13/10/18

Buda versus Nietzsche

Por Bertrand Russell
La cuestión es: Si Buda y Nietzsche fueran enfrentados, ¿podría alguno de ellos esgrimir algún argumento que debiese apelar al oyente imparcial? No me refiero a argumentos políticos. Podemos imaginárnoslos apareciendo ante el Todopoderoso como en el primer capítulo del libro de Job, y ofreciendo consejo respecto a la clase de mundo que Él debía crear. ¿Qué podrían decir?
Buda iniciaría su exposición hablando de leprosos, proscritos y miserables; del pobre, luchando con los miembros enfermos y apenas malviviendo con la alimentación escasa; de los heridos en las batallas, muriendo con una agonía lenta; de los huérfanos maltratados por los crueles tutores, e incluso de los más afortunados, obsesionados con el pensamiento de la decadencia y de la muerte. Para todo este cargamento de penas, diría, tiene que encontrarse un camino de salvación, y esta salvación sólo puede venir por el amor.
Nietzsche, a quien sólo el Omnipotente podría impedir que interrumpiera, prorrumpiría cuando le llegara el turno: «Por Dios, hombre, debías aprender a tener más fibra. ¿Qué es eso de lloriquear porque la gente vulgar sufra? ¿O, para el caso es lo mismo, porque los grandes hombres sufran? La gente vulgar sufre vulgarmente, los grandes hombres sufren con grandeza, y los grandes sufrimientos no deben ser lamentados, porque son nobles. Tu ideal es puramente negativo: la ausencia de dolor, cosa que puede asegurarse con la inexistencia. Yo, por el contrario, tengo ideales positivos: admiro a Alcibíades, a Federico el Grande, a Napoleón. En beneficio de esos hombres cualquier dolor vale la pena. Apelo a Vos, Señor, como al más grande de los artistas creadores, para que no permitáis que Vuestros impulsos artísticos se dobleguen ante los refunfuños dominados por el temor de este desgraciado psicópata»
Buda, que en las cortes celestiales aprendió toda la historia posterior a su muerte y que ha dominado la ciencia, deleitándose en el conocimiento y apenándose ante el uso a que lo han destinado los hombres, replica con tranquila cortesía: «Estáis equivocado, profesor Nietzsche, al pensar que mi ideal es puramente negativo. Ciertamente incluye un elemento negativo, la ausencia de sufrimiento. Pero además de eso contiene tanto como de positivo pueda hallarse en vuestra doctrina. Aunque no siento ninguna especial admiración por Alcibíades y Napoléon, también tengo mis héroes: mi sucesor Jesús, porque dijo a los hombres que amaran a sus enemigos; los hombres que han descubierto la forma de dominar las fuerzas de la naturaleza y conseguir la comida con menos trabajo; los médicos que han encontrado la forma de disminuir las enfermedades; los poetas, los artistas y los músicos que han captado vislumbres de la Beatitud Divina. El amor, el conocimiento y la complacencia en la belleza no son negaciones; son suficientes para llenar las vidas de los hombres más grandes que hayan existido nunca».
«Es lo mismo –replica Nietzsche–, vuestro mundo sería insípido. Deberías estudiar a Heráclito, cuyas obras se conservan íntegras en la biblioteca celestial. Vuestro amor es compasión, que brota del dolor; vuestra verdad, si sois honrado, es desagradable, y sólo puede conocerse a través del sufrimiento, y en cuanto a la belleza, ¿qué hay de más bello que un tigre, que debe su esplendor a su fiereza? No, si el Señor se decidiera por vuestro mundo, temo que moriríamos todos de aburrimiento».
«Vos podrías –replica Buda– porque amáis el dolor y vuestro amor a la vida es una impostura. Pero los que aman realmente la vida tendrían una felicidad que nadie puede gozar en el mundo tal como es».
Me disgusta Nietzsche porque le gusta la contemplación del dolor, porque erige el desprecio en deber, porque los hombres que más admira son conquistadores, cuya gloria estriba en la habilidad para hacer que los hombres mueran. Pero creo que el argumento decisivo contra su filosofía, como contra cualquier ética desagradable aunque internamente coherente, radica no en una apelación a los hechos, sino en una apelación a las emociones. Nietzsche desprecia el amor universal; yo veo en él la fuerza motriz para todo lo que deseo respecto al mundo.
Fuente: Russell, B. (1946), Historia de la filosofía occidental, Espasa, Madrid.

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