Por Eduardo Galeano
A
veces, muy en la noche, Miranda vuelve a San Petersburgo y resucita a Catalina
la Grande en sus aposentos íntimos del Palacio de Invierno. La infinita cola
del manto de la emperatriz, que miles de pajes sostienen en vilo, es un túnel
de seda recamada por donde corre Miranda hasta hundirse en un mar de encajes.
Buscando el cuerpo que arde y espera, Miranda hace saltar broches de oro y
guirnaldas de perlas y se abre paso entre las telas crujientes, pero más allá
de la amplia falda abullonada le arañan los alambres del miriñaque. Consigue
atravesar esta armadura y llega a la primera enagua y la desgarra de un tirón.
Debajo encuentra otra, y luego otra y otra, muchas enaguas de raso nacarado,
capas de cebolla que sus manos van arrancando cada vez con menos brío, y cuando
a duras penas rompe la última enagua aparece el corsé, invulnerable bastión
defendido por un ejército de cinchas y ganchitos y lacitos y botoncitos,
mientras la augusta señora, carne jamás cansada, gime y suplica.
Fuente:
Galeano, E. (1984), Memoria del fuego 2: Las caras y las máscaras,
Siglo Veintiuno, Buenos Aires.
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