no está contenta de que seas tan lindo, tan alegre, tan llorón y gritón y meón. Ella dice que todo está muy bien y que eres un niño encantador, pero mientras habla esconde las manos en los bolsillos del delantal como hacen algunos animales malignos, Rocamadour, y eso me da miedo. Cuando se lo dije a Horacio, se reía mucho, pero no se da cuenta de que yo lo siento, y que aunque no haya ningún animal maligno que esconde las manos, yo siento, no sé lo que siento, no lo puedo explicar. Rocamadour, si en tus ojitos pudiera leer lo que te ha pasado en esos quince días, momento por momento. Me parece que voy a buscar otra nourrice aunque Horacio se ponga furioso y diga, pero a ti no te interesa lo que él dice de mí. Otra nourrice que hable menos, no importa si dice que eres malo o que lloras de noche o que no quieres comer, no importa si cuando me lo dice yo siento que no es maligna, que me está diciendo algo que no puede dañarte. Todo es tan raro, Rocamadour, por ejemplo me gusta decir tu nombre y escribirlo, cada vez me parece que te toco la punta de la nariz y que te reís, en cambio madame Irène no te llama nunca por tu nombre, dice l'enfant, fíjate, ni siquiera dice le gosse, dice l'enfant, es como si se pusiera guantes de goma para hablar, a lo mejor los tiene puestos y por eso mete las manos en los bolsillos y dice que sos tan bueno y tan bonito.
Hay una cosa que se llama tiempo, Rocamadour, es como un bicho que anda y anda. No te puedo explicar porque eres tan chico, pero quiero decir que Horacio llegará en seguida. ¿Le dejo leer mi carta para que él también te diga alguna cosa? No, yo tampoco querría que nadie leyera una carta que es solamente para mí. Un gran secreto entre los dos, Rocamadour. Ya no lloro más, estoy contenta, pero es tan difícil entender las cosas, necesito tanto tiempo para entender un poco eso que Horacio y los otros entienden en seguida, pero ellos que todo lo entienden tan bien no te pueden entender a ti y a mí, no entienden que yo no puedo tenerte conmigo, darte de comer y cambiarte los pañales, hacerte dormir o jugar, no entienden y en realidad no les importa, y a mí que tanto me importa solamente sé que no te puedo tener conmigo, que es malo para los dos, que tengo que estar sola con Horacio, vivir con Horacio, quién sabe hasta cuándo ayudándolo a buscar lo que él busca y que también buscarás, Rocamadour, porque serás un hombre y también buscarás como un gran tonto.
Es así, Rocamadour: En París somos como hongos, crecemos en los pasamanos de las escaleras, en piezas oscuras donde huele a sebo, donde la gente hace todo el tiempo el amor y después fríe huevos y pone discos de Vivaldi, enciende los cigarrillos y habla como Horacio y Gregorovius y Wong y yo, Rocamadour, y como Perico y Ronald y Babs, todos hacemos el amor y freímos huevos y fumamos, ah, no puedes saber todo lo que fumamos, todo lo que hacemos el amor, parados, acostados, de rodillas, con las manos, con las bocas, llorando o cantando, y afuera hay de todo, las ventanas dan al aire y eso empieza con un gorrión o una gotera, llueve muchísimo aquí, Rocamadour, mucho más que en el campo, y las cosas se herrumbran, las canaletas, las patas de las palomas, los alambres con que Horacio fabrica esculturas. Casi no tenemos ropa, nos arreglamos con tan poco, un buen abrigo, unos zapatos en lo que no entre el agua, somos muy sucios, todo el mundo es muy sucio y hermoso en París, Rocamadour, las camas huelen a noche y a sueño pesado, debajo hay pelusas y libros, Horacio se duerme y el libro va a parar abajo de la cama, hay peleas terribles porque los libros no aparecen y Horacio cree que se los ha robado Ossip, hasta que un día aparecen y nos reímos, y casi no hay sitio para poner nada, ni siquiera otro par de zapatos, Rocamadour, para poner una palangana en el suelo hay que sacar el tocadiscos, pero dónde ponerlo si la mesa está llena de libros. Yo no te podría tener aquí, aunque seas tan pequeño no cabrías en ninguna parte, te golpearías contra las paredes. Cuando pienso en eso me pongo a llorar, Horacio no entiende, cree que soy mala, que hago mal en no traerte, aunque sé que no te aguantaría mucho tiempo. Nadie se aguanta aquí mucho tiempo, ni siquiera tú y yo, hay que vivir combatiéndose, es la ley, la única manera que vale la pena pero duele, Rocamadour, y es sucio y amargo, a ti no te gustaría, tú que ves a veces los corderitos en el campo, o que oyes los pájaros parados en la veleta de la casa. Horacio me trata de sentimental, me trata de materialista, me trata de todo porque no te traigo o porque quiero traerte, porque renuncio, porque quiero ir a verte, porque de golpe comprendo que no puedo ir, porque soy capaz de caminar una hora bajo el agua si en algún barrio que no conozco pasan Potemkin y hay que verlo aunque se caiga el mundo, Rocamadour, porque el mundo ya no importa si uno no tiene fuerzas para seguir eligiendo algo verdadero, si uno se ordena como un cajón de la cómoda y te pone a ti de un lado, el domingo del otro, el amor de la madre, el juguete nuevo, la gare de Montparnasse, el tren, la visita que hay que hacer. No me da la gana de ir, Rocamadour, y tú sabes que está bien y no estás triste. Horacio tiene razón, no me importa nada de ti a veces, y creo que eso me lo agradecerás un día cuando comprendas, cuando veas que valía la pena que yo fuera como soy. Pero lloro lo mismo, Rocamadour, y te escribo esta carta porque no sé, porque a lo mejor me equivoco, porque a lo mejor soy mala o estoy enferma o un poco idiota, no mucho, un poco pero eso es terrible, la sola idea me da cólicos, tengo completamente metidos para adentro los dedos de los pies, voy a reventar los zapatos si no me los saco, y te quiero tanto, Rocamadour, bebé Rocamadour, dientecito de ajo, te quiero tanto, nariz de azúcar, arbolito, caballito de juguete...
Fuente: Cortázar, J. (1963), Rayuela, Punto de Lectura, México, D.F.

24/1/19

José Manuel Balmaceda

Por Eduardo Galeano
1891
Santiago de Chile
José Manuel Balmaceda quiso impulsar la industria nacional, vivir y vestirnos por nosotros mismos, presintiendo que la era del salitre pasaría sin dejar a Chile más que el remordimiento. Quiso aplicar estímulos y protecciones semejantes a las que habían practicado, en su infancia industrial, Estados Unidos, Inglaterra, Francia y Alemania. Alzó los salarios de los trabajadores y sembró de escuelas públicas el país. Dio al largo cuerpo de Chile una columna vertebral de vías y caminos. En sus años de presidencia, el sagrado capital británico corrió grave riesgo de profanación: Balmaceda quiso nacionalizar los ferrocarriles y quiso acabar con la usura de los bancos y la voracidad de las empresas salitreras.
 Imagen tomada de https://bit.ly/2Gyu8jU
Mucho quiso Balmaceda, y bastante pudo; pero más pudo el enorme presupuesto que John Thomas North destina a comprar conciencias y torcer justicias. La prensa desató sus truenos contra el César ebrio de poder, déspota enemigo de la libertad y hostil a las empresas extranjeras, y no menos fuerte resonó el clamor de los obispos y los parlamentarios. La sublevación militar estalló como un eco y entonces corrió sangre de pueblo.
The South American Journal anuncia el triunfo del golpe de Estado: Chile volverá a los buenos tiempos de antes. El banquero Eduardo Matte también lo celebra: Los dueños de Chile somos nosotros, los dueños del capital y del suelo. Lo demás es masa influenciable y vendible.
Balmaceda se mata de un balazo.
Fuente: Galeano, E. (1984), Memoria del fuego 2: Las caras y las máscaras, Siglo Veintiuno, Buenos Aires.

17/1/19

El más grande y poderoso emperador indio de todos los tiempos

Por Jesús Mosterín
Ashoka reinó durante cuarenta años, entre -272 y -232. Tras acceder al trono, su primera preocupación fue la consolidación y ampliación del gran imperio que heredaba de su padre y abuelo. El principal obstáculo que se oponía a la extensión del imperio a todo el subcontinente indio era el reino de Kalinga, en la costa oriental (aproximadamente al actual estado de Orissa), que bloqueaba el comercio hacia el sur tanto por mar como por tierra. En -260 Ashoka lanzó todo su ejército a una durísima guerra de conquista de Kalinga. Al final de una larga campaña logró anexionar Kalinga, pero detrás quedaban cientos de miles de muertos, heridos y deportados, así como destrucciones y miserias sin cuento. Ashoka, asqueado de los horrores de la guerra y la violencia, sufrió una crisis espiritual que le llevó a acabar convirtiéndose al budismo y a predicar la paz, la tolerancia y la no-violencia, en resumen, el Dharma.
Imagen tomada de https://es.wikipedia.org/wiki/A%C5%9Boka#/media/File:Brahmi_pillar_inscription_in_Sarnath.jpg
Ashoka promulgó numerosos edictos a favor del amor y el respeto a todas las criaturas. Hizo inscribir esos edictos en rocas y pilares de piedra por todo el subcontinente indio. Prohibió la carnicería y la caza. A lo largo de los caminos, construyó fuentes donde pudieran beber los caminantes y abrevar los animales y mandó plantar árboles frondosos para que dieran sombra a las criaturas. Fundó por doquier hospitales para atender a todo tipo de animales, humanos y no humanos. Un edicto sobre roca registra (en cuatro lenguas distintas) una impresionante confesión del más grande y poderoso emperador indio de todos los tiempos. El texto de la inscripción comienza así:

Ocho años después de su consagración como rey, el rey amigo de los dioses, Priyadarsi [otro nombre de Ashoka), ha conquistado Kalinga. 150 000 personas han sido deportadas, 100 000 personas han sido asesinadas y un número mayor han muerto. Después de haber conquistado Kalinga, el amigo de los dioses ha empezado a seguir el Dharma, a amar el Dharma, a enseñar el Dharma. El amigo de los dioses siente remordimientos desde que conquistó Kalinga. Cuando se conquista un país independiente, se produce la matanza y la cautividad de mucha gente. El amigo de los dioses está entristecido y pesaroso por ello.

Después de insistir en los horrores de la guerra y la violencia, Ashoka continúa:

Hoy en día el amigo de los dioses estaría apesadumbrado incluso si el número de asesinados, muertos y cautivos de la campaña de Kalinga hubiera sido cien o mil veces menor de lo que fue. Incluso si alguien no se porta bien con él, él está dispuesto a perdonar, al menos en la medida en que se trate de algo que pueda ser perdonado... El amigo de los dioses desea a todos los seres la seguridad, el autodominio, la ecuanimidad y la felicidad. El amigo de los dioses considera que la principal de todas las victorias es la victoria del Dharma, y esta victoria ya la ha conseguido, tanto aquí como en todas las fronteras, e incluso más allá, como a 500 leguas dentro del reino del griego Antiokhos [...] Esta alegría procede de la victoria del Dharma. Pero esa alegría no es todo. Aún más grande es el beneficio representado por lo que se gana para el otro mundo.
Este texto del Dharma ha sido grabado en piedra para que mis hijos y nietos no piensen en nuevas victorias, y para que en su propia victoria prefieran la paciencia y la aplicación suave de la fuerza, y para que no consideren como victoria sino la victoria del Dharma, que vale para este mundo y para el otro. Que toda su alegría sea la alegría del Dharma, que vale tanto para este mundo como para el otro.

La grandeza moral de esta confesión por parte de un emperador victorioso es indudable, y única en la historia. Ashoka se convirtió al budismo y cambió de vida. Sustituyó las antiguas cacerías por peregrinaciones a los lugares sagrados del budismo, como confirman diversas inscripciones. Intervino activamente en los asuntos de la sangha (comunidad) budista, a la que dedicó varios edictos, en los que expresaba su deseo de hacer mantener la disciplina monástica. Y terció en las discusiones que tenían lugar dentro de la secta, señalando los sermones de Buda que debían ser estudiados con prioridad. Era una época de disputas entre los seguidores de la tradición antigua, la theravada (theravāda, en pali, o sthaviravāda, en sánscrito), por un lado, y los renovadores y heterodoxos, que iban provocando cismas, por otro. Ashoka tomó partido a favor de la theravada e hizo convocar el Concilio de Pataliputra, en el que el canon pali (el conjunto de los textos budistas admitidos como auténticos) fue fijado. Además impulsó la difusión del budismo fuera de su propio imperio, enviando a uno de sus hijos, Mahendra, como embajador y misionero budista a Sri Lanka, que desde entonces se convirtió en un bastión del budismo.
A pesar de su gran afinidad personal con el budismo, Ashoka nunca trató de imponerlo a sus súbditos. Por el contrario, practicó constantemente la tolerancia respecto a todas las sectas y escuelas. Le irritaba el fanatismo y dogmatismo de que hacían gala muchos sectarios, que no veían el bien más que en su propia secta. En el edicto sobre roca número 7, Ashoka proclama en varias lenguas: «El rey amigo de los dioses Priyadarsi quiere que todas las sectas puedan establecerse en todos los lugares, pues todas buscan el autodominio y la pureza del alma...». En el edicto sobre roca número 12:

El rey amigo de los dioses Priyadarsi honra a todas las sectas, tanto a los monjes como a los laicos, con liberalidades y honores variados. Pero el amigo de los dioses no concede tanta importancia a las donaciones o a los honores como al progreso en lo esencial de todas las sectas. El progreso en lo esencial, en el fondo, consiste en la moderación del lenguaje, de modo que todos se abstengan de alabar a su propia secta o de denigrar a las otras sectas con exageración, y que, si lo hacen, lo hagan moderadamente. Incluso conviene rendir homenaje a las otras sectas en cada ocasión... .

Ashoka estaba convencido de que en el fondo todas las sectas predicaban lo mismo, el orden cósmico y moral o Dharma. El Dharma de que habla Ashoka constantemente en sus edictos no es el Dharma budista, sino precisamente ese fondo común, aceptable tanto para budistas como para brahmanes, para jainas como para ajivikas. Precisamente a estos últimos hizo donación de grutas artificiales, para que se establecieron en ellas.
El embajador griego en Pataliputra, Megasthenes, calificaba en sus escritos como filósofos a los ascetas y seguidores de todas las sectas y señalaba que estaban exentos de impuestos. Ashoka pensaba que en el fondo todas las sectas perseguían lo mismo, el Dharma, y que sus discusiones y reyertas se debían a estrechos dogmatismos y a un exagerado aprecio de tradiciones y ceremonias propias. Ashoka era contrario a todo tipo de ceremonias litúrgicas, que él consideraba supersticiosas e inútiles, cuando no crueles e inmorales, como las que comportaban sacrificios de animales, y así lo proclamaba en sus edictos. También pensaba que al verdadero Dharma no se llega por los dogmas o las reglas, sino por la meditación:

El progreso del Dharma entre los humanes se obtiene solamente de dos maneras, por las reglas del Dharma y por la meditación. Pero en realidad las reglas cuentan poco, lo que más cuenta es la meditación. Yo he establecido las reglas del Dharma que prohíben matar ciertas clases de animales y muchas otras reglas. Pero es por la meditación como se ha obtenido el mayor progreso del Dharma con vistas a la conservación de los seres y a la abstención de matar a los animales [...] Veintisiete años después de mi consagración como rey he ordenado hacer grabar esta inscripción sobre pilares de piedra o superficie de roca, de manera que permanezca inscrita durante mucho tiempo.

El concepto de Dharma desarrollado y predicado por Ashoka reunía aquellas mínimas nociones morales comunes que estaban en la base de todas las escuelas y sectas de la India de su tiempo, y que constituían el orden cósmico y moral: los hijos deben obedecer y respetar a los padres y superiores, y estos deben ser suaves con sus inferiores. Todos deben decir siempre la verdad y buscar el autodominio y la liberación de su alma. Por lo demás, hay que practicar la tolerancia con las otras sectas y escuelas, así como la meditación, y dejarse de inútiles ceremonias. Sobre todo hay que practicar el respeto y amor a la vida en todas sus manifestaciones, la ahimsa (no-violencia) hacia los demás humanes y animales. En sus edictos, Ashoka se jactaba de amar a todos sus súbditos como a sus hijos, de plantar árboles frutales y plantas medicinales y de excavar pozos a la vera de los caminos, para que caminantes y animales encontrasen sombra, alimento, remedios y agua. Una parte importante del Dharma es la ahimsa o no-violencia respecto a las demás criaturas vivas del universo. En esto aparece Ashoka (al igual que antes de él Buda y Mahavira) como un gran precursor del actual movimiento ecologista y de conservación de la naturaleza. Como él mismo proclamaba: «A los bípedos y a los cuadrúpedos, a las aves y a los peces he hecho mucho favores y buenas obras e incluso les he salvado la vida».
El edicto 5.° sobre pilares contiene una larga lista de especies protegidas de animales a los que se prohíbe cazar, matar, castrar, maltratar, etc. Incluso la cocina de palacio fue reduciendo su dieta carnívora progresivamente, contribuyendo así decisivamente a la difusión del vegetarianismo en la India. Como se lee en un edicto sobre roca:

Antes en la cocina del rey amigo de los dioses Priyadarsi cada día se mataban cientos de miles de animales para las comidas; pero ahora, en el momento en que se graba en la roca el presente texto del Dharma, ya no se mata para cada comida más que a tres animales: dos pavos reales y una gacela, y la gacela no siempre. E incluso estos tres animales dejarán de matarse en lo sucesivo.

Ashoka hizo cambiar la vida de la corte, sometiéndola al Dharma. En vez de guerras de conquista, paz. En vez de cacerías, peregrinaciones. En vez de grandes ceremonias, ayuda al pueblo, a los enfermos, a los caminantes, a todos los animales. En vez de la carnicería, el vegetarianismo. En vez de la dureza, la dulzura. En vez del dogmatismo, la tolerancia. Incluso creó un cuerpo especial de inspectores del Dharma (Dharma-mahāmātra) encargados de recorrer el país con plenos poderes del emperador, predicando las virtudes del Dharma y corrigiendo posible abusos.
De todos modos, no hay que pensar que Ashoka se transformara en un puro pacifista. No desmanteló el gran ejército imperial, sino que lo mantuvo preparado y entrenado, por si acaso, y aunque ya no lo utilizó para más guerras de conquista, no por eso renunció a la anexión de Kalinga. No abolió la pena de muerte para ciertos crímenes, aunque concedió tres días de gracia a los condenados y ordenó que se tratase bien a los presos. Fue al mismo tiempo un idealista y un realista. Con su noción del Dharma trató de unir armónicamente una sociedad sacudida por múltiples tensiones y conflictos ideológicos. Él lo logró, pero a su muerte el imperio comenzó a disgregarse. A pesar de todo, Ashoka es el único gran emperador que ha merecido pasar a las páginas de una historia del pensamiento, y es la figura a la que mira la India actual cuando quiere rememorar el momento de su pasado de máximo esplendor, a la vez político y espiritual.
Fuente: Mosterín, J. (2007), India, Alianza Editorial, Madrid.

10/1/19

René Higuita

Por Eduardo Galeano
 Imagen tomada de https://bit.ly/2Fw54YM
Londres, estadio de Wembley, otoño de 1995.
La selección colombiana de fútbol desafía al venerable fútbol inglés en su templo mayor, y René Higuita se manda una atajada jamás vista.
Un delantero inglés dispara un tiro fulminante. Con el cuerpo horizontal en el aire, el arquero deja pasar la pelota y la devuelve con los tacos, doblando las piernas como el escorpión tuerce la cola.
Vale la pena detenerse a mirar las fotos de este documento de identidad colombiana. Su fuerza de revelación no está en la proeza deportiva, sino en la sonrisa que cruza la cara de Higuita, de oreja a oreja, mientras comete su sacrilegio imperdonable.
Fuente: Galeano, E. (2008), Espejos, Siglo XXI, Buenos Aires.