Por Carl Sagan
La historia suelen escribirla los
vencedores para justificar sus acciones, para alentar el fervor patriótico y
para suprimir las reclamaciones legítimas de los vencidos. Cuando no hay una
victoria abrumadora, cada lado escribe el relato que le favorece sobre lo que realmente ocurrió. Las historias
inglesas castigaban a los franceses, y viceversa; las historias de Estados
Unidos hasta hace muy poco ignoraban las políticas de facto de Lebenraum (espacio vital) y genocidio
hacia los nativos americanos; las historias japonesas de los acontecimientos
que llevaron a la segunda guerra mundial minimizan las atrocidades japonesas y
sugieren que su principal objetivo era liberar de manera altruista al este de
Asia del colonialismo europeo y americano; Polonia fue invadida en 1939 porque,
según aseveraban los historiadores nazis, había atacado despiadadamente y sin
mediar provocación a Alemania; los historiadores soviéticos decían que las
tropas soviéticas que reprimieron las revoluciones húngara (1956) y checa
(1968) habían sido invitadas por aclamación popular en las naciones invadidas y
no enviadas por sus secuaces rusos; las historias belgas tienden a desvirtuar
las atrocidades cometidas cuando el Congo era un feudo privado del rey de
Bélgica; las historias chinas ignoran curiosamente las decenas de millones de
muertes causadas por el «gran salto adelante» de Mao Zedong; que Dios condona e
incluso defiende la esclavitud se afirmó miles de veces desde el púlpito y en
las escuelas de las sociedades esclavistas cristianas, pero los estados
cristianos que liberaron a sus esclavos guardan completo silencio sobre el
tema; un historiador tan brillante, culto y sobrio como Edward Gibbon se negó a
saludar a Benjamin Franklin cuando se encontraron en un hotel del campo
inglés... por las recientes contrariedades de la revolución americana.
Fuente: Sagan, C. (1995), El mundo y sus demonios, Planeta,
Bogotá.
No hay comentarios:
Publicar un comentario