18/5/18

La fe política y el ritmo de la historia

A los veinte años dejé de creer en Dios y de seguir las tradiciones católicas heredadas. A la misma edad empecé a creer que otro mundo es posible, uno mucho mejor que el que nos ha tocado, aunque nunca me involucré en el activismo político porque soy muy tímido y temeroso para eso. Ahora, a los treinta, me doy cuenta que no fue coincidencia dejar la religión y abrazar la política al mismo tiempo: fue reemplazar una fe por otra. Es cierto que el paraíso cristiano (o musulmán) parece una superchería al lado de la utopía social, pero la utopía queda tan lejos en el tiempo y en el espacio que vivir añorándola no es muy distinto que desear otra vida después de la muerte. El mundo cambia, pero no necesariamente mejora. A veces empeora, como ahora mismo en Libia y Venezuela. Quizá la mayor parte del tiempo ni mejora ni empeora. Y cuando mejora lo hace con desesperante lentitud en relación a la vida humana tan breve. Un ejemplo estremecedor de la incompatibilidad entre los ritmos de la historia y de la vida humana es el de los guerrilleros latinoamericanos de la segunda mitad del siglo veinte, que creyeron que el mundo mejor estaba a la vuelta de la esquina –sin ese optimismo difícilmente se hubiesen alzado en armas– y terminaron a menudo asesinados o en el exilio. (Y cuando triunfaron, como en Cuba y Nicaragua, lo que consiguieron desde el gobierno quedó muy lejos de lo que soñaron en el llano. Aunque no debemos olvidar que su fracaso se debe en buena medida a la espada estadounidense que los puso contra la pared.) Así como no es razonable creer en dioses, tampoco es razonable esperar que el mundo, a corto o mediano plazo, vaya a ser mucho mejor de lo que es.
Y sin embargo la esperanza siempre se cuela. Todavía creo que la reconstrucción social radical es necesaria, posible y deseable, pero también creo que en una sociedad industrial moderna –y el Tercer Mundo, a pesar de todo, se desarrolla en esa dirección– las tentativas de cambio radical solo tienen éxito cuando un segmento importante de la población se organiza para realizarlas. No es porque sean quimeras que los cambios radicales no se pueden llevar adelante, sino porque son pocos los ciudadanos que los anhelan. Tampoco debemos culpar a la gente por su tibieza. Es natural su postura si tenemos en cuenta que el efecto de la exposición de los individuos a los medios de comunicación dominantes y a la educación tradicional es alejarlos del escenario en donde se toman las decisiones. Nos vemos así abocados a abordar problemas inmediatos y a postergar el cambio institucional para cuando las condiciones nos sean más favorables. Eso es lo que hizo Bertrand Russell y eso es lo que hace todavía Noam Chomsky.

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