Por Gabriel García Márquez
Cuando
estaba solo, José Arcadio Buendía se consolaba con el sueño de los cuartos
infinitos. Soñaba que se levantaba de la cama, abría la puerta y pasaba a otro cuarto
igual, con la misma cama de cabecera de hierro forjado, el mismo sillón de
mimbre y el mismo cuadrito de la Virgen de los Remedios en la pared del fondo.
De ese cuarto pasaba a otro exactamente igual, cuya puerta abría para pasar a
otro exactamente igual, y luego a otro exactamente igual, hasta el infinito. Le
gustaba irse de cuarto en cuarto, como en una galería de espejos paralelos,
hasta que Prudencio Aguilar le tocaba el hombro. Entonces regresaba de cuarto
en cuarto, despertando hacia atrás, recorriendo el camino inverso, y encontraba
a Prudencio Aguilar, en el cuarto de la realidad. Pero una noche, dos semanas
después de que lo llevaron a la cama, Prudencio Aguilar le tocó el hombro en un
cuarto intermedio, y él se quedó allí para siempre, creyendo que era el cuarto
real. A la mañana siguiente Úrsula le llevaba el desayuno cuando vio acercarse
a un hombre por el corredor. Era pequeño y macizo, con un traje de paño negro y
un sombrero también negro, enorme, hundido hasta los ojos taciturnos. «Dios
mío», pensó Úrsula. «Hubiera jurado que era Melquíades.» Era Cataure, el
hermano de Visitación, que había abandonado la casa huyendo de la peste del
insomnio, y de quien nunca se volvió a tener noticia. Visitación le preguntó
por qué había vuelto, y él le contestó en su lengua solemne:
–He venido al sepelio del rey.
Fuente:
García Márquez, G. (1967), Cien años de soledad, Random House Mondadori, Buenos Aires.
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