Por Eduardo Galeano
1536
Ciudad
de México
…
Fray
Toribio de Motolinía camina, descalzo, cerro arriba. Va cargando una pesada
bolsa a la espalda.
Motolinía
llaman, en letanía del lugar, al que es pobre o afligido, y él viste todavía el
hábito remendado y haraposo que le dio nombre hace años, cuando llegó
caminando, descalzo como ahora, desde el puerto de Veracruz.
Se detiene en lo alto de la ladera. A sus
pies, se extiende la inmensa laguna y en ella resplandece la ciudad de México.
Motolinía se pasa la mano por la frente, respira hondo y clava en tierra, una
tras otra, diez cruces toscas, ramas atadas con cordel, y mientras las clava
las va ofreciendo:
–Esta cruz, Dios mío, por las pestes que
aquí no se conocían y con tanta saña se ceban en los naturales.
–Ésta por la guerra y ésta por el hambre,
que tantos indios han matado como gotas hay en la mar y granos en la arena.
–Ésta por los recaudadores de tributos,
zánganos que comen la miel de los indios; y ésta por los tributos, que para
cumplir con ellos han de vender los indios sus hijos y sus tierras.
–Ésta por las minas de oro, que tanto
hieden a muerto que a una legua no se puede pasar.
–Ésta por la gran ciudad de México, alzada
sobre las ruinas de Tenochtitlán, y por los que a cuestas trajeron vigas y
piedras para construirla, cantando y gritando noche y día, hasta morir
extenuados o aplastados por los derrumbamientos.
–Ésta por los esclavos que desde todas las
comarcas han sido arrastrados hacia esta ciudad, como manadas de bestias,
marcados en el rostro; y ésta por los que caen en los caminos llevando las
grandes cargas de mantenimientos a las minas.
–Y ésta, Señor, por los continuos conflictos
y escaramuzas de nosotros los españoles, que siempre terminan en suplicio y
matanza de indios.
Hincado ante las cruces, Motolinía ruega:
–Perdónalos, Dios. Te suplico que los
perdones. De sobra sé que continúan adorando a sus ídolos sanguinarios, y que
si antes tenían cien dioses, contigo tienen ciento uno. Ellos no saben
distinguir la hostia de un grano de maíz. Pero si merecen el castigo de tu dura
mano, también merecen la piedad de tu generoso corazón.
Después Motolinía se persigna, se sacude
el hábito y emprende, cuesta abajo, el regreso.
Poco antes del avemaría, llega al
convento. A solas en su celda, se tiende en la estera y lentamente come una
tortilla.
Fuente:
Galeano, E. (1982), Memoria del fuego I. Los nacimientos, Siglo XXI, México, D.F.
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