Por Gabriel García Márquez
Florentino
Ariza no le reveló la verdad de su empresa sino que se informó a fondo sobre
sus facultades de buzo y navegante. Le preguntó si podría descender sin aire a
veinte metros de profundidad, y Euclides dijo que sí. Le preguntó si estaba en
condiciones de llevar él solo un cayuco de pescador por la mar abierta en medio
de una borrasca, sin más instrumentos que su instinto, y Euclides dijo que sí.
Le preguntó si sería capaz de localizar un lugar exacto a dieciséis millas
náuticas al noroeste de la isla mayor del archipiélago de Sotavento, y Euclides
dijo que sí. Le preguntó si era capaz de navegar de noche orientándose por las
estrellas, y Euclides le dijo que sí. Le preguntó si estaba dispuesto a hacerlo
por el mismo jornal que le pagaban los pescadores por ayudarlos a pescar, y
Euclides le dijo que sí, pero con un recargo de cinco reales los domingos. Le
preguntó si sabía defenderse de los tiburones, y Euclides le dijo que sí, pues
tenía artificios mágicos para espantarlos. Le preguntó si era capaz de guardar
un secreto aunque lo pusieran en las máquinas de tormento del palacio de la
Inquisición, y Euclides le dijo que sí, pues a nada le decía que no, y sabía
decir que sí con tanta propiedad que no había modo de ponerlo en duda.
Fuente:
García Márquez, G. (1985), El amor en los tiempos del cólera, Penguin Random
House, Barcelona.
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