Por Bertrand Russell
Mi abuela tenía un rostro muy expresivo y,
a despecho de su experiencia del mundo, jamás aprendió el arte de disimular sus
emociones. Observé que cualquier alusión a la demencia provocaba en ella un
espasmo de angustia. Especulé mucho en cuanto a ello. Sólo muchos años después
descubrí que tenía un hijo en un manicomio. Estaba en un regimiento distinguido
y, al cabo de unos años de estar allí, se volvió loco. La historia que me han
contado, aunque no puedo responder de su absoluta exactitud, es que sus compañeros
de armas le mortificaban porque era casto. En el regimiento tenían un oso como
mascota, y un día, para divertirse, le azuzaron el oso. Huyó despavorido,
perdió la memoria y, después de hallarlo deambulando por el campo, lo llevaron
a la enfermería de un asilo, ya que se desconocía su identidad. En medio de la
noche, saltó de la cama gritando: «¡El oso!... ¡El oso!...», y estranguló a un
vagabundo que estaba en la cama contigua. Jamás recuperó la memoria, pero vivió
más de ochenta años.
Fuente: Russell, B. (2010), Autobiografía, Edhasa, Barcelona.
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