Por Mario Bunge
Lo
más interesante suele existir u ocurrir tras algo: tras montañas o rejas; tras
los ojos o las orejas; tras las pantallas de televisores, ordenadores o
cinematógrafos; etcétera.
Por ejemplo, lo que importa de un texto no
son sus caracteres sino su mensaje: lo que dice y lo que sugiere entre líneas.
Y lo que más importa de una imagen visual no es la apariencia que exhibe, sino
lo que produce dicha apariencia.
Los caracteres de un texto interesan más
al impresor que al lector. Las imágenes en una pantalla interesan más al
técnico electrónico que al usuario. Lo que realmente nos interesa a los demás
son los personajes y los hechos que descubren o encubren dichas apariencias.
Sin embargo, según una opinión muy
difundida, las apariencias son valiosas en sí mismas. Esta opinión, llamada fenomenismo,
es común a muchas escuelas filosóficas, en particular las de Berkeley, Hume,
Kant, Comte, Mill, Mach y los neopositivistas del Círculo de Viena.
En rigor, hay dos clases de fenomenismo:
radical y moderado. El primero sostiene que sólo hay apariencias; el segundo,
que sólo las apariencias pueden conocerse. El filósofo George Berkeley era un
fenomenista radical; para él, ser es percibir o ser percibido por alguien (o
Alguien).
Su sucesor, David Hume, no dudaba de la
existencia independiente del mundo, pero creía que sólo conocemos lo que captan
nuestros órganos sensoriales, y en la forma en que lo captan.
Kant osciló entre ambas opiniones. En unas
páginas afirmó que el mundo no es sino una pila de apariencias. Pero en otras
admitió que toda apariencia lo es de algo que existe de por sí. No hay como ser
ambiguo para generar escuelas de estudiosos capaces de ganarse la vida
comentando los aciertos, desaciertos y vacilaciones del Maestro.
Obviamente, ninguno de esos filósofos se
ajustó al ABC de la ciencia a moderna que fundaron Galileo, Descartes, Huygens,
Harvey, Boyle, Newton, Lavoisier y otros. En efecto, todos estos sostuvieron
que los objetos físicos existen de por sí y poseen solamente propiedades
primarias, tales como forma, tamaño, energía y composición química. Por esto
investigaron estas propiedades y las relaciones entre ellas. No confundieron la
física con la psicología cognitiva.
El mundo físico no huele ni sabe a nada y
ni siquiera tiene color. Todas estas son propiedades secundarias, es decir,
propiedades del sujeto que explora en relación con el objeto que se propone
conocer.
Las propiedades secundarias no existieron
siempre, sino que emergieron con los primeros organismos dotados de sistema
nervioso central, hace menos de 1000 millones de años. Antes de ellos sólo hubo
propiedades primarias.
La moraleja es tan obvia como vieja:
desconfía de las pantallas, procura averiguar qué hay tras ellas.
Fuente:
Bunge, M. (2006), 100 ideas, Laetoli, Pamplona.
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