Por Jesús Mosterín
Los
antiguos griegos habían contrapuesto la ciencia (epistéme), que
constituiría un saber seguro y definitivo, a la mera opinión conjetural (dóxa).
Aristóteles había descrito el método científico como la deducción rigurosa a
partir de verdades necesarias. Descartes había creído encontrar el camino de la
certeza, basado en la evidencia indudable. Kant había pretendido garantizar
para siempre la verdad de la física newtoniana, considerando sus teoremas como
juicios sintéticos a priori, necesariamente válidos en cualquier experiencia
posible. Francis Bacon y John Stuart Mill veían en la inducción el método
infalible de la ciencia empírica. Pero Popper nos ha enseñado que no hay método
infalible ni ciencia segura. No hay epistéme, solo dóxa; no hay
saber definitivo, solo conjeturas provisionales. Esta postura radical ha
acabado por calar tan hondo que ya no nos parece radical, sino algo obvio y
compartido. Cuando oíamos las cautelas y dudas con que en 1994 se anunciaba el
descubrimiento del quark top en el Fermilab y la consiguiente
confirmación (provisional) del modelo estándar de la física de partículas,
parecía como si la sombra de Popper se cerniese sobre los propios
descubridores. Y lo mismo volvió a ocurrir en 2012 con la detección del bosón
de Higgs en el CERN.
Fuente:
Mosterín, J. (2013), Ciencia, filosofía y racionalidad, Gedisa, Barcelona.
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