Por Eduardo Galeano
Yo
escribo para quienes no pueden leerme. Los de abajo, los que esperan desde hace
siglos en la cola de la historia, no saben leer o no tienen con qué.
Cuando me viene el desánimo, me hace bien
recordar una lección de dignidad del arte que recibí hace años, en un teatro de
Asís, en Italia. Habíamos ido con Helena a ver un espectáculo de pantomima, y
no había nadie. Ella y yo éramos los únicos espectadores. Cuando se apagó la
luz, se nos sumaron el acomodador y la boletera. Y, sin embargo, los actores,
más numerosos que el público, trabajaron aquella noche como si estuvieran
viviendo la gloria de un estreno a sala repleta. Hicieron su tarea entregándose
enteros, con todo, con alma y vida; y fue una maravilla.
Nuestros aplausos retumbaron en la soledad
de la sala. Nosotros aplaudimos hasta despellejarnos las manos.
Fuente:
Galeano, E. (1989), El libro de los abrazos, Siglo XXI, Madrid.
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