Por Stephen Jay Gould
Se
han reconocido claramente dos prerrequisitos de la fama intelectual: el don de
una inteligencia extraordinaria y la suerte de circunstancias insólitas
(tiempo, clase social, etc.). Creo que no se ha concedido la debida importancia
a un tercer factor: el temperamento. Al menos en mi observación limitada de
nuestro mundo actualmente agotado, el factor temperamental parece el menos
variable de todos. Entre las personas a las que he conocido, las pocas a las
que llamaría «grandes» comparten todas una especie de dedicación impetuosa e
incuestionable; una absoluta falta de duda acerca del valor de sus actividades
(o al menos un impulso interno que atraviesa cualquier angst que pudiera
existir); y, por encima de todo, una capacidad de trabajo (o al menos de
hallarse mentalmente alerta para intuiciones inesperadas) en cualquier momento
disponible de todos y cada uno de los días de su vida. He conocido a otras
personas de talento intelectual igual o mayor que sucumbían a la enfermedad
mental, a la desconfianza en sí mismos o a la simple y anticuada pereza.
Esta tenacidad maniática, este fuego en
las entrañas, esta actitud que establece el significado literal de entusiasmo
(«la absorción de Dios»), define a un pequeño grupo de personas que merecen genuinamente
la frase manida de «mayor que la vida», pues parecen vivir en un plano distinto
al que habitamos nosotros, hombres insignificantes, que miramos a hurtadillas
bajo sus enormes piernas. Esta obsesión no tiene ninguna relación particular
con la manifestación externa conocida como carisma. Algunas personas de esta
categoría, al exudar su placer inducen a otros; otras pueden ser tristemente
silenciosas o mostrarse activamente dispépticas hacia el resto del mundo. Este
temperamento establece un contrato interno entre una persona y su musa.
Fuente:
Gould, S. J. (2000), Las piedras falaces de Marrakech, Crítica,
Barcelona.
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