7/11/08

Pájaros prohibidos

Por Eduardo Galeano
1976
Libertad
Los presos políticos uruguayos no pueden hablar sin permiso, silbar, sonreír, cantar, caminar rápido ni saludar a otro preso. Tampoco pueden dibujar ni recibir dibujos de mujeres embarazadas, parejas, mariposas, estrellas ni pájaros.
Didaskó Pérez, maestro de escuela, torturado y preso por tener ideas ideológicas, recibe un domingo la visita de su hija Milay, de cinco años. La hija le trae un dibujo de pájaros. Los censores se lo rompen a la entrada de la cárcel.
Al domingo siguiente, Milay le trae un dibujo de árboles. Los árboles no están prohibidos, y el dibujo pasa. Didaskó le elogia la obra y le pregunta por los circulitos de colores que aparecen en las copas de los árboles, muchos pequeños círculos entre las ramas:
-¿Son naranjas? ¿Qué frutas son?
La niña lo hace callar:
-Ssshhhh.
Y en secreto le explica:
-Bobo. ¿No ves que son ojos? Los ojos de los pájaros que te traje a escondidas.
Fuente: Galeano, E. (1986), Memoria del fuego 3 EL SIGLO DEL VIENTO, Siglo XXI, Madrid.

4/11/08

Diez mil actos de bondad

Por Stephen Jay Gould
La evolución ha construido el árbol de la vida. Sin embargo, casi en cualquier momento y para cualquier especie el cambio no está ocurriendo, sino que predomina la estasis. Por lo tanto, si nos preguntamos cuál es la naturaleza normal de las especies, la única respuesta posible es: la estabilidad. Pero el cambio, deliciosamente raro, ha erigido el árbol de la vida y configurado la historia a gran escala. Y ahora llegamos al quid de la cuestión: la propiedad que define a una especie, su estado normal, su naturaleza, su apariencia en casi todo momento es contraria al proceso que da origen a la historia (y a las nuevas especies). Si intentáramos explicar la naturaleza de las especies a partir del proceso que construye la historia de la vida, nuestros resultados apuntarían exactamente hacia lo opuesto de la realidad, dado que son los acontecimientos extremadamente insólitos (pero con consecuencias de gran alcance) los que determinan el curso de la historia.
El mismo patrón podría aplicarse a la naturaleza humana y a los acontecimientos que configuran nuestra historia. Al presuponer que los rasgos de conducta que intervengan en los acontecimientos forjadores de la historia tienen que definir también las propiedades ordinarias de la naturaleza humana, hemos cometido un grave error. Así pues, ¿no debemos relacionar las causas de nuestra historia, como reza el falso argumento, con la naturaleza de nuestro ser?
Pero si mi analogía es válida, la verdad podría hallarse justamente en la afirmación inversa. Si las conductas infrecuentes son las que construyen la historia, nuestra naturaleza habitual debe definirse a través de nuestras acciones generales en el mundo cotidiano, acciones en las que estamos sumergidos casi todo el tiempo pero que no determinan la suerte de las naciones. Las causas de la historia pueden ser opuestas a las fuerzas ordinarias que dominan en casi todos los momentos, exactamente del mismo modo que los procesos que construyen el árbol de la vida son invisibles e inactivos en el seno de las especies estables durante casi todo el tiempo.
La historia está hecha de guerra, de codicia, de ansias de poder, de odio y de xenofobia (y de algunos otros móviles, algo más dignos de admiración, diseminados aquí y allá). En consecuencia, a menudo asumimos que tales rasgos, obviamente humanos, definen nuestra naturaleza esencial. ¿Cuántas veces hemos oído que el «hombre» es, por naturaleza, agresivo, egoísta y codicioso?
Pero tales afirmaciones no tienen sentido para mí; no de un modo estrictamente empírico, aunque tal vez lo tengan como declaraciones sobre deseos o preferencias morales. ¿Qué es lo que vemos un día cualquiera en las calles o en los hogares de cualquier ciudad norteamericana o incluso en el metro de Nueva York? Vemos millares de pequeños e insignificantes actos de amabilidad y consideración. Nos apartamos para ceder el paso a alguien, sonreímos a un niño, mantenemos charlas intrascendentes con un conocido o incluso con un extraño. En casi todos los momentos, en la mayor parte de los días, en la mayor parte de los sitios, ¿qué es lo que puede verse de nuestro lado oscuro? ¿Tal vez un padre dando un cachete a su hijo, o un adolescente sobre un monopatín cerrando el paso a una ancianita? Veamos, no soy Pollyanna en su torre de marfil, y crecí en las calles de Nueva York. Comprendo lo ingrata y peligrosa que puede ser la vida en las grandes ciudades. Únicamente intento sentar una cuestión estadística.
Nada resulta más ajeno y antipático a la mente humana que pensar correctamente acerca de las probabilidades. Muchos de nosotros tenemos la impresión de que la vida cotidiana está constituida por una serie interminable de molestias, de que el 50 por 100 o más de los encuentros humanos resultan tensos o agresivos. Pero pensemos en ello con seriedad por un momento. Semejante nivel de agresividad no podría soportarse. Si la mitad de las veces en que nos abrimos a otro ser humano, éste nos recibiera con un puñetazo en la nariz, la sociedad caería de inmediato en la anarquía.
No, casi todos los encuentros con otra persona son como mínimo neutros, y en general lo suficientemente placenteros. Homo sapiens es una especie de notoria afabilidad. Los etólogos consideran que otros animales son relativamente pacíficos cuando presencian uno o dos encuentros agresivos tras observar a un organismo durante, digamos, decenas de horas. Pero pensemos en los millones de horas que podríamos contabilizar para la mayoría de la gente en la mayor parte de sus días sin advertir mayor signo de hostilidad que un dedo anular levantado de vez en cuando, quizá una vez a la semana.
¿Por qué, pues, la mayoría de nosotros tiene la sensación de que la gente es agresiva, y de que lo es por esencia? La respuesta, creo, radica en la asimetría de los efectos (el aspecto verdaderamente trágico de la existencia humana). Por desgracia, un incidente violento puede anular el efecto de diez mil actos de generosidad, y la confusión de los efectos con la frecuencia nos hace olvidar fácilmente el predominio de la bondad sobre la violencia. Una paliza motivada por cuestiones raciales puede dar al traste con años de paciente educación en el respeto y la tolerancia en una escuela o una comunidad. Un asesinato puede convertir una ciudad amistosa y confiada en un nido de temor, con la gente encerrada bajo llave, recelosa de cualquiera y con miedo a salir de noche. La generosidad es extremadamente delicada, extremadamente fácil de eliminar; y la violencia es tan poderosa…
Esta abrumadora y trágica asimetría entre la bondad y la violencia se magnifica de modo extraordinario cuando consideramos las causas de la historia en su gran escala. Un incendio en la biblioteca de Alejandría puede devastar toda la sabiduría acumulada de la Antigüedad. Un pretendido insulto o un acto demente de asesinato pueden desbaratar décadas de paciente diplomacia, de intercambios culturales, de misiones humanitarias, de correspondencia amistosa (pequeños actos de bondad que implican a millones de ciudadanos), y llevar a dos naciones a una guerra que nadie desea, pero que mata a millones de personas y altera de forma irrevocable el curso de la historia.
Sí, admito plenamente que el lado oscuro de las posibilidades humanas configura la mayor parte de nuestra historia. Pero esta aciaga realidad no implica necesariamente que los rasgos de conducta del lado tenebroso definan la esencia de la naturaleza humana. Al contrario: por analogía con el enfrentamiento entre lo ordinario y lo creador de la historia, yo aduciría que la realidad de las interacciones humanas en casi cualquier momento de nuestras vidas diarias discurre en dirección contraria, y debe hacerlo en toda sociedad estable, a los acontecimientos raros y disruptivos que construyen la historia. Si uno quiere entender la naturaleza humana, definida como nuestras tendencias habituales en situaciones ordinarias, sólo hay que descubrir los rasgos que determinan la historia, y después identificar la naturaleza humana con los rasgos opuestos, que son fuente de estabilidad: las conductas predecibles de no agresión que rigen durante el 99,9 por 100 de nuestras vidas. La verdadera tragedia de la existencia humana no es que seamos malos por naturaleza, sino que una cruel asimetría estructural otorga a los infrecuentes acontecimientos dictados por la maldad el poder de configurar nuestra historia.
Un argumento inmediato contra mi tesis es el que sostiene que he confundido una potencialidad social de comunidades esencialmente democráticas con una tendencia humana más general. Esta visión alternativa podría corroborar mis afirmaciones sobre el hecho de que la estabilidad impera en casi todo momento, y de que son los acontecimientos muy infrecuentes los que conforman la historia. Pero quizá tal estabilidad sea reflejo de conductas bondadosas tan sólo en sociedades relativamente libres y democráticas. Quizá en la mayoría de culturas se haya alcanzado la estabilidad por medio de las mismas fuerzas «oscuras» que forjan la historia en el momento en que se desequilibran: miedo, agresión, terror y dominio del rico sobre el pobre, del hombre sobre la mujer, del adulto sobre el niño, y del armado sobre el indefenso. Admito que las fuerzas oscuras a menudo han mantenido los equilibrios, pero sigo afirmando con convicción que no tenemos en cuenta los diez mil actos no agresivos de cada día que eclipsan toda manifestación abierta de fuerza, incluso en sociedades estructuradas bajo relaciones de dominio, e incluso cuando la no agresividad impera únicamente porque la gente sabe cuál es su sitio y no acostumbra a desafiar el orden establecido. Basar la estabilidad cotidiana en algo distinto de nuestra propia bondad natural requeriría una estructura social pervertida, dedicada explícitamente a quebrar el alma humana (el modelo de Auschwitz, si se quiere). No afirmo, dicho sea de paso, que los seres humanos sean ni buenos ni agresivos por necesidad biológica innata. Es evidente que tanto la generosidad como la violencia laten en el interior de nuestra naturaleza porque, sin ninguna duda, las perpetuamos a ambas. Sólo formulo una declaración estructural: que la estabilidad social domina casi en todo momento, y debe estar basada en una frecuencia netamente superior (aunque trágicamente ignorada) de actos bondadosos; y que la bondad, por lo tanto, es nuestra respuesta habitual y predilecta en la inmensa mayoría de las ocasiones.
Por favor, no interprete el lector este ensayo como una iniciativa pretensiosa inscrita en la estúpida tradición, ¿me atreveré a decirlo?, de apología académica liberal de la crueldad humana, y tampoco como una tentativa insulsa y traída por los pelos de hacer parecer buenos a los seres humanos en este mundo colmado de aflicción. Éste no es un ensayo sobre el optimismo; en un ensayo sobre la tragedia. Si pensara que los seres humanos son malos por naturaleza, simplemente lo diría, qué diablos. Tenemos lo que nos merecemos, o lo que la evolución nos ha legado. Pero el núcleo de la naturaleza humana arraiga en diez mil actos cotidianos de bondad que definen nuestro día a día. ¿Puede haber algo más trágico que la paradoja estructural de que este Everest de bondad esté colocado boca abajo sobre su cumbre puntiaguda, y de que pueda ser derribado con tanta facilidad por esporádicos acontecimientos contrarios a nuestra naturaleza cotidiana, y de que sean estos acontecimientos los que forjen nuestra historia? En un sentido profundo, no tenemos lo que nos merecemos.
La solución a nuestra desgracias no estriba en superar nuestra «naturaleza», sino en romper la «gran asimetría» y permitir que nuestras tendencias ordinarias asuman el control de nuestra vidas. Ahora bien, ¿cómo podemos tomar lo cotidiano y sentarlo en el asiento del conductor de la historia?
Fuente: Gould, S. J. (2006), Ocho cerditos, Crítica, Barcelona.

2/11/08

Masones secuestradores

Por Ramiro Díez
Irina Draskova tiene más de setenta años y su pelo blanco recuerda a las nieves siberianas, aunque su acento es suramericano. En la puerta de la librería, por la Calle Corrientes, la ancianita me tomó del brazo y me habló al oído con su deliciosa cadencia.
Con su pinta de aristócrata, y su vestido tan decoroso, era claro que no quería una moneda, asunto nada extraño en los malos tiempos que corrían. Entonces me contó esta historia:
“Un grupo de ateos y masones secuestraron al Presidente de nuestra República y a todos sus ministros”, me dijo Irina, en tono bajo y misterioso.
Sonreí, incrédulo y divertido, porque no había ninguna noticia al respecto, pero Irina me documentó su historia:
“Mirá…”, y me llevó de la mano hasta una banca cercana. Allí, sentados, escudriñó todos los rincones, hasta cerciorarse de que nadie nos seguía o nos escuchaba. “Mirá” –repitió–, y después de buscar en su bolso, me enseñó un viejo recorte de periódico:
“Acá están las promesas del Presidente. Y acá está lo que dijeron los ministros el día que se posesionaron, y una o dos semanas después. ¿Ves? ¡Son buena gente, tipos como vos y yo, honestos, gente de laburo!”.
¿Y eso que tiene que ver con el secuestro?, le pregunté.
Irina sacó de su bolso –ahora de algo que parecía un bolsillo secreto– otro recorte de periódico, más nuevo.
“¿Ves que no han cumplido las promesas? –me dijo–. Mirá lo que han hecho: todo lo contrario. ¿Ves este recorte? Leélo para que te des cuenta de cómo insultaba a estos fulanos del otro partido. Y acá está, al poco tiempo, abrazado con los mismos fulanos a los que antes atacaba. Y esto no sé si lo podás captar, porque sólo lo podemos ver las mujeres, que somos más observadoras… mirá la nariz y la sonrisa del Presidente… aquí está de frente, y en esta foto está de perfil: Se parece, ¿verdad?, pero no es el mismo. Está un poco más gordo, tiene como algo de medio idiota, pero bien disimulado porque se parece mucho al original. En resumen, el verdadero Presidente está secuestrado y este que ahora gobierna es un impostor. Con razón es tan hijueputa…”.
Irina me estaba convenciendo. Aunque era una historia difícil de creer, eso podría explicar muchas noticias de todos los días.
“Ahora dame un dólar, para juntar plata y pagar el rescate”, me dijo Irina.
Me quedé mirándola, agradecido, y le di un beso y un billete de diez. Aunque la historia valía más.
Fuente: Díez, R. (2004), Páginas con Cierto Sentido, Impresores MYL, Quito.

27/10/08

La regla áurea

Por Stephen Jay Gould
En la base de toda ética ambiental suelen yacer dos argumentos relacionados:

1. Vivimos en un mundo frágil, sometido en la actualidad a la ruina y desorganización permanentes a causa de la intervención humana.
2. Los seres humanos deben aprender a actuar como responsables administradores de su planeta amenazado.

Estos puntos de vista, aunque cargados de buenas intenciones, están basados en el viejo pecado de la soberbia y la autoestima exagerada. Somos una especie entre millones, administradores de nada. ¿Bajo qué justificación podríamos nosotros, aparecidos hace apenas un microsegundo geológico, responsabilizarnos de los asuntos de un mundo de 4.500 millones de años de edad, de un mundo rebosante de vida que ha estado evolucionando y diversificándose durante al menos tres cuartas partes de este inmenso período de tiempo? La naturaleza no está ahí para nosotros, no tenía ni idea de que íbamos a llegar, y no le importamos un comino. Omar Khayyam tenía razón en todo, salvo en su estrecha visión de la Tierra como destartalada, cuando compuso su brillante comparación de nuestro mundo con un hotel oriental:

Por el destartalado caravasar que es este mundo,
cuyas únicas puertas son la noche y el día,
¡qué de altivos sultanes fastuosos y opulentos
pasaran un instante y luego ser marcharan!

Esta concluyente declaración de impotencia daría lugar a réplica si nosotros, pese a nuestra tardía aparición, poseyéramos algún poder sobre el futuro del planeta. Sin embargo, y pese a la falsa percepción popular sobre nuestro poderío, no es así. A la escala de tiempo geológica que rige nuestro planeta, carecemos virtualmente de cualquier influencia sobre la Tierra. Todos los megatones almacenados en nuestros arsenales nucleares no alcanzan ni una diezmilésima parte de la potencia liberada por el asteroide de 10 km de diámetro que, supuestamente, desencadenó la extinción en masa del Cretácico. Y sin embargo, la Tierra sobrevivió a esta colosal conmoción, que, con la aniquilación de los dinosaurios, allanó el camino para la evolución de los grandes mamíferos, entre ellos los seres humanos. Nos asusta el caldeamiento global y, sin embargo, incluso el modelo teórico más extremado prevé un planeta bastante más frío que muchas épocas felices y prósperas del pasado prehumano. Podemos, con toda seguridad, destruirnos a nosotros mismos, y llevarnos por delante a muchas otras especies; pero a duras penas haríamos mella en la diversidad bacteriana, y sin duda tampoco eliminaríamos a los muchos millones de especies de insectos y ácaros. A escalas de tiempo geológicas, nuestro planeta sabrá cuidar de sí mismo, y dejará que los milenios borren el rastro de cualquier exceso que hayamos cometido.
La gente que no comprende el principio fundamental de las escalas adecuadas mal interpreta a menudo el razonamiento anterior, y lo considera un llamamiento a despreocuparnos del deterioro ambiental, del mismo modo que Copeland ha sostenido, equivocadamente, que no hay necesidad de inquietarse por las extinciones. Pero yo esgrimo la misma idea en sentido contrario. No suponemos ninguna amenaza a escala geológica, pero tal vastedad de tiempo tampoco nos afecta. Nuestros intereses legítimamente provincianos se centran en nuestra propia vida, en la felicidad y prosperidad de nuestros hijos, en el sufrimiento de nuestros semejantes. El planeta va a recuperarse de un holocausto nuclear, pero miles de millones de nosotros morirán o quedarán tullidos, y nuestras culturas perecerán. La Tierra prosperará si los casquetes polares se funden bajo un invernadero global, pero la mayoría de nuestras mayores ciudades, construidas al nivel del mar como puertos y embarcaderos, quedarán inundadas, y la alteración de las pautas agrícolas desembocará en el desarraigo de poblaciones enteras.
Tenemos la obligación de afrontar un desagradable hecho histórico. El movimiento conservacionista nació en gran medida como un intento de las élites más ricas e influyentes por preservar la vida salvaje como coto de asueto y contemplación para los patricios (contra la imagen, por así decirlo, de hordas de inmigrantes domingueros vagando por el bosque con sus cestas de pícnic). Nunca nos hemos librado por entero de este legado, en el que el ecologismo es considerado algo opuesto a las necesidades humanas más inmediatas, especialmente respecto a los pobres y desheredados. Pero el Tercer Mundo se desarrolla, y en él se encuentra la mayor parte de los prístinos hábitats cuya preservación anhelamos. Los movimientos ecologistas no podrían triunfar hasta que convenzan a la gente que la limpieza del aíre y del agua, la energía solar, el reciclaje y la reforestación son las soluciones óptimas (realmente lo son) de las necesidades humanas a escalas humanas (no las de algún futuro planetario de inalcanzable lejanía).
Tengo una modesta sugerencia que hacer en relación con una ética ambiental apropiada, fundamentada, como la totalidad de este ensayo, en el tema de una pertinente escala humana frente a la majestad, aunque irrelevante majestad, del tiempo geológico (jamás me he sentido atraído por el imperativo categórico kantiano relativo a la búsqueda de una ética, ni por las leyes morales absolutas e incondicionales, ajenas a toda motivación o finalidad ulterior). El mundo es demasiado complejo y caótico para este tipo de actitudes asépticas (y Dios nos ayude si adoptamos el principio equivocado y luchamos, matamos y devastamos provistos de nuestra inconmovible certidumbre). Prefiero los más imprecisos «imperativos hipotéticos», que invocan el deseo, la negociación y la reciprocidad. De entre todos estos preceptos «menores», aunque en su conjunto más amplios y profundos, hay uno que destaca por su presencia repetida e independiente en todas las culturas, una tras otra, formulado con distintas palabras pero con la misma idea básica expresada en él. Supongo que nuestras diversas sociedades se encaminan inconscientemente hacia este principio por la sencilla razón de que la estabilidad estructural (y la elemental decencia necesaria para cualquier vida llevadera) exigen una máxima de este tipo. Los cristianos llaman a este precepto la «regla áurea»; Platón, Hillel y Confucio conocieron idéntica máxima bajo otros nombres. No puedo pensar en ningún principio mejor que se base en el egoísmo ilustrado: si todos nosotros tratáramos a los demás como deseamos ser tratados, la decencia y la estabilidad tendrían que prevalecer.
Sugiero que establezcamos un pacto de este tenor con nuestro planeta. La Tierra tiene todas las cartas, y detenta un inmenso poder sobre nosotros, de forma que tal convenio, que necesitamos desesperadamente, sería una bendición para nosotros y un alivio para ella, pese a que, en su propia escala de tiempo, no le hace ninguna falta. Haríamos mejor en firmar los documentos mientras todavía esté dispuesta a llegar a un acuerdo. Si la tratamos bien, nos soportará durante un tiempo más. Si le arañamos la piel, sangrará, nos echará a patadas, se pondrá un vendaje y seguirá ocupándose de sus propios asuntos a su propia escala. El pobre Richard nos dijo que «la necesidad nunca fue buena consejera para hacer tratos ventajosos», pero la Tierra es más generosa que los agentes humanos en el «arte de pactar». Ella se mantendrá fiel a sí misma; ahora, nosotros debemos hacer otro tanto.
Fuente: Gould, S. J. (1993), Ocho cerditos, Crítica, Barcelona.

25/10/08

Don Tomás

Por Ramiro Díez
Don Tomás era un tipo distinguido, de mucho dinero, de raza blanca, inteligente, sensible, impulsor de nobles sueños, y por lo tanto comprometido con la libertad de los negros en los EEUU.
“Es nuestra obligación moral e histórica conceder la libertad a los que hasta ahora han sido degradados. Que sean tratados como iguales porque nuestros iguales son.”
Así, en ese tono y con tal claridad escribía don Tomás, en una apasionada defensa de la libertad de los negros en su país.
Pero los tiempos cambian, y con el tiempo también los humanos: de repente, frente al tema de los negros, don Tomás empezó a guardar silencio.
Ya no era tan entusiasta y se dedicó a ahorrar verbos y adjetivos. Cualquier pregunta al respecto, la respondía con monosílabos vacilantes, agregando: “Quizás sí o puede que no, claro, depende, es decir, es necesario pensar y sopesar…” Eso: no decía nada.
Poco tiempo después, sobre el mismo tema, ya había cambiado tanto de opinión, que no aparecía la misma persona, y se le oyó decir:
“Los negros son una raza maldita y sucia que arrastra ese color en la piel por el pecado de Caín”. Y agregaba que “Nuestro Congreso (de los EEUU) no debe permitir la libertad de los negros porque una mezcla racial será el fin de nuestra naciente nación señalada por el Señor para muy altos destinos...”
Un poeta dijo que “Hay días en que somos tan móviles, tan móviles”, y es cierto.
Pero tan móviles, tanto, tanto, era demasiado sobre todo pensando en semejante tema y teniendo en cuenta que aquel hombre de pensamiento veleidoso era respetado por su valía intelectual.
Tal vez esos cambios radicales de opinión se aclaren cuando recordemos esto:
El apellido de don Tomás era Jefferson. Sí, el mismo: Tomás Jefferson, y por supuesto que llegó a ser Presidente de los EEUU.
Lo más curioso es que aquel cambio de opinión ocurrió cuando le regalaron, como esclava, a una mulatica de trece años que pronto quedó en embarazo.
¿De quién? Adivina, adivinador.
Más tarde, cuando Jefferson fue nombrado Embajador Plenipotenciario en Francia, la niña esclava lo acompaño a París, y quedó en embarazo cuatro veces más.
¿De quién?
Yes, yes… you are right.
Otro dato: aquella esclava era regalo de su suegro. Y además, -¡qué familia!- era hija de su suegro, nacida por fuera del matrimonio.
Parece una telenovela, pero era la realidad: en resumen, aquella niña mulata era hija y esclava de su suegro. Y había pasado a convertirse en esclava y cuñada de Jefferson, porque era hermana media de su esposa.
Hace poco tiempo, médicos norteamericanos analizaron el ADN de los descendientes tanto del presidente Jefferson, como de los de aquella jovencita.
Y ¡qué coincidencia!: coinciden…
Aquel fue un drama en la vida del Señor Jefferson porque aunque pronunciaba uno que otro discurso racista, quizá para crear una cortina de humo alrededor de aquella relación, amaba de corazón a su cuñada-amante. Y amó sinceramente a los hijos nacidos de aquella unión.
Pero ahí no se detiene la historia: entre aquellos hermanos hubo complicaciones al tratar de conciliar el amor de familia, con los prejuicios racistas de la época.
Por aquellas jugarretas de la genética, unos hijos nacieron negros y otros nacieron blancos. Y los blancos, para poder vivir con sus hermanos negros en la misma casa, como una familia amorosa, tenían que mentir ante todo el mundo y decir que aquellos negros eran sus esclavos.
Don Tomás Jefferson, preclaro presidente norteamericano, murió a los setenta y tantos años. Y dicen que sus últimas palabras, -¿será verdad?- convulsivas, en su lecho de muerte fueron…
No. No es prudente reproducir lo que no tiene sustento histórico, y en especial cuando se trata de tan dramático momento. Don Tomás también tiene derecho al descanso.
Fuente: Díez, R. (2004), Páginas con Cierto Sentido, Impresores MYL, Quito.

21/10/08

El efecto conjunción

Por Massimo Piattelli Palmarini
Nos proporcionan la siguiente breve «ficha» de carácter y actitud, redactada en un estilo casi cablegráfico:

Luis tiene 34 años. Es inteligente, pero tiene poca imaginación, es rutinario, metódico y escasamente activo. En la escuela destacaba en matemáticas, pero era flojo en asignaturas humanísticas y en ciencias sociales.

Sobre la base de este perfil tan sucinto, nos invitan a adivinar (digamos que de manera intuitiva) cuál es la probabilidad de que Luis desempeñe determinado oficio, o determinada profesión, en vez de otros. Concretamente, nos piden que ordenemos (rank), por orden de probabilidades decrecientes, una lista de profesiones y aficiones entre las que aparecen las siguientes:

–Luis es médico y le gusta jugar al póker
–Luis es arquitecto
–Luis es contable (caso C)
–Luis es aficionado a tocar música de jazz (caso J)
–Luis es aficionado al surf
–Luis es periodista
–Luis es contable, y es aficionado a tocar música de jazz (caso C&J)
–Luis es aficionado al alpinismo

Se invita al lector a que aventure su opinión reordenando una tras otra, por orden de probabilidad decreciente, las opciones que acabamos de describir. Forma parte de las reglas de este “juego” que nuestras estimaciones sean vagas, aproximativas, hechas precisamente de manera intuitiva (no se exigen valores exactos para las distintas probabilidades, sino solamente un ranking o jerarquía intuitiva entre las probabilidades respectivas de estas opciones).

Pasemos ahora a otro caso, análogo al anterior:

Linda tiene 31 años. Es soltera, extravertida y muy brillante. Es licenciada en filosofía. Cuando era estudiante se interesaba mucho por los problemas de discriminación racial y de injusticia social, y participaba activamente en manifestaciones antinucleares.

Como en el caso de Luis, nos invitan a adivinar cuál es la probabilidad de que Linda desempeñe un determinado oficio o profesión, ordenando, por probabilidad decreciente, una lista de profesiones y aficiones entre las que aparecen las opciones siguientes:

–Linda es profesora en una escuela de educación básica
–Linda trabaja en una librería y va a clases de yoga
–Linda participa activamente en el movimiento feminista (caso F)
–Linda es asistente social
–Linda es miembro de la Organización Electoral Femenina
–Linda trabaja en un banco (caso B)
–Linda es agente de seguros
–Linda trabaja en un banco y participa activamente en el movimiento feminista (caso B&F)

De nuevo se invita al lector a que aventure su opinión aproximada, de manera intuitiva, reordenando una tras otra, por orden de probabilidad decreciente, las opciones que acabamos de describir.

Que tire la primera piedra quien no haya considerado, en el caso de Luis, más probable la opción C&J, respecto a la opción J. Y en el caso de Linda, la opción B&F, respecto a la opción B.
Es lo que hacemos todos (o casi todos), y sin embargo se trata de una pura ilusión cognitiva. En realidad, la probabilidad de que se produzcan al mismo tiempo dos acontecimientos (la probabilidad de una «conjunción», como se la denomina en jerga) es siempre y forzosamente inferior a la probabilidad de cada uno de estos acontecimientos por separado. Si reflexionamos un momento, no podemos dejar de convenir en que tiene que ser más probable que Luis toque música de jazz, haciendo cualquier otro trabajo, o incluso ningún trabajo (el caso J, en realidad, sólo especifica que toca música de jazz –fijaos bien– por afición), que no que Luis toque música de jazz y sea contable. Lo mismo ocurre en el caso de Linda. Debemos convenir en que tiene que ser más probable que Linda trabaje en un banco, participando en movimientos de cualquier tipo, o incluso sin participar en ningún movimiento (el caso B no especifica nada más), que no que Linda trabaje en un banco y colabore activamente en el movimiento feminista. Y sin embargo, la gran mayoría de los individuos sometidos por [Amos] Tversky y [Daniel] Kahneman a un montón de tests de este tipo considera más probable una conjunción que cada uno de los elementos de la conjunción.
De hecho, la jerarquía intuitiva media obtenida en los dos tests que acabamos de exponer es:
Luis:
La opción C es más probable que la opción C&J, que a su vez es más probable que la opción J.
Linda:
La opción F es más probable que la opción B&F, que a su vez es más probable que la opción B.

Lo que nos deja estupefactos es que no existe gran diferencia entre las respuestas obtenidas, por término medio, de individuos «ingenuos», es decir, totalmente profanos en materia de cálculo de probabilidades, y las obtenidas de sujetos expertos en ciencias estadísticas. O mejor dicho, existe una ligera diferencia: los individuos que tienen alguna noción de estadística se equivocan más a menudo que los individuos absolutamente profanos, y también más a menudo que los expertos. En cualquier caso, incluso los expertos se equivocan casi con la misma frecuencia que los profanos. Las diferencias son generalmente pequeñas. Lo sorprendente es que, por término medio, el 85 por 100 de todos los individuos, sean profanos, semiprofanos, o expertos, se equivocan. Son, por tanto, víctimas del efecto conjunción.
Fuente: Piattelli Palmarini, M. (1993), Los túneles de la mente, Crítica,  Barcelona.

19/10/08

Getulio Vargas

Por Eduardo Galeano
1954
Río de Janeiro
Imagen tomada de https://bit.ly/2Vx0uPq
Quiere borrar la memoria de su propia dictadura, viejo tiempo policial y siniestro, y en estos últimos años gobierna al Brasil como nadie nunca lo había hecho.
Se pone del lado de los salarios, no de las ganancias. De inmediato los empresarios le declaran la guerra.
Para que el Brasil deje de ser un colador, tapona la hemorragia de riquezas. De inmediato los capitales extranjeros se lanzan al sabotaje.
Recupera el petróleo y la energía, que son la soberanía nacional tanto o más que el himno y la bandera. De inmediato los monopolios, ofendidos, le responden con una feroz ofensiva.
Defiende el precio del café sin arrojar a la hoguera, como era costumbre, la mitad de la cosecha. De inmediato los Estados Unidos reducen a la mitad sus compras.
En el Brasil, periodistas y políticos de todos los colores y marcas suman sus voces al coro del escándalo.
Getulio Vargas ha gobernado de pie. Cuando lo obligan a agacharse, elige la dignidad de la muerte. Alza el revólver, apunta contra su propio corazón y dispara.
Fuente: Galeano, E. (1986), Memoria del fuego 3 EL SIGLO DEL VIENTO, Siglo XXI, Madrid.

17/10/08

Somos parte de la tierra y ella es parte de nosotros

Por Seattle
Habéis de saber que cada partícula es sagrada para mi pueblo. Cada hoja resplandeciente, cada playa arenosa, cada niebla en el oscuro bosque, cada claro y cada insecto con su zumbido son sagrados en la memoria y en la experiencia de mi pueblo… Somos parte de la tierra y ella es parte de nosotros. Las fragantes flores son nuestras hermanas; el venado, el caballo, el águila majestuosa son nuestros hermanos… El murmullo del agua es la voz del padre de mi padre.
Sabemos que el hombre blanco no comprende nuestra manera de ser. Le da lo mismo un pedazo de tierra que otro, porque él es un extraño que llega en la noche a sacar de la tierra lo que necesita. La tierra no es su hermana sino su enemiga. Trata a su madre, la tierra, y a su padre, el cielo, como cosas que se pueden comprar, saquear y vender, como si fueran corderos y cuentas de vidrio. Su insaciable apetito devorará la tierra y dejará tras de sí sólo un desierto. Si contamináis vuestra cama, moriréis alguna noche sofocados por vuestros propios desperdicios.
Fuente: La cita procede de Proaño, L. (1988), Monseñor Leonidas Proaño, Editorial Ecuador, Quito.

11/10/08

Edward Witten

Por Michio Kaku
Edward Witten, del Instituto para Estudio Avanzado en Princeton, New Jersey, domina el mundo de la física teórica. Witten es actualmente el «jefe de la banda», el más brillante físico de altas energías, que marca las tendencias en la comunidad física al modo en que Picasso marcaba las tendencias en el mundo del arte. Cientos de físicos siguen su trabajo religiosamente para tener noción de sus ideas innovadoras. Un colega de Princeton, Samuel Treiman, dice: «Él nos saca una cabeza a todos los demás. Ha iniciado a grupos enteros de personas en nuevos caminos. Construye demostraciones elegantes y asombrosas que dejan a la gente boquiabierta y admirada». Treiman concluye: «No deberíamos establecer comparaciones con Einstein con demasiada alegría, pero cuando se trata de Witten …».
Imagen tomada de https://bit.ly/2GWQqMu
Witten procede de una familia de físicos. Su padre es Leonard Witten, profesor de física en la Universidad de Cincinnati y una destacada autoridad en la teoría de la relatividad general de Einstein. (Su padre, de hecho, se jacta a veces de que su mayor contribución a la física fue engendrar a su hijo). Su esposa es Chiara Nappi, también física teórica en el instituto.
Witten no es como los demás físicos. La mayoría de ellos comienzan su romance con la física a una edad temprana (cuando están en el instituto de enseñanza media o incluso en la escuela elemental). Witten ha desafiado muchas convenciones, al empezar con un título en historia en la Universidad Brandeis y un fuerte interés en lingüística. Después de licenciarse en 1971, trabajó en la campaña presidencial de George McGovern. McGovern le escribió incluso una carta de recomendación para una facultad universitaria. Witten había publicado artículos en The Nation y New Republic. (Scientific American, en una entrevista con Witten, comentaba: «sí, un hombre que es presumiblemente la persona más inteligente del mundo es un demócrata liberal».)
Pero una vez que Witten decidió escoger la física como profesión, aprendió física con pasión. Se licenció en Princeton, enseñó en Harvard, y luego fue catapultado a un puesto de profesor permanente en Princeton a la edad de veintiocho años. También recibió la prestigiosa Beca MacArthur (a veces calificada como el premio «al genio» por la prensa). Los resultados de su trabajo han afectado también profundamente al mundo de las matemáticas. En 1990, fue premiado con la Medalla Fields que, en el mundo de las matemáticas, es tan prestigiosa como el premio Nobel.
La mayor parte del tiempo, sin embargo, Witten permanece sentado y mira por la ventana, manipulando y reordenando grandes conjuntos de ecuaciones en su cabeza. Su mujer señala: «Nunca hace cálculos excepto en su mente. Yo llenaría páginas con cálculos antes de llegar a comprender lo que estoy haciendo. Pero Edward sólo se sienta para calcular un signo menos, o un factor dos». Witten dice: «La mayoría de las personas que no han estudiado física probablemente piensan que lo que hacen los físicos es cuestión de cálculos increíblemente complicados, pero eso no es realmente lo esencial. Lo esencial es que la física trata de conceptos, busca comprender los conceptos, los principios mediante los que opera el mundo».
Fuente: Kaku, M. (1994), Hiperespacio, Crítica, Barcelona.

1/10/08

La leyenda de la maldición del Che

Por Paco Ignacio Taibo II
En los siguientes quince años, bajo el signo de una serie de sorprendentes casualidades, sin duda atribuibles a que los personajes involucrados vivían en tiempos inciertos y al filo de la navaja, la mayoría de aquellos que tuvieron que ver con la captura, la orden del asesinato y la desaparición del cadáver de Ernesto Guevara, sufrieron extraños accidentes mortales en helicópteros o automóviles, fueron ajusticiados por los herederos de la guerrilla, deportados, se enfermaron misteriosamente, fueron tiroteados, victimados por grupos terroristas de la izquierda fanstasmagórica o de la derecha más cavernícola o asesinados a palos por sus propios ex compañeros.
Como si el fantasma del Che retorna a pedir cuentas a sus asesinos, una sistemática ola de violencia fue tocando uno a uno a casi todos los participantes en los acontecimientos. No es pues sorprendente que este cúmulo de casualidades diera nacimiento a la leyenda de la maldición del Che, que según el rumor o la conseja popular hubiera organizado desde el más allá la coordinación de estos accidentes, atentados y enfermedades; un segundo rumor, sin ninguna prueba que lo apoyara, atribuyó a los servicios secretos cubanos una operación de venganza internacional.
Repasemos:
Honorato Rojas se volvió figura pública tras aquella fotografía en que el vicepresidente Siles lo felicitaba por haber delatado a la guerrilla y haber conducido al grupo de Tania y Vilo Acuña a la emboscada en el vado del Yeso, una foto patética, con Honorato vestido de ranger, con una gorra que le quedaba grande y su hija de año y medio en los brazos.
El 14 de julio del 69, un comando del renacido ELN lo ajustició de dos disparos en la cabeza. Vivía a unos kilómetros de Santa Cruz en un ranchito de cinco hectáreas que le había regalado Barrientos.
Y sería el propio general René Barrientos el segundo en caer. Presidente de Bolivia, y el que confirmó la orden de ajusticiamiento del Che, menos de un año más tarde moría carbonizado al desplomarse cerca de la población de Arque el helicóptero en que viajaba el 29 de abril del 69. El accidente nunca ha podido ser explicado. El rumor acusó a su viejo compañero, el general Ovando, de estar detrás del asesinato, en un momento en que Barrientos preparaba un autogolpe de estado para librarse de oposiciones internas y externas. Por cierto que Ovando fue arrojado en 1970 del palacio presidencial, al que había llegado, gracias a un golpe militar contra el sustituto de Barrientos por otro militar, el general Miranda.
El escritor Jorge Gallardo, quien estuvo en estrecho contacto con la cúpula militar que protagonizó el golpe progresista de Torres años después de los sucesos, contaba: “Tres años después de la muerte del Che, la superstición popular presagiaba que desde su tumba se llevaría consigo a los responsables de su muerte”. Y un par de historiadores cubanos que recorrieron el sur de Bolivia en la zona donde operó la guerrilla del Che, registraban: “A partir de estas creencias comenzó a circular entre los militares bolivianos y sus familiares una carta cadena, la cual decía que la muerte de Barrientos era un castigo de dios y que a todos los culpables del asesinato del Che una grave desgracias les esperaba. Para poder salvarse recomendaba rezar tres padres nuestros y tres aves marías. Había que reproducirla en nueve copias y enviarla a igual cantidad de destinatarios”.
O bien las copias de la carta cadena resultaron insuficientes, o bien los actos se sucedían sin ninguna coordinación, el caso es que poco después del “accidente” de Barrientos una nueva muerte colaboró a que el rumor siguiera creciendo: el 10 de octubre de 1970, un día después del tercer aniversario de la muerte del Che, falleció en un accidente de automóvil el teniente Eduardo Huerta, quien había sido el primer oficial que participó en la captura.
La cadena prosiguió con el violento asesinato del coronel Andrés Selich, quien fue uno de los pocos militares de alta graduación que entrevistó al Che en la escuela de La Higuera y trató de vejarlo. Al principio de la década de los 70, bajo el gobierno de Bánzer, de quien había sido ministro del Interior, fue muerto a palos en una sesión de “interrogatorio” realizada por agentes de seguridad militar, cuando lo sorprendieron fraguando uno más de la cadena de golpes de estado que componen la historia de Bolivia.
Poco después el coronel Roberto Quintanilla, quien como jefe de inteligencia del Ministerio del interior presenció la amputación de las manos del cadáver del Che para su posterior identificación y años más tarde fue el asesino material de Inti Peredo, fue ajusticiado en Hamburgo en abril del 71 por una militante del ELN, Mónica Earlt. Presentándose como una ciudadana alemana que requería una visa para Bolivia, Mónica entró en el consulado, solicitó ver al coronel Quintanilla y llevada a su presencia lo mató de dos tiros en el pecho, desapareciendo inmune tras la operación.
La “maldición” del Che no sólo era portada por militantes revolucionarios, a veces cobraba una forma diferente: el agente de la CIA que identificó al Che y luego fotografió su diario, Félix Rodríguez, a su regreso a Miami comenzó a sufrir de asma, a pesar de que el asma suele manifestarse en la infancia y él no tenía antecedentes de haber sufrido nunca esa enfermedad. “Cuando llegué aquí a Miami (…) acabé con un ataque de asma. Me hicieron pruebas de alergia de todo tipo y nada salió positivo. Concluyeron que era o la maldición del Che o algo sicológico, lo mismo me daba en climas secos que húmedos, fríos que calurosos.”
El mayor Juan Ayora, cuyos rangers actuaron en la fase final de la campaña contra el Che e intervinieron en su captura y muerte, fue deportado por el gobierno Bánzer a fines de septiembre del 72.
Juan José Torres, quien era jefe del estado mayor del ejército boliviano durante la campaña del Che y suscribió la orden de ejecución, llegó años más tarde al poder, del que fue expulsado por un golpe militar de signo conservador y el 12 de febrero del 76 cayó asesinado de tres balazos en la cabeza por la ultraderechista Triple A en Buenos Aires.
Dos meses más tarde, en mayo del 76, en el extremo opuesto del espectro político, fue el general Joaquín Zenteno Anaya, quien siendo comandante de la VIII división transmitió la orden de ejecutar al Che, el que fue ajusticiado a balazos en París cuando ejercía las funciones de embajador de Bolivia, por un efímero comando autonombrado Brigada nacionalista Che Guevara que nunca volvió a actuar después de esta operación. Zenteno recibió tres tiros a quemarropa de calibre 7.65 ante la puerta de su oficina. Los investigadores lo relacionaron con que había sido acusado públicamente de proteger a viejos nazis ocultos en Bolivia, como Barbie.
El capitán Vargas, al mando de la emboscada de Vado del Yeso y que después se hizo cargo de ocultar el cadáver del Che y sus compañeros, sufrió trastornos sicológicos porque “los muertos lo perseguían, venían a buscarlo”.
            Gary Prado Salomón, el capitán que capturó al Che, sufrió una herida de bala que le perforó los dos pulmones y le lesionó la columna vertebral dejándolo paralítico, cuando se enfrentaba a la ocupación de un campamento petrolero en Santa Cruz por un grupo fascista a principios del 81. Curiosamente, el tiro se le dio accidentalmente uno de sus propios soldados cuyo nombre nunca fue dado a conocer.
Veinte años después de los sucesos, el ex ministro del Interior Antonio Arguedas cumplía ocho años de cárcel en una cárcel boliviana por el secuestro de un comerciante, tras haber sido tiroteado y bombardeado por desconocidos a fines de la década de los 60. En el año 2000, según noticias del general Arana, murió en La Paz a causa de un bombazo.
Poco se sabe sobre el destino del suboficial Mario Terán; aunque se ha dicho en algunos periódicos que vaga alcoholizado por las calles de Cochabamba, perseguido en sus pesadillas por la imagen del Che y que, al igual que el sargento Bernardino Huanca, ha tenido que someterse a frecuentes tratamientos siquiátricos.
Fuente: Taibo II, P. I. (1996), Ernesto Guevara también conocido como el Che, Planeta Mexicana, México, D. F.

27/9/08

Puedo escribir los versos más tristes esta noche

Por Pablo Neruda
Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Escribir, por ejemplo: “La noche está estrellada,
y tiritan, azules, los astros, a lo lejos”.

El viento de la noche gira en el cielo y canta.

Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Yo la quise, y a veces ella también me quiso.

En las noches como ésta la tuve entre mis brazos.
La besé tantas veces bajo el cielo infinito.

Ella me quiso, a veces yo también la quería.
Cómo no haber amado sus grandes ojos fijos.

Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Pensar que no la tengo. Sentir que la he perdido.

Oír la noche inmensa, más inmensa sin ella.
Y el verso cae al alma como al pasto el rocío.

Qué importa que mi amor no pudiera guardarla.
La noche está estrellada y ella no está conmigo.

Eso es todo. A lo lejos alguien canta. A lo lejos.
Mi alma no se contenta con haberla perdido.

Como para acercarla mi mirada la busca.
Mi corazón la busca, y ella no está conmigo.

La misma noche que hace blanquear los mismos árboles.
Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos.

Ya no la quiero, es cierto, pero cuánto la quise.
Mi voz buscaba el viento para tocar su oído.

De otro. Será de otro. Como antes de mis besos.
So voz, su cuerpo claro. Sus ojos infinitos.

Ya no la quiero, es cierto, pero tal vez la quiero.
Es tan corto el amor, y es tan largo el olvido.

Porque en noches como ésta la tuve entre mis brazos,
mi alma no se contenta con haberla perdido.

Aunque éste sea el último dolor que ella me cause,
y éstos sean los últimos versos que yo le escribo.
Fuente: Neruda, P. (2003), Veinte poemas de amor y una canción desesperada, Sol 90, Buenos Aires.