Por Eduardo Galeano
Imagen tomada de shorturl.at/agHV6
Cien
canciones lo nombran. A los diecisiete años fue campeón del mundo y rey del
fútbol. No había cumplido veinte cuando el gobierno de Brasil lo declaró tesoro
nacional y prohibió su exportación. Ganó tres campeonatos mundiales con la
selección brasileña y dos con el club Santos. Después de su gol número mil,
siguió sumando. Jugó más de mil trescientos partidos, en ochenta países, un
partido tras otro a ritmo de paliza, y convirtió casi mil trescientos goles.
Una vez, detuvo una guerra: Nigeria y Biafra hicieron una tregua para verlo
jugar.
Verlo jugar, bien valía una tregua y mucho
más. Cuando Pelé iba a la carrera, pasaba a través de los rivales, como un
cuchillo. Cuando se detenía, los rivales se perdían en los laberintos que sus
piernas dibujaban. Cuando saltaba, subía en el aire como si el aire fuera una
escalera. Cuando ejecutaba un tiro libre, los rivales que formaban la barrera
querían ponerse al revés, de cara a la meta, por no perderse el golazo.
Había nacido en casa pobre, en un pueblito
remoto, y llegó a las cumbres del poder y la fortuna, donde los negros tienen
prohibida la entrada. Fuera de las canchas, nunca regaló un minuto de su tiempo
y jamás una moneda se le cayó del bolsillo. Pero quienes tuvimos la suerte de
verlo jugar, hemos recibido ofrendas de rara belleza: momentos de esos tan
dignos de inmortalidad que nos permiten creer que la inmortalidad existe.
Fuente:
Galeano, E. (1995), El fútbol a sol y sombra, Siglo Veintiuno, México, D.F.
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