Por Bertrand Russell
La envidia, por supuesto, está muy
relacionada con la competencia. No envidiamos la buena suerte que consideramos
totalmente fuera de nuestro alcance. En las épocas en que la jerarquía social
es fija, las clases bajas no envidian a las clases altas, ya que se cree que la
división en pobres y ricos ha sido ordenada por Dios. Los mendigos no envidian
a los millonarios, aunque desde luego envidiarán a otros mendigos con más
suerte que ellos. La inestabilidad de la posición social en el mundo moderno y
la doctrina igualitaria de la democracia y el socialismo han ampliado
enormemente la esfera de la envidia. Por el momento, esto es malo, pero se
trata de un mal que es preciso soportar para llegar a un sistema social más
justo. En cuanto se piensa racionalmente en las desigualdades, se comprueba que
son injustas a menos que se basen en algún mérito superior. Y en cuanto se ve
que son injustas, la envidia resultante no tiene otro remedio que la
eliminación de la injusticia. Por eso en nuestra época la envidia desempeña un
papel tan importante. Los pobres envidian a los ricos, las naciones pobres
envidian a las ricas, las mujeres envidian a los hombres, las mujeres virtuosas
envidian a las que, sin serlo, quedan sin castigo. Aunque es cierto que la
envidia es la principal fuerza motriz que conduce a la justicia entre las
diferentes clases, naciones y sexos, también es cierto que la clase de justicia
que se puede esperar como consecuencia de la envidia será, probablemente, del
peor tipo posible, consistente más bien en reducir los placeres de los
afortunados y no en aumentar los de los desfavorecidos. Las pasiones que hacen
estragos en la vida privada también hacen estragos en la vida pública. No hay
que suponer que algo tan malo como la envidia pueda producir buenos resultados.
Así pues, los que por razones idealistas desean cambios profundos en nuestro
sistema social y un gran aumento de la justicia social, deben confiar en que
sean otras fuerzas distintas de la envidia las que provoquen los cambios.
Fuente: Russell, B. (1930), La
conquista de la felicidad, Random House, Barcelona.
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