13/8/20

Russell versus Lawrence

Por Bertrand Russell
Los dos imaginábamos que había algo importante que decir respecto a la reforma de las relaciones humanas, aunque al principio no nos dimos cuenta de que teníamos puntos de vista radicalmente opuestos sobre el tipo de reforma necesaria. Mi amistad con Lawrence fue breve e intensa, y duró en total alrededor de un año. Nos conocimos por mediación de Ottoline, quien nos admiraba a ambos y nos hizo creer que debíamos admirarnos el uno al otro. El pacifismo había provocado en mí un estado de ánimo de amarga rebeldía, y encontré a Lawrence igualmente pleno de rebeldía. Esto nos hizo creer, al principio, que estábamos de acuerdo en muchos aspectos, y sólo con el tiempo fuimos descubriendo que nuestras diferencias eran aún mayores que las que ambos teníamos con el káiser.
Imagen tomada de https://bit.ly/2SVwONE
En aquel tiempo Lawrence tenía dos posturas frente a la guerra: por una parte, no podía sentirse patriota de corazón puesto que su mujer era alamana; por otra, odiaba de tal manera a la humanidad que se inclinaba a pensar que los dos bandos tenían razón en la medida en que se odiaran mutuamente. Cuando llegué a conocer sus posturas comprendí que no podía simpatizar con ninguna de las dos. Sin embargo, la toma de conciencia de nuestras diferencias fue un proceso gradual por ambos lados, por lo que al principio todo fue alegría y campanas a vuelo. Lo invité a Cambridge y le presenté a Keynes y a otra serie de personas. Él los odió a todos sin excepción, apasionadamente, y declaró que estaban todos «muertos, muertos, muertos». Durante un tiempo pensé que tal vez estuviese en lo cierto. Me gustaba la fogosidad de Lawrence, me gustaba la energía y la pasión de sus sentimientos, me gustaba su creencia de que se necesitaba cambiar algo muy básico para arreglar el mundo. Estaba de acuerdo con él en que la política no podía estar divorciada de la psicología individual. Pensaba que era un hombre con un cierto genio imaginativo, y, al principio, cuando me sentía en desacuerdo con él, pensaba que quizás su percepción de la naturaleza humana fuese más profunda que la mía. Sólo paulatinamente comencé a considerarlo verdadera fuerza maligna, y él llegó a tener la misma impresión de mí.
En esa época yo preparaba una serie de conferencias que más tarde su publicaron bajo el título de Principios de la reconstrucción social. Como él también quería dar conferencias, por un tiempo pareció posible que pudiésemos mantener algún tipo de colaboración mutua, sin compromisos. De las muchas cartas que intercambiamos, las mías se han perdido, pero las suyas han sido publicadas. En éstas se puede detectar cómo él va tomando conciencia, gradualmente, de nuestras diferencias fundamentales. En tanto que yo creía firmemente en la democracia, él había desarrollado toda una filosofía fascista antes de que los políticos pensaran en ello. «No creo –escribía– en el control democrático. Pienso que los trabajadores sólo están preparados para elegir jefes o supervisores de su entorno más inmediato, pero no más. Hay que transformar profundamente el electorado. Como máximo los trabajadores elegirán a sus superiores en las cuestiones que los afectan directamente. A las otras clases sociales, a medida que se asciende, corresponderá elegir a los gobernantes de mayor rango. Todo debe culminar en una verdadera cabeza, como corresponde a una entidad orgánica, no una estúpida república con estúpidos presidentes sino un rey electo, algo así como Julio César.»
En su imaginación, naturalmente, cuando la dictadura se implantara él sería Julio César. Ello formaba parte de la calidad soñadora de su pensamiento. Nunca se permitió a sí mismo chocar con la realidad. Se ponía a dar largas peroratas sobre cómo debería proclamarse «la verdad» a la multitud, sin dudar un instante de que la multitud lo escucharía. Le pregunté qué método elegiría, ¿acaso volcaría su filosofía política en un libro? No, en nuestra corrupta sociedad la palabra escrita es siempre una mentira. ¿Iría a Hyde Park a proclamar «la verdad» subido a un cajón de frutas? No, eso sería demasiado peligroso (extraños arrebatos de prudencia le sobrevenían de tanto en tanto). Bien, le decía yo, ¿cómo lo harías? En ese punto cambiaba el tema de conversación.
Poco a poco fui descubriendo que él no tenía verdaderos deseos de mejorar las cosas sino, únicamente, recrearse en un elocuente soliloquio sobre lo mal que estaba el mundo. Si alguien escuchaba sus soliloquios, mejor que mejor, pero éstos tenían el objetivo máximo de crear una pequeña banda de discípulos que pudieran arrellanarse en el desierto de Nuevo México y sentirse santos. Todo esto me era dirigido en un lenguaje de dictador fascista diciéndome lo que yo debía predicar, con diecisiete subrayados bajo la palabra «debía».
Sus cartas se volvieron cada vez más agresivas. Me escribió: «Finalmente, ¿de qué sirve vivir como tú vives? No creo que tus conferencias sean buenas. Ya casi han terminado, ¿no es cierto? ¿De qué sirve permanecer en el barco condenado, arengando a los mercaderes peregrinos en su propio lenguaje? ¿Por qué no saltas por la borda? ¿Por qué no abandonas el escenario por entero? En estos tiempo uno deber ser un proscrito, no un maestro o un predicador». A mí todo esto me parecía mera retórica. Yo me estaba poniendo fuera de la ley más de lo que él jamás había estado, y no alcanzaba a comprender por qué razón se quejaba de mí. Expresaba su queja de diferentes maneras en diferentes momentos. En otra ocasión escribió: «Deja de trabajar y de escribir, totalmente, y transfórmate en una criatura en vez de ser un instrumento mecánico. Abandona la nave de la sociedad. Por tu mismo orgullo, conviértete en una mera nada, en un topo, en una criatura que avanza palpando su camino, que no piensa. Por amor al cielo, sé un niño y nunca más un sabio. No hagas nada más, pero por amor al cielo empieza a ser. Empieza absolutamente desde el principio, como un bebé: en nombre del coraje.
»Ah, y quiero pedirte que, cuando hagas tu testamento, me dejes lo suficiente como para poder vivir. Quiero que vivas eternamente, pero quiero que de alguna forma me hagas tu heredero».
El único problema que presentaba su programa era que si me ceñía a él no tendría nada que dejarle.
Lawrence tenía unas ideas místicas sobre la «sangre» que me desagradaban. «Existe –decía– otra fuente de conciencia además del cerebro y del sistema nervioso. Hay en nosotros una "conciencia en la sangre", independiente de la conciencia mental común. Se vive, se conoce y se tiene el ser en la sangre, sin referencia alguna a los nervios y al cerebro. Es ésta una mitad de la vida que pertenece a las tinieblas. Cuando tomo a una mujer, el precepto de la sangre reina supremo. Mi conocimiento a través de la sangre es arrasador. Debemos darnos cuenta de que tenemos un ser-sangre, una conciencia-sangre, un alma-sangre completa, aparte de la conciencia mental y nerviosa.» Francamente, todo esto me parecía una tontería y lo rechazaba con vehemencia, pese a que entonces no sabía que conducía directamente a Auschwitz.
Siempre se ponía hecho una furia cuando uno sugería que alguien pudiera tener sentimientos amistosos hacia otra persona, y cuando yo me oponía a la guerra por el sufrimiento que causa, él me acusaba de hipócrita. «Es absolutamente falso que tú, en tu fuero interno, quieras la paz total. Estás satisfaciendo de modo indirecto y falso tu deseo de atacar y golpear. Deberías hacerlo de forma directa y honrosa, diciendo "os odio a todos, mentirosos y canallas, y estoy aquí para atacaros", o seguir dedicándote a las matemáticas, donde puedes ser auténtico; pero presentarte como el ángel de la paz... no, para ese papel prefiero mil veces a Tirpitz [ministro de Marina alemán en 1914].»
Ahora me resulta difícil comprender el efecto devastador que esta carta tuvo en mí. Me inclinaba a creer que Lawrence poseía cierta percepción de la que yo carecía, y cuando me dijo que mi pacifismo tenía sus raíces en el deseo-sangre, pensé que estaba en lo cierto. Durante veinticuatro horas creí que no estaba preparado para la vida y consideré el suicidio. Pero al cabo de ese tiempo comencé a experimentar una reacción más sana y decidí acabar de una vez con toda esa morbosidad. Cuando me dijo que yo debía predicar su doctrina, en vez de la mía, me rebelé y le dije que él ya no era un maestro de escuela y que yo no era su alumno. Él me había escrito «colmado por el deseo de enemistas, eres el enemigo de toda la humanidad. No es el odio a la falsedad lo que te inspira, sino el odio a las personas de carne y hueso, es la perversión mental del deseo-sangre. ¿Por qué no te haces cargo de él? Seamos otra vez extraños. Creo que es lo mejor». Yo también pensaba lo mismo, pero él encontraba placer en acusarme y continuó, durante algunos meses, escribiéndome cartas con la suficiente dosis de amistad para mantener viva la correspondencia. Al final, ésta se desvaneció sin ninguna ruptura dramática.
Lawrence, aunque la mayoría de la gente no se percatara, era el corifeo de su mujer. Él poseía la elocuencia y ella las ideas. Ella solía pasar parte de cada verano en una colonia de freudianos austríacos, en una época en que el psicoanálisis era muy poco conocido en Inglaterra. De alguna forma se imbuyó prematuramente de las ideas que más tarde desarrollaron Mussolini y Hitler, ideas que ella transmitió a Lawrence por conciencia-sangre, si se me permite. Lawrence era un hombre básicamente tímido que intentaba ocultar su timidez con su fanfarronería. Su mujer no era tímida, y sus denuncias tenían más de estruendosas que de jactanciosas. Bajo su ala protectora, él se sentía relativamente seguro. Igual que Marx, Lawrence sentía el orgullo esnob de haberse casado con una aristócrata alemana, y en El amante de lady Chatterley la engalanó maravillosamente. Bajo la máscara de un rudo realismo, su pensamiento es totalmente ilusorio. Su fuerza descriptiva es notable, pero más vale echar en olvido sus ideas.
Lo que en un principio me atrajo de Lawrence fue cierta cualidad dinámica, y su hábito de desafiar las suposiciones que uno tiende a pasar por verdaderas. Yo ya estaba acostumbrado a que me acusaran de ser esclavo de la razón, por lo que pensé que tal vez él me podría transmitir una vivificante dosis de sinrazón. Es verdad que recibí un cierto estímulo de su parte, y creo que el libro que escribí, a pesar de sus ataques y denuncias, resultó mejor por haberlo conocido.
Pero con esto no quiero decir que sus ideas tuviesen algo de valor. En retrospectiva, no creo que tuviesen mérito alguno, pues eran las ideas de un hombre sensible, aspirante a déspota, que se enfadaba con el mundo porque éste no le obedecía al instante. Cuando se daba cuenta de que existían otras personas, las odiaba, pero la mayor parte del tiempo vivía en un mundo solitario, creado con sus propias fantasías y habitado por fantasmas tan violentos como él los deseara. El excesivo énfasis que ponía en el sexo se debía al hecho de que sólo en el sexo se veía forzado a admitir que él no era el único ser humano del universo. Pero esto le resultaba tan doloroso que concebía las relaciones sexuales como una lucha perpetua en la cual cada uno intenta destruir al otro.
En el período de entreguerras, el mundo se sintió atraído por la locura, y el nazismo fue la máxima expresión de este fenómeno. Lawrence era un exponente adecuado de este culto a la insania. No estoy muy seguro de que la fría e inhumana cordura del Kremlin de Stalin fuese algo mejor.
Fuente: Russell, B. (2010), Autobiografía, Edhasa, Barcelona.

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