Por Carl Sagan
Si
pensamos en los fundadores de Estados Unidos –Jefferson, Washington, Samuel y
John Adams, Madison y Monroe, Benjamin Franklin, Tom Paine y muchos otros–, nos
encontramos con una lista de al menos diez y puede que incluso docenas de
grandes líderes políticos. Eran cultos. Siendo productos de la Ilustración
europea, eran estudiosos de la historia. Conocían la falibilidad, debilidad y
corrupción humanas. Hablaban el inglés con fluidez. Escribían sus propios
discursos. Eran realistas y prácticos y, al mismo tiempo, estaban motivados por
altos principios. No tenían que comprobar las encuestas para saber qué pensar
aquella semana. Sabían qué pensar. Se sentían cómodos pensando a largo plazo,
planificando incluso más allá de la siguiente elección. Eran autosuficientes,
no necesitaban una carrera de políticos ni formar grupos de presión para
ganarse la vida. Eran capaces de sacar lo mejor que había en nosotros. Les
interesaba la ciencia y, al menos dos de ellos, la dominaban. Intentaron trazar
un camino para Estados Unidos hasta un futuro lejano, no tanto estableciendo
leyes como fijando los límites del tipo de leyes que se podían aprobar.
La Constitución y su Declaración de
Derechos han resultado francamente buenas y, a pesar de la debilidad humana,
han constituido una máquina capaz, casi siempre, de corregir su propia
trayectoria.
En aquella época había sólo dos millones y
medio de ciudadanos de Estados Unidos. Hoy somos unas cien veces más. Es decir,
si entonces había diez personas del calibre de Thomas Jefferson, ahora debería
haber 10 x 100 = 1 000 Thomas Jefferson.
¿Dónde están?
Fuente:
Sagan, C. (1995), El mundo y sus demonios, Planeta, Bogotá.
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