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31/10/25

Motolinía

Por Eduardo Galeano

1536

Ciudad de México

Fray Toribio de Motolinía camina, descalzo, cerro arriba. Va cargando una pesada bolsa a la espalda.

Motolinía llaman, en letanía del lugar, al que es pobre o afligido, y él viste todavía el hábito remendado y haraposo que le dio nombre hace años, cuando llegó caminando, descalzo como ahora, desde el puerto de Veracruz.

Se detiene en lo alto de la ladera. A sus pies, se extiende la inmensa laguna y en ella resplandece la ciudad de México. Motolinía se pasa la mano por la frente, respira hondo y clava en tierra, una tras otra, diez cruces toscas, ramas atadas con cordel, y mientras las clava las va ofreciendo:

–Esta cruz, Dios mío, por las pestes que aquí no se conocían y con tanta saña se ceban en los naturales.

–Ésta por la guerra y ésta por el hambre, que tantos indios han matado como gotas hay en la mar y granos en la arena.

–Ésta por los recaudadores de tributos, zánganos que comen la miel de los indios; y ésta por los tributos, que para cumplir con ellos han de vender los indios sus hijos y sus tierras.

–Ésta por las minas de oro, que tanto hieden a muerto que a una legua no se puede pasar.

–Ésta por la gran ciudad de México, alzada sobre las ruinas de Tenochtitlán, y por los que a cuestas trajeron vigas y piedras para construirla, cantando y gritando noche y día, hasta morir extenuados o aplastados por los derrumbamientos.

–Ésta por los esclavos que desde todas las comarcas han sido arrastrados hacia esta ciudad, como manadas de bestias, marcados en el rostro; y ésta por los que caen en los caminos llevando las grandes cargas de mantenimientos a las minas.

–Y ésta, Señor, por los continuos conflictos y escaramuzas de nosotros los españoles, que siempre terminan en suplicio y matanza de indios.

Hincado ante las cruces, Motolinía ruega:

–Perdónalos, Dios. Te suplico que los perdones. De sobra sé que continúan adorando a sus ídolos sanguinarios, y que si antes tenían cien dioses, contigo tienen ciento uno. Ellos no saben distinguir la hostia de un grano de maíz. Pero si merecen el castigo de tu dura mano, también merecen la piedad de tu generoso corazón.

Después Motolinía se persigna, se sacude el hábito y emprende, cuesta abajo, el regreso.

Poco antes del avemaría, llega al convento. A solas en su celda, se tiende en la estera y lentamente come una tortilla.

Fuente: Galeano, E. (1982), Memoria del fuego I. Los nacimientos, Siglo XXI, México, D.F.

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