Por Eduardo Galeano
Los
esclavos negros de Haití propinaron tremenda paliza al ejército de Napoleón
Bonaparte; y en 1804 la bandera de los libres se alzó sobre las ruinas.
Pero Haití fue, desde el pique, un país
arrasado. En los altares de las plantaciones francesas de azúcar se habían
inmolado tierras y brazos, y las calamidades de la guerra habían exterminado a
la tercera parte de la población.
El nacimiento de la independencia y la
muerte de la esclavitud, hazañas negras, fueron humillaciones imperdonables
para los blancos dueños del mundo.
Dieciocho generales de Napoleón habían
sido enterrados en la isla rebelde. La nueva nación, parida en sangre, nació
condenada al bloqueo y a la soledad: nadie le compraba, nadie le vendía, nadie
la reconocía. Por haber sido infiel al amo colonial, Haití fue obligada a pagar
a Francia una indemnización gigantesca. Esa expiación del pecado de la
dignidad, que estuvo pagando durante cerca de un siglo y medio, fue el precio
que Francia le impuso para su reconocimiento diplomático.
Nadie más la reconoció. Tampoco la Gran
Colombia de Simón Bolívar, aunque él le debía todo. Barcos, armas y soldados le
había dado Haití, con la sola condición de que liberara a los esclavos, una
idea que al Libertador no se le había ocurrido. Después, cuando Bolívar triunfó
en su guerra de independencia, se negó a invitar a Haití al congreso de las
nuevas naciones americanas.
Haití siguió siendo la leprosa de las
Américas.
Thomas Jefferson había advertido, desde el
principio, que había que confinar la peste en esa isla, porque de allí provenía
el mal ejemplo.
La peste, el mal ejemplo: desobediencia,
caos, violencia. En Carolina del Sur, la ley permitía encarcelar a cualquier
marinero negro, mientras su barco estuviera en puerto, por el riesgo de que
pudiera contagiar la fiebre antiesclavista que amenazaba a todas las Américas.
En Brasil, esa fiebre se llamaba haitianismo.
Fuente:
Galeano, E. (2008), Espejos, Siglo XXI, Buenos Aires.
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