Por Eduardo Galeano
1531
Isla
Serrana
…
Un
viento de sal y de sol castiga a Pedro Serrano, que deambula desnudo por el
acantilado. Los alcatraces revolotean persiguiéndolo. Con una mano a modo de
visera, él tiene los ojos puestos en el territorio enemigo.
Baja hasta la ensenada y camina por la
arena. Al llegar a la línea de la frontera, mea. No pisa la línea, pero sabe
que si el otro está mirando desde algún escondite, llegará de un salto a pedir cuentas
por este acto de provocación.
Mea y espera. Los pajarracos chillan y
huyen. ¿Dónde se habrá metido? El cielo es un resplandor blanco, luz de cal, y
la isla una piedra incandescente; blancas rocas, sombras blancas, espuma sobre
la blanca arena: un mundito de sal y de cal. ¿Dónde se habrá metido este
canalla?
Hace mucho tiempo que el barco de Pedro se
partió en pedazos, aquella noche de tormenta, y el pelo y la barba ya le
llegaban al pecho cuando apareció el otro, montado en un madero que la marea rabiosa
arrojó a la costa. Pedro le escurrió el agua de los pulmones, le dio de comer y
de beber y le enseñó a no morir en esta islita desierta, donde sólo crecen las
rocas. Le enseñó a dar vuelta las tortugas y a degollarlas de un tajo, a cortar
la carne en lonjas para secarla al sol y a recoger el agua de la lluvia en los
carapachos. Le enseñó a rezar por lluvia y a capturar almejas bajo la arena, le
mostró las guaridas de los cangrejos y los camarones y lo convidó con huevos de
tortuga y con ostras que la mar traía pegadas a los gajos de los mangles. El
otro supo, por Pedro, que era preciso recoger todo lo que la mar entregara en
los arrecifes, para que noche y día ardiera la fogata, alimentada por algas
secas, sargazos, ramas perdidas, estrellas de mar y huesos de pescado. Pedro lo
ayudó a levantar un cobertizo de caparazones de tortuga, un pedacito de sombra
contra el sol, a falta de árboles.
La primera guerra fue la guerra del agua.
Pedro sospechó que el otro robaba mientras él dormía, y el otro lo acusó de
beber buches de bestia. Cuando el agua se agotó, y se derramaron las últimas
gotas disputadas a puñetazos, no tuvieron más remedio que beber cada cual su
propia orina y la sangre que arrancaron a la única tortuga que se dejó ver.
Después se tendieron a morir a la sombra, y no les quedaba saliva más que para
insultarse bajito.
Finalmente la lluvia los salvó. El otro
opinó que Pedro bien pudiera reducir a la mitad la techumbre de su casa, ya que
tanto escaseaban los carapachos:
–Tu casa es un palacio de carey –dijo– y
en la mía, paso el día torcido.
–Me cago en Dios –dijo Pedro– y en la
madre que te ha parío. Si no te gusta mi isla, ¡vete! –y con un dedo señaló la
vasta mar.
Resolvieron dividir el agua. Desde
entonces hay un depósito de lluvia en cada punta de la isla.
La segunda fue la guerra del fuego. Se
turnaban para cuidar la hoguera, por si algún navío pasaba a lo lejos. Una
noche, estando el otro de guardia, la hoguera se apagó. Pedro lo despertó con
maldiciones y sacudones.
–Si la isla es tuya, ocúpate tú, cabrón
–dijo el otro, y mostró los dientes.
Rodaron por la arena. Cuando se hartaron
de golpearse, resolvieron que cada cual encendería su propio fuego. El cuchillo
de Pedro azotó la piedra hasta arrancarle chispas; y desde entonces hay una
fogata en cada punta de la isla.
La tercera fue la guerra del cuchillo. El
otro no tenía con qué cortar y Pedro exigía un pago en camarones frescos cada
vez que prestaba el filo.
Estallaron después la guerra de la comida
y la guerra de los collares de caracoles.
Cuando acabó la última, que fue a
pedradas, firmaron un armisticio y un tratado de límites. No hubo documento,
porque en esta desolación no se encuentra ni una hoja de cupey para dibujar un
garabato, y además ninguno sabe firmar; pero trazaron una frontera y juraron
respetarla por Dios y por el rey. Echaron al aire una vértebra de pescado. A
Pedro le tocó la mitad de la isla que mira a Cartagena. Al otro, la que mira a
Santiago de Cuba.
Y ahora, de pie ante la frontera, Pedro se
muerde las uñas, alza la vista al cielo, como buscando lluvia, y piensa: «Ha de
estar escondido en algún recoveco. Le siento el olor. Roñoso. En medio del mar
y jamás se baña. Prefiere freírse en su aceite. Por ahí anda, sí, escurriendo
el bulto.»
–¡Eh, miserable! –llama.
Le responden el trueno del oleaje y el
alboroto de las aves y las voces del viento.
«¡Ingrato!», grita, «¡Hideputa!», grita, y
grita hasta romperse la garganta, y corre y recorre la isla de punta a punta,
al revés y al derecho, solo y desnudo en la arena sin nadie.
Fuente:
Galeano, E. (1982), Memoria del fuego I. Los nacimientos, Siglo
XXI, México, D.F.
No hay comentarios:
Publicar un comentario