Por Eduardo Galeano
Allá
en la infancia, supe que China era un país que estaba al otro lado del Uruguay
y se podía llegar allí si uno tenía la paciencia de cavar un pozo bien hondo.
Después, algo aprendí de historia
universal, pero la historia universal era, y sigue siendo, la historia de
Europa. El resto del mundo yacía, yace, en tinieblas. China también. Poco o
nada sabemos del pasado de una nación que inventó casi todo.
La seda nació allí, hace cinco mil años.
Antes que nadie, los chinos descubrieron,
nombraron y cultivaron el té.
Fueron los primeros en extraer sal de
pozos profundos y fueron los primeros en usar gas y petróleo en sus cocinas y
en sus lámparas.
Crearon arados de hierro de porte liviano
y máquinas sembradoras, trilladoras y cosechadoras, dos mil años antes que los
ingleses mecanizaran su agricultura.
Inventaron la brújula mil cien años antes
de que los barcos europeos empezaran a usarla.
Mil años antes que los alemanes,
descubrieron que los molinos de agua podían dar energía a sus hornos de hierro
y de acero.
Hace mil novecientos años, inventaron el
papel.
Imprimieron libros seis siglos antes que
Gutenberg, y dos siglos antes que él usaron tipos móviles de metal en sus
imprentas.
Hace mil doscientos años inventaron la
pólvora, y un siglo después el cañón.
Hace novecientos años, crearon máquinas de
hilar seda con bobinas movidas a pedal, que los italianos copiaron con dos
siglos de atraso.
También inventaron el timón, la rueca, la
acupuntura, la porcelana, el fútbol, los naipes, la linterna mágica, la
pirotecnia, la cometa, el papel moneda, el reloj mecánico, el sismógrafo, la
laca, la pintura fosforescente, los carretes de pescar, el puente colgante, la
carretilla, el paraguas, el abanico, el estribo, la herradura, la llave, el
cepillo de dientes y otras menudencias.
Fuente:
Galeano, E. (2008), Espejos, Siglo XXI, Buenos Aires.
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