Por Philip Roth
Imagen tomada de https://bit.ly/2M7qqkW
–No sabe ni comprar un melón –me dijo por
teléfono una mañana, muy disgustado; y como se daba la circunstancia de que ya
estaba harto de oírle hablar de las cosas que Lil era incapaz de hacer, le
contesté:
–Mira, los melones son dificilísimos de
comprar. Quizá lo más difícil de comprar que hay, si te paras a pensarlo. No
pasa como con las manzanas, no hay modo de saber lo que tienen por dentro. A mí
me cuesta menos trabajo comprar un coche que un melón. Una casa, que un melón.
Si una de cada diez veces salgo de la tienda con un buen melón en las manos, me
doy con un canto en los dientes. Lo huelo de cerca y de menos cerca, lo aprieto
por las dos puntas con el dedo gordo, agarro otro, lo huelo, lo aprieto por las
puntas... Así hasta ocho o diez melones, antes de decidirme por uno de ellos, y
luego me lo llevo a casa y lo abro para la cena y resulta que no sabe a nada y
que está duro como una piedra. Qué quieres que te diga: todos nos equivocamos
con los melones. El ser humano no está hecho para comprar melones... Hazme un
favor, Herm, deja de darle la lata a la pobre mujer, porque no es ella la única
que compra melones asquerosos: es un fallo humano. La estás acosando por algo
que ni siquiera una de cada cien personas hace bien, y eso por casualidad, la
mitad de las veces, para colmo.
–Bueno –dijo, desconcertado ante la
seriedad de mi tono–, el melón es lo de menos...
Fuente: Roth, P. (1991), Patrimonio, Random House, Barcelona.
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