Por Juan Rulfo
–Me
derrengaré, pero llegaré con usted a Tonaya, para que le alivien esas heridas
que le han hecho. Y estoy seguro de que, en cuanto se sienta usted bien,
volverá a sus malos pasos. Eso ya no me importa. Con tal que se vaya lejos,
donde yo no vuelva a saber de usted. Con tal de eso... Porque para mí usted ya
no es mi hijo. He maldecido la sangre que usted tiene de mí. La parte que a mí
me tocaba la he maldecido. He dicho: «¡Que se le pudra en los riñones la sangre
que yo le di!». Lo dije desde que supe que usted andaba trajinando por los
caminos, viviendo del robo y matando gente... Y gente buena. Y si no, allí está
mi compadre Tranquilino. El que lo bautizó a usted. El que le dio su nombre. A
él también le tocó la mala suerte de encontrarse con usted. Desde entonces
dije: «Ése no puede ser mi hijo».
Rulfo,
J. (1953), El Llano en llamas, Cátedra, Madrid.
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